EL PAíS

Más terror solo agranda el horror

Aunque en el Gran Buenos Aires mucha gente quiera sangre, crece una reacción democrática a la violencia y la inseguridad.

 Por Martín Granovsky

La Argentina es un país extraño. Casi siempre, horriblemente extraño. A veces, como si viviera bajo flashes que iluminan durante una fracción de segundos, sorprendentemente extraño. Eso último pasa con la seguridad. Tanto la violencia mayor de los delitos como la percepción angustiante de la gente, la desesperanza, la desprotección, parecían llevar a un escenario donde solo hubiera lugar para protagonistas como el comisario de la Maldita Policía Mario Naldi y los antiguos carapintadas Aldo Rico (actual destino, candidato de Adolfo Rodríguez Saá) y Daniel Hadad (destino actual, impulsor del show de la sangre en radio y tevé). Pero no: por ejemplo, el campanazo escolar contra la violencia para este viernes fue convocado por líderes sociales democráticos como Juan Carr, Daniel Goldman y Laura Moreno.
En la provincia de Buenos Aires, sin duda alguna la zona más expuesta a la violencia, incluso a la violencia ilegal de la policía, la sensación de la gente es desoladora. Página/12 tuvo acceso a una encuesta del Centro de Investigaciones en Estadística Aplicada de la Universidad de Tres de Febrero, que coordina Miguel Oliva. El equipo entrevistó a 987 personas en el Gran Buenos Aires y el interior de la provincia y obtuvo estos resultados:
- En el último año, el 42,9 por ciento de los habitantes del GBA sufrió algún tipo de robo, hurto o agresión.
- La mayoría cambió sus hábitos buscando más seguridad: el 63,5 en el GBA y el 58,6 en el interior de Buenos Aires. Según los investigadores, la masividad del cambio de hábitos, “que puede traducirse en modificaciones de horarios o en la suspensión o el cambio de actividades cotidianas, sugiere que la percepción e la inseguridad como problema cotidiano en relevante en los dos ámbitos, el Gran Buenos Aires y el interior”.
- En el GBA, la mitad de los agredidos no hizo la denuncia policial. Pero el 63 por ciento (promedio en la provincia) no quedó conforme con la respuesta de la policía a su denuncia. “No hay confianza en que la policía resuelva los hechos delictivos”, concluyó el estudio.
- El 60,9 por ciento de los entrevistados del GBA está de acuerdo con la pena de muerte por asesinato. El 52,6 por ciento del interior, también. El acuerdo con la pena capital es mayor entre los hombres que entre las mujeres, y aumenta a menor nivel de educación. Los investigadores opinan que “la sensación de inseguridad puede reforzar posturas individualistas, y así, si el peligro se convierte en permanente, el ‘otro’ se convertirá en ‘enemigo’”.
- El 78 por ciento de los bonaerenses (80,4 en el GBA, 72,9 en el resto) está a favor de enjuiciar a menores que hubieran cometido homicidio, sin tomar en cuenta la edad del asesino.
- El 80 por ciento acuerda con la colaboración de la Gendarmería y la Policía Federal en el combate al delito en la provincia.
- La desesperación es tan grande que el 68 por ciento en el GBA quiere que las Fuerzas Armadas cumplan funciones de seguridad. De todos modos este rubro genera el mayor nivel de desacuerdo: un 24,3 por ciento tiene claro que no desea la participación militar en un área que no es militar.
Los datos son impactantes. Los investigadores confiaron a este diario que ellos mismos estaban impresionados, pero dijeron que no les corresponde a ellos sacar de allí las medidas concretas que solucionen la tragedia de la inseguridad.
La respuesta mecánica sería violar la Constitución imponiendo la pena de muerte, retroceder 19 años colocando a las Fuerzas Armadas como policía interna y penar al embrión como cómplice cuando una embarazada cometa delito. Pero suena demasiado fácil. Demasiado inútil. Y (hay que reconocerlo) demasiado tentador para una clase política que no sostuvo en el tiempo la reforma democrática de todo el sistema de seguridad. El nivel de transgresión legal es tan monstruoso que un candidato, digamos Carlos Menem, puede llegar a esta conclusión: “Si igual no puedo imponer la penade muerte, ¿por qué no puedo jugar a que la pido? Jugando no corro el riesgo de parecer blando ante el delito, me hago popular y me votan”. La jugada, por cierto, no es inocua. El endurecimiento de discurso termina impidiendo cualquier avance concreto. Un ejemplo fue la reforma policial de Carlos Arslanian. Eduardo Duhalde, entonces gobernador, la interrumpió en 1999 porque el candidato peronista a sucederlo, Carlos Ruckauf, pedía mano dura. El discurso duro se convirtió así en una realidad doble. Por un lado, evitó la profundización de la reforma más seria que se había ensayado desde 1983. Por otro, enardeció otra vez a los policías malos y estimuló a las mafias locales, que en el Gran Buenos Aires se desarrollan por la acción combinada del juego, la prostitución, la caja chica de la política y un Estado que gobierna a la vez por encima y por debajo de la mesa, pero más por debajo.
El Presidente Duhalde no parece una persona confiable para reformar la seguridad. Es errático y cambia de discurso y de política de acuerdo a su propio temor. Además, lo peor de la Maldita Policía, asociada siempre a la Maldita Política, se desarrolló siempre en la zona sur del Gran Buenos Aires, una región que Duhalde nunca dejó de manejar desde su feudo de Lomas de Zamora aun cuando transitoriamente ocupase el gobierno de La Plata o la Casa Rosada. Más aún: cuando Carlos Ruckauf huyó de la provincia de Buenos Aires Duhalde lo premió con la Cancillería, donde el ministro no será recordado como El Primer Trabajador.
Pero no está nada mal que la reacción de Duhalde haya sido encargarle a Arslanian que encabece una comisión para sugerir un modo de mejorar la seguridad. Ni siquiera un gesto innecesario como la defensa de Víctor Alderete quita a Arslanian un mérito enorme: es uno de los pocos políticos argentinos que nunca cayó en el facilismo de la mano dura y al mismo tiempo, como Juan Pablo Cafiero o Marcelo Saín, afrontó la responsabilidad ejecutiva, diaria, práctica, riesgosa, de reformar la policía y la seguridad.
Hace dos semanas, en Página/12, Arslanian recomendó ponerse de acuerdo en un paquete mínimo de reformas y llamar a un plebiscito para refrendarlo.
El timbrazo-campanazo-bocinazo de este viernes a las dos de la tarde no es un plebiscito pero podría transformarse en una buena manera de cambiar el clima social. Como cuando los cacerolazos, en diciembre, canalizaron la bronca. El punto es que después no se acumulen nuevas razones para la frustración, pero bueno, esa será otra historia para este país extraño.

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