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Discutir a destiempo
Por Diego Fischerman
Subespecie de las llamadas discusiones imaginarias, las discusiones a destiempo son, como muchos otros placeres, fruto de una limitación. En este caso se trata de la imposibilidad, parcial o total y crónica o momentánea, de contestar aquello que hubiera debido contestarse en el momento en que se hubiera debido hacerlo. Podrá argumentarse que en ello no hay placer de ninguna clase, pero quienes así opinan simplemente aún no han encontrado (o no han entendido en su cabal magnitud) el verdadero sentido de esas interminables repeticiones de un diálogo en las que el otro dice siempre lo mismo mientras uno va perfeccionando cada vez más las réplicas, haciéndolas siempre más incisivas, contundentes y, por supuesto, irrefutables.
Especialmente aptas para viajes en colectivo o para llenar noches de insomnio (aunque los detractores afirman que son precisamente su origen), las discusiones a destiempo se basan en el principio general de que el pensamiento tiene algún poder sobre la realidad y en la esperanza (generalmente desmentida por los hechos) de que la situación pasada volverá a repetirse en el futuro, dando posibilidad a la utilización de los formidables y fulminantes retruécanos que el interesado se ha complacido en elaborar durante estas sesiones de imaginarias confrontaciones. Es obvio: las cosas no suceden así. Casi nunca hay una segunda oportunidad y en las escasas excepciones en que eso sucede todo resulta exactamente igual a la primera vez y el sagaz discutidor solitario comprueba que lo suyo es, justamente, la soledad. Practicable –a destiempo, es claro– en problemas de pareja, laborales, crisis filiales o en aquella relación con el compañero de banco de tercer grado, esta clase de discusiones es, como todo placer que se precie de tal, absolutamente inútil.