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¿Cómo evaluó la participación de La niña santa, de Lucrecia Martel, en la competencia oficial?
–Este año teníamos un montón de directores jóvenes en la competencia: el japonés Kore-eda, el coreano Park Chang-wok, el tailandés Apichtapong, el italiano Paolo Sorrentino, y la presencia de Lucrecia era particularmente un signo, una señal de Cannes para decir que tenemos nuevos autores por quienes apostar en el futuro. A mí su película me encanta, revela una manera totalmente personal de concebir el cine. Incluso me parece una película aún más radical que La ciénaga, un film de un sentimiento cósmico.
–Desde su primera edición como director de Cannes, en la que programó La libertad, de Lisandro Alonso, hasta ahora con la película de Martel, ¿cómo ve al cine argentino?
–Lo primero que hay que decir es que no fue una estrella fugaz. Por el contrario, la fuerza del cine argentino de hoy es una realidad. Una realidad que no tiene uno o dos sino ya cinco, siete años de existencia. Hay muchos directores, con estilos muy diferentes. Cada autor es fiel a su idea del cine: Alonso, Pablo Trapero, Adrián Caetano. Y también filman los autores de la generación anterior, como Pino Solanas. Lo que sucede con el cine argentino es un milagro. Porque este cine es muy diferente al de Brasil o el de México, que también tienen cines fuertes, pero muy distintos. En la Argentina hay una cohesión alrededor del cine de autor, como el que hacen Celina Murga y Alejandro Chomski. Hay muchos directores que quieren hacer un cine personal, pero también comprometido con lo que sucede en el país. El cine de Brasil, a su vez, tiende a hacer un cine más popular, más universal, como Ciudad de Dios o la película de Walter Salles, Diarios de motocicleta. En México, es interesante cómo directores como Alfonso Cuarón y González Iñárritu hacen un ida y vuelta constante entre su país y Hollywood. Este año tuvimos en Un Certain Regard una película producida por Cuarón en Ecuador. Y hay que ver qué sucede en Colombia, en Chile... Hay que descubrir.