Miércoles, 6 de agosto de 2014 | Hoy
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Un repaso a la historia moderna y la referencia a la aparición del cine le permiten a Carlos Valle poner en evidencia de qué manera el sistema de comunicación, en manos de los poderes hegemónicos, obra para generar el ocultamiento de la realidad.
Por Carlos A. Valle *
La confianza es un presupuesto de las relaciones a diversos niveles personales, sociales o aun internacionales. Este a priori no necesariamente funciona sin tropiezos. Las trampas urdidas a la sombra de un acuerdo emergen con frecuencia y en formas cada vez más sofisticadas.
Los presupuestos sobre los que se basan las opiniones respecto de personalidades, medios y países conforman una historia tejida sobre hechos a los que se han adosado interpretaciones intencionadas, ignorancia de ciertos sucesos, difamación a personas y acusaciones de dudosa veracidad. Este trasfondo que se va cementando como realidades incontrastables se convierte en el principal bagaje con el que se forman las opiniones, las que, alejadas de toda racionalidad o cuestionamiento, son la base de confianza con que cuentan los que deciden cuál es la verdadera historia.
El desarrollo tecnológico, que se produce en los comienzos del siglo XX, permite, por la creciente concentración de recursos de todo tipo, estimular el progresivo poderío de los países centrales. Esta nueva realidad, que creció aceleradamente, va a brindar la oportunidad para que la comunicación se convierta en un fuerte aliado para estimular la necesaria confianza para poder diseñar la sociedad y la vida de la gente.
A partir de esa época, la producción en masa se convierte en una realidad. Al racionalismo industrial aplicado por Frederick W. Taylor a la organización de los trabajadores para la producción en masa, le siguió el sueño cumplido de Henry Ford de producir “un auto para la gran multitud”, con una técnica que requería planificación y sincronización. Entre 1921 y 1929 habían logrado duplicar su producción y concentrar el 44 por ciento de la producción mundial. El éxito económico y las ofertas de trabajo tuvieron más repercusión que la reacción a los efectos que la aplicación de esa tecnología producía en los obreros que trabajaban bajo ese sistema.
Economistas y dirigentes políticos creían que se iniciaba una nueva era para el capitalismo, libre de las bruscas crisis cíclicas que solían azotarlo. Esta confianza se tradujo en la compra masiva de acciones de las empresas industriales. Los capitales de todo el mundo fluían hacia la Bolsa de Valores de Nueva York. La compra casi desenfrenada de acciones entre 1927 y 1929 creció un 89 por ciento. Sin embargo, la producción industrial sólo había crecido un 13 por ciento. Las acciones estaban muy por encima del crecimiento real de las empresas. Este fue uno de los factores que preanunciaron la crisis que desembocó en la estrepitosa caída de la Bolsa de Wall Street y la Gran Depresión de la economía estadounidense. Casi un 25 por ciento de los obreros industriales habían perdido sus trabajos y los salarios se habían depreciado alrededor de un 60 por ciento.
Las primeras décadas del siglo XX ven surgir, junto con el desarrollo industrial, el desa-rrollo de la incipiente industria cinematográfica, que alcanza una inusitada popularidad. La necesidad de entretenimiento en un clima de largas y cargadas jornadas laborales era creciente. El desarrollo del cine mudo alcanza a grandes masas que no requerían de mayor capacitación para gozar de obras que hablaban de su propio entorno. Aunque muchas de esas obras se han perdido, la historia del cine ha recogido un número considerable de aquellas que reflejaban la situación social de aquel momento. El historiador cinematográfico Kevin Brown, en su valiosa obra Behind the Mask of Innocence (Detrás de la máscara de inocencia), desenmascara la imagen que presenta el mundo de principios de siglo que “... ha llevado a la gente a asumir que la vida fue apacible, más gentil y civilizada”. Pero la era del cine mudo, según Brown, registra otro mundo, el de la corrupción política, la esclavitud de los trabajadores, la explotación de los inmigrantes, entre otros muchos males sociales.
Esta cruda realidad era ignorada por los poderes económicos. Por ejemplo, una huelga era considerada por un empleador antes que una legítima expresión de reclamo de justicia una declaración de guerra civil.
Cuando, en 1936, Charles Chaplin estrena su film Tiempos modernos, los EE.UU. estaban atravesando los primeros años posteriores a la crisis de 1929. Chaplin describe la deshumanización de las fábricas y sus sistemas de producción en serie. Charlot, un obrero de una de estas fábricas, cuyo trabajo consiste en apretar tornillos en una cinta móvil, sufre las consecuencias de este proceso de deshumanización. El film destaca los desbarajustes producidos entre la máquina, que sigue su ritmo incesante, y la lucha del ser humano por librarse de la rutina que lo aliena. En la crítica publicada después de su estreno, The New York Post no alcanzó o no quiso a percibir su denuncia: “Su tema no es tanto una fustigante sátira contra la era del maquinismo como un recurso para utilizar la máquina para explorar nuevas posibilidades para la comedia...”
Estos son sólo trazos de una historia de relaciones de sumisión y ocultamiento de la realidad. Nada nuevo, el avance industrial, concentración económica y comunicación continúan su creciente desarrollo hasta hoy. Cuando el poder se convierte en el bien supremo, todo otro valor queda relegado o ignorado. La búsqueda de una comunicación democrática reclama romper este cerco que denigra la vida de la comunidad.
* Comunicador social. Ex presidente de la Asociación Mundial para las Comunicaciones Cristianas (WACC).
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