ESPECTáCULOS
“Aeroplanos”, la metáfora de una travesía inconclusa
La obra de Carlos Gorostiza, dirigida por Manuel González Gil, se interna en la vejez de dos personajes que se preguntan, con buen humor y sin solemnidad, sobre los porqué de la existencia.
Por Hilda Cabrera
“Vos tenés miedo de que me muera, pero yo no le voy a dar el gusto a ninguno de los dos.” Esta frase puede parecer un disparate si se la saca de contexto, pero tiene lógica y carga afectiva si quien la pronuncia es Francisco o Cristóbal (interpretados aquí por Claudio García Satur y Pepe Novoa), amigos de toda la vida a los que el autor retrata conversando. Ese “ninguno de los dos” se refiere a ellos mismos y refleja lo imprescindible que es el uno para el otro. El lenguaje que emplean da cuenta del carácter de cada cual y del medio social al que pertenecen. Si bien la obra se desarrolla en varias escenas, todas giran en torno de una de las visitas (en realidad dos, pero en el mismo día y únicas, porque reflejan una misma intención) que acostumbra realizar Cristóbal a su amigo, en la casa que aquél comparte con un nieto baterista a punto de probar suerte fuera del país.
Desde el inicio de la acción, el espectador asistirá a un intercambio de anécdotas, bromas y confidencias hechas por dos seres en un día crucial para ambos. Uno conocerá durante esa jornada el resultado de un análisis médico y otro tendrá que decidir entre ser llevado por su hija a Canadá o ser internado en un geriátrico. Cualquiera sea la opción, el futuro no es amable. ¿Qué puede hacer un viejo de barrio en Canadá? La reacción de los amigos frente a estos desafíos de la vida es tan comprensible como delirante. Es también la que permite convertir en metáfora el título de esta obra escrita por Carlos Gorostiza en 1990 y estrenada ese mismo año por Carlos Carella y Pepe Novoa.
Paco y Cristo (como se llaman entre sí estos amigos) van por la definición. Por algo han sido jugadores de fútbol. En su paso por la vida, considerada un viaje, quieren ganarse el derecho a no ser marginados. Lo demuestran en sus planteos y réplicas, ingeniosos y apegados a lo cotidiano y de cierta tipología barrial. Las charlas despiertan emociones y recuerdos compartidos, enojos y reproches, infidelidades y diferencias de criterio expuestos de modo travieso por estos señores que no tienen por qué transitar un camino hacia un final triste. El tono, ágil o pausado, varía según la naturaleza de lo que se cuenta y la actitud que adopta cada uno frente a las circunstancias, sean éstas del pasado o el presente. A veces, las respuestas sin concesiones de Paco funcionan como contrapunto a la bonhomía de Cristo, pero a ninguno parece interesarle las grandes formulaciones, salvo que se entienda por tales que “la eternidad está en el momento que vivimos, y cuando éste se acabe no nos daremos cuenta”.
La vistosa puesta de Manuel González Gil está centrada en esos seres que en la vejez siguen preguntándose sin solemnidad sobre el cómo y el porqué de vivir, que se divierten con las palabras y se reconocen tipos de otra época por manejar un vocabulario en desuso. Chitrulo no se usa más, pero a ellos les gusta. De tanto en tanto la conversación bordea un escepticismo que en estos personajes resulta expresión de sensibilidad e inteligencia. Por momentos los diálogos se descompaginan pero vuelven a acomodarse, en cada escena y en cada estado de ánimo. De modo que el espectador puede -si lo desea– reflexionar junto a ellos y dejarse llevar por esa charla que en Cristo y Paco (recreados con singular ductilidad por Novoa y GarcíaSatur) se transforma en una aventura. Son compañeros de un viaje en el cual la úlcera tal vez deje de ser un drama. Y tampoco lo sea la partida del nieto y su banda Los Peludos de Regalo. Finalmente, también ellos a los 20 años tuvieron la suya, una comparsa murguera a la que bautizaron Los elegantes de Palermo. Por eso, a los 80 se animan a volar, aunque arrastrando alguna que otra nostalgia, como la del valsecito “El aeroplano”, que en el pasado bailaban acompañados por sus ahora ausentes esposas.