MITOLOGíAS

Patrón y empleado juegan en la plaza

Una reflexión sobre cómo el Vaticano, nuevamente, lee la homosexualidad como un desvío y cómo en consecuencia habla de un tipo de familia que ya no existe. Y otra sobre una propaganda de barritas de cereal, en la que un empleado y un empleador alcanzan el equilibrio.

 Por Sandra Russo

Señor, quiero ir al acto del colegio de mis hijos.
–Pero usted firmó un contrato full time.
–Pero son mis hijos...
–Pero usted es mi empleado...
–¿Y si hacemos los actos de mis hijos en el trabajo?
–Eso sería justo.

Este diálogo desopilante es el que sostienen, mientras suben y bajan en un juego de plaza, un hombre trajeado y otro hombre vestido de civil. La voz en off habla sobre la necesidad de buscar un equilibrio. La propaganda vende barritas de cereal.

La escena es la puesta en escena de un conflicto laboral postflexibilización y preperonista al mismo tiempo. Hay un hombre en manos de otro. El conflicto al parecer escamotea lo laboral para dirigirse a las lealtades familiares o afectivas. Pero al dirigirse hacia allí, directamente, hacia el núcleo más íntimo y duro de lo que el empleado tiene todavía de hombre, el diálogo escupe lo laboral, lo eructa tan fuerte que provoca revulsión. Hay un hombre cuyo tiempo no le pertenece; un hombre cuyas ocupaciones y emociones pelean en forma constante. Ese hombre pero también su patrón dirimen el problema en un subibaja: es cierto que razonan como lo harían chicos de cinco años jugando al jefe y al empleado, pero la escena de plaza es un intento por sumarle falsa carga a la idea de equilibrio.

¿Quién es ese idiota que le pide al patrón permiso para ir al acto escolar de sus hijos? ¿Quién es ese otro idiota que le contesta “firmaste el contrato, fuiste”? ¿Qué sentirían los hijos del empleado al ver a su padre en el subibaja, sin animarse a hablar de derechos, apenas suspirando impotente “pero son mis hijos”? ¿Qué otra cosa es el equilibrio al que llegan si no el de privatizar el patio escolar y trasladarlo a la empresa? En la última recesión que hemos vivido, no hubo trabajadores. En el 2002 lo que había eran desocupados. No había calles cortadas por los gremios, porque no había conflictos gremiales. Había desocupación y piqueteros, cartoneros, infinitas sombras nocturnas de almas en busca de alimentos vencidos.

Hoy tenemos un Congreso visible y tonificado. Hay cruces fuertes, caras horribles, caras nuevas, pero quedó muy lejos ese otro Congreso que vendía leyes y al que esta sociedad y sus comunicadores más puristas le tendieron un rápido manto de olvido. Los robos augurados o profetizados les roban cámara a los robos ya consumados, que están a la vista y algunos de cuyos beneficiarios siguen sentados en su banca, porque hubo quien los votó.

La etapa que comienza, con la lucha por preservar el empleo y las empresas tentadas nuevamente con las probables o presuntas listas de despidos que en estas épocas enloquecen a los que están en ellas y a los que no también, será distinta. Un trabajador no se va a la plaza a dirimir sus problemas laborales. Un trabajador es alguien consciente de que brinda su fuerza de trabajo en determinadas condiciones a cambio de un salario, pero que ningún trato equilibrado puede incluir su vida completa. A eso se le sigue llamando esclavitud. Sería deseable que los creativos de barritas de cereales repensaran un poco más sus ideas locas.

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