Jueves, 14 de mayo de 2009 | Hoy
PSICOLOGíA › SIGNIFICACIONES SUBJETIVAS DEL EJERCICIO DE LA PROSTITUCIóN
El autor advierte que “la prostitución no tiene el mismo valor y el sentido para todas las mujeres que la ejercen”, y presenta el caso de una joven que vivía en una villa del conurbano bonaerense.
Por Sergio Rodríguez *
Cuando se trabaja en casos extremos, la subjetividad del psicoanalista es fuertemente conmovida en función de sus propias historias. En este caso, se trata de una jovencita de una de las villas grandes del conurbano. Allí la conocí y trabajé con ella. Tenía 18 años, parecía mayor, ya era una belleza, una de esas chicas que no se puede dejar de mirar cuando pasan. Cuando la presenté, en un relato de la práctica en Psyche Anudamientos, la llamé Fermina, debido a una historia de mi propia familia. Mi padre tenía una prima, Fermina, que era corista del Maipo y prostituta de alto nivel. Me acuerdo de las visitas a la casa de ella, era un departamento bien puesto en el centro. Vivía con Marcial, que era un señor imponente. Era el amante de turno. Me llamaba la atención, yo tenía 5 o 6 años, que en mi casa, donde todos eran gente muy moral, fueran a la casa de ella a reuniones que eran muy cordiales; había una amistad. A veces ella venía a visitarnos en la pensión donde vivíamos. Para mí no existía el oficio más antiguo, yo no tenía idea, para mí era una bailarina del Maipo que yo nunca había visto bailar y que vivía con ese señor que nadie decía que fuera el esposo. Era todo un enigma para mí. Por esa prima de mi padre le puse “Fermina” a esta chica.
Y me sucedió que, cuando quise escribir sobre la chica que llamé Fermina, no podía acordarme del nombre verdadero. Y eso que estuve en relación con ella un año entero, el año pasado. Además, no era una muchacha que pasara desapercibida ante mis ojos. Entonces, ¿por qué no me puedo acordar?, me pregunté. Sólo pude recordar su nombre cuando me acordé de que es el de otra familiar mía, jovencita también, de 16 años, muy querida. Eso me llevó a pensar en otro caso con el que trabajé en la villa, un muchacho con el que yo me había encariñado mucho, que está tomado por el paco, de vez en cuando roba, pero es un buen pibe. Y con él también me pasó lo mismo, no podía acordarme de su nombre. Me acordé: se llama Mariano; mi hija se llama Mariana. Me di cuenta de cuánto me cuesta soportar que chicos muy próximos a mí tengan los mismos nombres que estos chicos con destinos tan tristes. Bueno, me parece importante tener presente cómo nos conmueven estos casos, para discernir en qué se nos facilita o se nos dificulta trabajar.
Mi encuentro con Fermina ocurrió la primera vez que fui a la villa, a una reunión con su familia en la que supuestamente ella hubiera estado: estuvo de un modo muy particular; nos pasamos toda la reunión bajo un griterío infernal desde la calle. Los hermanos, cuñados y la madre salían a cada rato a separar gente que se estaba peleando. Yo, que era novato, no tenía idea de lo que estaba pasando. Le pregunté a mi compañero, el pastor: a él le habían dicho que Fermina, la hermana menor, se estaba peleando.
Fermina no entró a la casa y la única explicación que dieron fue que era “muy peleadora”; que habían pasado unas chicas por la vereda de enfrente y le habían gritado algo que nadie sabía, muy probablemente “puta”. En encuentros posteriores ella no se incorporaba al grupo pero entraba y salía de la casa una y otra vez; era su forma de hacerse ver. Era soberbiamente altiva y despreciativa, desde su reciente belleza adolescente.
En esa casa, la mayor parte de las aberturas no tenían marco, ni qué decir puertas: algunas tenían cortina, otras ni eso. La única puerta era la del baño y la de calle; el resto, agujeros. Paredes descascaradas. Pegadas en las paredes, láminas de River, algún santo, algunas vírgenes. Y, también, una sola foto: la de ella. Una bella foto, aunque desteñida. En una de las reuniones, la madre, quejándose amargamente, dijo, sin que esto sorprendiera a sus otros hijos, que Fermina había sido la única de los cuatro que ella había querido tener. También decía que a los seis años, o sea, un año antes de empezar a cartonear, como Fermina le reclamaba que quería conocer al padre, ella le había dicho quién era.
El padre vivía a una cuadra de la casa. Fermina se había presentado ante él para buscar, sin apelar a legalidades, que la reconociera como hija. El le había contestado que no tenía interés en ser padre de ella y que, además, tampoco estaba seguro de si lo era o no. La madre tenía registrado que el rechazo del padre le había producido a la piba una herida terrible. Y que desde entonces se había hecho tan cocorita y peleadora. En las reuniones de familia, mucho giraba alrededor de acusarla. Lo hacían todos, la madre, los hermanos, las hermanas, los cuñados: que no era colaboradora, que no cocinaba nunca, que no lavaba, que era egoísta, que les robaba algún peso para tarjetas de celular, que se había ido de la primaria sin terminarla.
Los hermanos decían que era la protegida de la madre. La madre decía que el problema era que la chica andaba en malas compañías. Otra acusación era que se quedaba a dormir en la casa del novio: no era una crítica moral, sino que les molestaba que se quedara ahí para eludir las tareas de la casa. Los códigos de la villa no son los mismos que los de otros sectores sociales. El novio de Fermina era estudiante en la Universidad Tecnológica Nacional; venía de una familia de clase media baja, marginal a la villa.
Un día me pidió venir al confesionario. El “confesionario” era el auto del pastor, donde yo los atendía de a uno. Vino después de un día que la habían “gastado mucho”, según ella, y tanto el pastor como yo intervinimos para parar la cuestión. Fermina participó de esa reunión que era muy grande, ya que estaba muy acongojada porque el novio la había dejado, ergo, había llegado la hora de la venganza para los hermanos y hermanas que ahora podían burlarse y hostigarla. La categoría de “malos y buenos” no sirve en el intento de entender qué sucede en las villas. Tampoco la de lo justo y lo injusto. Era evidente que en la familia todos la envidiaban porque se mantenía rebelde, linda, y tenía un montón de muchachos cortejándola. Incluso era evidente –a ojos de quien supiera leer en esas aguas– que el hermano mayor, el preferido de la madre, arrastraba deseos eróticos por la adolescente.
Esa familia está fundada en una historia de incesto. La madre no tiene claro si la hija mayor fue fruto de incesto con el padre o con el hermano: en el campo, donde vivía, tanto el padre como el hermano abusaban sexualmente de ella. Para hablar de esa hija, dice “me la traje de...” y nombra la provincia de donde vino. Nunca nombra al progenitor.
Y aquel hermano mayor le mete los cuernos a Bruma, su compañera embarazada; sigue en esa pareja por el hijo que viene y no porque esté enamorado. Fermina lo sabe. El también fue algunas veces al confesionario, donde, para explicar por qué no abortar, decía: “Porque soy el padre y me voy a hacer cargo de mi hijo”. El padre de él y de otro hermano nunca se había hecho cargo de ellos.
Fermina, en su entrevista en el confesionario, en medio de llantos, me cuenta que la vuelven loca los hermanos, con sus acusaciones y burlas. Casi no toca el tema del novio. Cuando lo hace, dice que ella le buscaba pelea todo el tiempo a él, tal como hace con los hermanos y con el resto de la gente del barrio. Cuando habla de la ruptura con el novio, se reconoce peleadora; después, siempre se reafirma inocente. Se hace evidente, y se lo digo, que, tras la parada de que castiga, busca permanentemente hacerse castigar. Le recuerdo las quejas de la familia sobre su falta de solidaridad y me dice que no es cierto, que ella trabaja de niñera por 150 pesos por mes por cuidar, nueve horas diarias, a los hijos de una vecina que sale a trabajar de mucama.
En ese punto, la sorpresa: me dice que está cansada, que la familia la acusa de que sale a putear –o sea, a trabajar de prostituta–. Defendiéndose, me dice: “¡Prefiero putear que ir a limpiar los baños de las señoras!”.
Entonces recordé que su hermano mayor, en una discusión del grupo, cuando el pastor les había dicho que ellos trabajaban mientras los otros salían a robar, replicó: “Sí, ¿sabés cómo nos dicen en la villa a nosotros? Que somos los giles que laburan”. Se advierte la relación entre las que van a limpiar baños y los giles que laburan, por un lado, y por otro los delincuentes y las prostitutas. Ahí caí en la cuenta de que ella, de “putear”, hacía un blasón.
Para ella, “putear” no es un oficio. Tampoco es básicamente una cuestión de dinero. Le gusta el dinero, pero se trata de otra cosa. Se trata de que prefiere ser puta que ir a lavar los baños de las señoras. Para ella, otras serían giles pero ella no, ya que se animaba a ser puta en vez de limpiar baños.
Le señalé que entre mucama y puta había otras alternativas: mesera, empleada en una tienda, en un supermercado. Me contestó que no la tomaban para esos trabajos, lo cual era cierto. Ahí terminó la única sesión personal; nos separamos muy amistosamente. Siguió manteniendo conmigo un vínculo amable. Pasaba a mi lado y no me miraba con desprecio, me saludaba amable y respetuosamente. Pero no volvió nunca al confesionario, a pesar de algunas sugerencias mías y de la madre para que lo hiciera. Después pidió entrevista con una colega que actualmente me reemplaza en la villa (yo continúo en funciones de supervisión).
Intentemos una lectura conceptual de lo que se manifestó. Ese dicho y hecho, ser puta, le daba valor fálico, a diferencia de las otras, que quedaban en el lugar de restos, desechos, en el lugar de la mierda de los baños que limpiaban. Para ella, es un signo de distinción que le digan “sos una puta”. Lo descifrado en términos de que ella no quiere ser un resto, como las demás. Por eso pelean. En la villa, un rasgo fálico y de virilidad muy evidente es ser capaz, como ellos dicen, de bancársela. Si les quieren pegar, hay que defenderse; si no, en la villa se deja de existir, se pasa a ser el maricón del lugar. Dicho de otra manera, donde los bienes materiales escasean para atribuirse valores fálicos, éstos provienen de cómo se ponga en funciones y en riesgo el cuerpo propio. Las zapatillas, las gorras de marca son blasones secundarios cuando se contraponen a otros valores fálicos: por ejemplo, “si tenés o no huevos”. Y, en esta piba, si se anima a “putear” o no.
Cuando ella “putea”, su cuerpo no es un simple resto: es algo que los hombres desean y pagan. Completamente distinto al de las otras, que lo ponen para limpiar la mierda de las señoras y cobrar unos “pesitos”. En consecuencia, no es loco sino tributario de la razón fálica.
Claro, no es que esto sea así en todas las prostitutas. Estos pibes contaban de una, adicta al paco, que había parido una criatura y andaba por las casillas ofreciendo en venta al bebé por cinco pesos, para comprarse paco. Para esa chica la prostitución no tiene el mismo valor que para Fermina: ella es un desecho y el bebé es otro; nada tiene valor. Otro caso sufría, no por su profesión sino porque le iba mal con la familia. Se había enamorado perdidamente de ella, decía, una persona de mucha plata. Este hombre se quería casar con ella a toda costa, ella no. Quería seguir trabajando con él, pero no casarse. Su papá se enojaba porque no se casaba con ese hombre, ya que lo consideraba la oportunidad de su vida (la de él). Ella me dijo: “¿Se da cuenta? a mi padre lo único que le interesa es la plata”. Le dije, demasiado prematuramente: “¿A vos te interesa alguna otra cosa?”. Creo que eso la ofendió muchísimo. Mi error fue creerme que ella trabajaba sólo por dinero: ella también se restituía fálicamente haciéndose pagar para gozar con ella, por cadenas de hombres que la deseaban.
* Fundador de la revista Psyché.
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