ESPECTáCULOS
Venecia homenajeará hoy al más grande de los realizadores vivos
El Festival recibirá con los máximos honores a Michelangelo Antonioni, quien, a punto de cumplir 90, está terminando un mediometraje.
Por Luciano Monteagudo
En pocos días más, el 29 de septiembre, Michelangelo Antonioni cumplirá 90 años y lo festejará trabajando, en los retoques finales de Il filo pericolose delle cose, un mediometraje que forma parte de una trilogía titulada Eros, cuyos otros dos vértices son sendos films de Wong Kar-wai y Pedro Almodóvar. Mientras tanto, el Festival de Venecia no ha querido dejar pasar la ocasión y hoy recibirá con todos los honores, en el Palazzo del Cinema, a Il Maestro, como le dicen por aquí a Antonioni. No se trata de un simple homenaje a quien es, sin duda, el más grande cineasta vivo y en actividad que le queda a Italia. Con la colaboración mancomunada de distintos organismos oficiales –entre ellos Cinecittà Holding y la Cineteca Nazionale–, la Mostra exhibe por primera vez la opera omnia del director, una retrospectiva completa, que va desde su primer corto, Gente del Po (1943) hasta su largometraje más reciente, Más allá de las nubes (1995), 31 films que incluyen incluso sus más recónditas rarezas, como los documentales que hacia 1972 filmó en China. Esta Personal Antonioni, que incluye también toda una serie de cortos y documentales dedicados a su obra, viene a poner en perspectiva a un autor que –con films hoy clásicos como La aventura y El desierto rojo– se convirtió en uno de los pilares de la revolución que a fines de los años ‘50 y comienzos de los ‘60 propició el ingreso del cine a la modernidad.
Como prueba ahora esta muestra monográfica, aquel cisma se puso en marcha mucho antes. En 1943, mientras en una orilla del Po Luchino Visconti rodaba Obsesión –su versión libre de la novela El cartero llama dos veces, de James M. Cain, que se convertiría en una de las piedras basales del cine italiano de posguerra–, en la otra Antonioni filmaba su primera película, Gente del Po, un documental dedicado a los hombres y mujeres más desposeídos de Italia, a la que el régimen fascista no quería ver reflejados en la pantalla. Los avatares de la guerra impidieron que Antonioni pudiera completar entonces el film (exhibido recién en 1947), pero ya estaba germinando el neorrealismo, que alcanzaría su máxima expresión en el cine de Roberto Rossellini y Vittorio De Sica.
Antonioni, sin embargo, seguiría otro camino, el del neorrealismo interior, como señala el crítico Carlo Di Carlo, curador de la retrospectiva. A los 38 años, luego de haber estado a punto de filmar El sheik blanco (que finalmente rodó Federico Fellini), Antonioni concreta en 1950 su primer largo, Crónica de un amor, donde ya se perciben los rasgos que marcarían su obra posterior: una mirada crítica sobre la nueva burguesía, la concentración en el universo femenino y sobre todo la percepción de un mundo interior y de sus síntomas en relación con la realidad. En palabras del propio Antonioni: “Me parecía que ya no era tan importante examinar los lazos de los personajes con el ambiente sino bucear dentro del personaje, para ver de todo aquello que habían atravesado –la guerra, la posguerra– qué había quedado en ellos, saber cuáles eran no ya las transformaciones de su psicología y de sus sentimientos sino los signos de esa evolución”.
La profundización de este camino y la consagración internacional de Antonioni llegaría con la llamada “trilogía de los sentimientos”, integrada por La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962), premiadas en los festivales de Cannes y Berlín. Es la época en que se habla de la “alienación” de los personajes, de su inestabilidad emocional, de su fragilidad frente a un mundo que por entonces estaba cambiando vertiginosamente. De todo eso, hoy queda más que nada el registro del espíritu de una época, la diagnosis casi antropológica de un determinado momento y de una determinada generación. Pero si hay algo que permanece inalterablemente vivo y presente del cine de Antonioni, si hay algo que afirma su modernidad a ultranza es la manera en que percibe el mundo, lasensibilidad de su mirada, su capacidad de “esculpir en el tiempo”, para utilizar el concepto de Andrei Tarkovski.
Nada lo prueba mejor que la copia magníficamente restaurada que presenta ahora Venecia de El desierto rojo, ganadora aquí mismo, en 1964, del premio máximo, el León de Oro. El conflicto de Monica Vitti parece hoy irremediablemente fechado, lo mismo que la metáfora de su “enfermedad”, que era la inadecuación de la burguesía italiana de entonces a su súbito y milagroso éxito económico. Pero el uso del color, al que Antonioni se vuelca por primera vez, es tan deslumbrante en El desierto rojo; sus composiciones son tan intensas; la duración de los planos tan perfectas, que hacen del film un objeto estético autónomo y desnudan de qué manera el cine se ha empobrecido desde entonces en sus modos de expresión. Hay algo que reafirma también en Il deserto rosso –como antes en L’avventura– la modernidad de Antonioni: el suyo es un cine abierto, liberado de la clásica estructura aristotélica, entregado al misterio del sentido, que ya no puede ser unívoco.
Como un pintor que pasa de una técnica a otra, después de haberlo probado, Antonioni nunca más abandona el color. Blow Up (1966), rodada en el swingin’ London de la época a partir de un relato de Julio Cortázar; Zabrieskie Point (1970), que imagina el estallido de la sociedad de consumo; y El pasajero (1974), donde se plantea el problema de la identidad, son sus películas clave antes de un progresivo retiro. Un retiro que nunca fue definitivo y del que ahora Antonioni (que tiene serios problemas de habla y movilidad, luego del ataque cardíaco que sufrió en 1985) está dispuesto –a los 90 años, por qué no– a volver.