Jueves, 14 de mayo de 2009 | Hoy
EL PAíS › MARTA SCAVAC RELATó EL SECUESTRO DE SU MARIDO, EL ESCRITOR HAROLDO CONTI
El relato de las seis horas que duró el operativo en la casa del poeta. La discusión de dos militares sobre qué hacer con el bebé de tres meses y la decisión de llevarse el televisor. Las amenazas, los golpes y la despedida.
Por Alejandra Dandan
“Yo sentí que si tenía alguna posibilidad de salvar a mi hijo era ésa”, le dijo Marta Beatriz Scavac al Tribunal Oral Federal 5. Dos militares acababan de discutir en su casa qué iban a hacer con su hijo de tres meses. “¡Es mío!”, decía uno. “¡No, es mío porque es rubio y blanco, se puede conseguir muy buena guita y esta vez me toca a mí!.” La ex mujer del poeta, escritor y periodista Haroldo Conti había presenciado minutos antes el secuestro de su esposo. “Quizá Dios, el destino o esa cosa extraña que tiene la vida –explicó– hizo que en ese momento uno de los dos militares de pronto viera el televisor que se habían olvidado de cargar.”
Scavac describió la noche del secuestro de Haroldo Conti en el marco del juicio oral de la causa contra el represor Jorge Olivera Rovere, jefe de la subzona Capital Federal y de cuatro ex jefes de áreas militares porteñas. Su relato se concentró casi exclusivamente en lo que sucedió durante las seis interminables horas del secuestro. “Dicen que cuando la justicia llega tarde no es justicia –dijo al final–, pero de todas maneras, dada la situación que atravesó nuestro país, qué bueno que llegó este momento.” Y agregó: “Esta circunstancia me llevó a perderlo (a Conti) y a pedir permanentemente ¿dónde están?”.
El 4 de mayo de 1976 ella regresó con Conti a su casa a la 0.05 después de una función de cine. Adentro los esperaban su hija de siete años dormida y el bebé de tres meses de los dos. Estaban juntos desde hacía cinco años. Conti había sido profesor de Literatura de Marta, a esa altura taquígrafa y trabajadora de la revista Crisis.
En esos días, alojaban a Juan Carlos Fabiani, a quien Marta presentó como alguien que necesitaba esconderse en su casa, como hacían otros perseguidos políticos. Marta se acuerda de todos los detalles, como si hubiesen ocurrido ayer. Señaló la preocupación insistente de los represores por el dinero, por los objetos que se iban llevando y los que dejaban destruidos. En medio de la embestida, encontraron, por ejemplo, un tarrito sobre la biblioteca donde ella había guardado unos doscientos pesos de hoy para el regalo de cumpleaños de Conti. “Me llamó la atención –dijo ella– la alegría que tenían cuando lo encontraron.”
En la casa, Marta detectó voces de cinco o seis personas. Ella estaba maniatada con corbatas y la cabeza tapada por dos camisas. Adentro la patota se dividió: unos con Conti y otros con ella. Durante varias horas no pudo escuchar a sus hijos. Los gritos del interrogatorio a Haroldo que llegaban desde el otro lado de la casa potenciaban su desesperación. “No me acuerdo tanto las preguntas sino el sadismo.” A ella la golpearon, la tiraron al piso, “me tiraron toda la ropa, teníamos unas campanitas de distintos países, me rompieron contra el cuerpo y cuando vieron unas boyas marineras que teníamos colgadas dijeron que eran una bomba: ‘Vamos a probar con la cabeza de ella’” Y la apretaron contra la pared. Le dieron nombres. Se enojaron porque no los conocía. Y se pusieron locos, dijo, cuando descubrieron en su cartera notas de taquigrafía.
“Eran apuntes de una nota que estábamos haciendo en la Isla Paulina del Delta”, dijo. “¿Qué es esto?”, le preguntaron. Ella se los explicó pero uno de ellos le advirtió que lo estaba tomando por tonto. “Fue agresivo y muy cobarde: me puso el taco arriba de la cervical, se retorcía en los huesos mientras me decía que mi cabeza iba a pasar rodando por la 9 de Julio.” Después de una nueva patada en el riñón derecho, intervino el que hacía de bueno. “Ya la voy a hacer hablar cuando la llevemos”, escuchó.
Enseguida, el otro la condujo a un cuarto para someterla psicológicamente. Desde que estaba con Conti, el escritor había escrito La Balada del Alamo Carolina y la novela Mascaró el cazador americano, impregnadas de su paso por Cuba. “Yo era una apasionada de la obra de Haroldo y lo ayudaba pasando en limpio los borradores y Mascaró está de alguna manera dedicada a mí, pero en la dedicatoria él no puso ‘para’ sino ‘con’ Marta, pero no es eso lo que creo que los molestó sino la novela.” El interrogador parecía un hombre formado, que sabía de letras; preguntó por la novela y le reprochó a ella haber ayudado. En ese contexto también preguntó sobre Cuba. Marta le dijo que también había estado en Estados Unidos, pero le respondieron que no era lo mismo, que “Cuba es un país comunista”.
Rompieron papeles y se toparon con la máquina de escribir. La muerte de una tía de Chacabuco, su pueblo, le provocó a Conti un sacudón emocional. Por eso se había puesto a escribir el último cuento que todavía estaba en la maquina. “Por favor, no lo rompa”, pidió Marta. “Le expliqué de qué se trataba ese cuento.” El papel quedó intacto en la máquina.
“Estamos en guerra”, le dijo un integrante de la patota. “`Y acá somos ustedes o nosotros y no hay que dejar siquiera la semilla`, me dijeron y eso no lo voy a olvidar nunca más.”
Pasaron horas, una persona le avisó que iban a llevar a Haroldo a un interrogatorio y volvían, pero ella pidió despedirlo. La llevaron a otro lugar, ella no veía nada pero de pronto sintió cerca la voz de Haroldo que le preguntó cómo estaba. “Y yo me desespero –dice– porque no puedo verlo y no puedo tocarlo, no me puedo acercar a él, le pregunto cómo está y me dice: ‘Estoy bien, no te preocupes’. A pesar de las dos camisas, yo tenía una parte de la cara descubierta. Haroldo me da un beso justo en ese lugar y en ese momento me di cuenta de que él no estaba encapuchado, y grito desesperadamente que no se lo lleven.” Uno la tiró contra la cama, le puso un arma en la cara y le dijo que se callara.
Escapó con sus dos hijos por una ventana. Consiguió un taxi para ir a la casa de sus padres y ese mismo día fue a la revista desde donde hicieron denuncias internacionales. Los medios locales no publicaron nada. Sólo lo hizo el Buenos Aires Herald. Días después, la mujer buscó al cura Leonardo Castellani, nacionalista y amigo de Conti, pero no consiguió nada del encuentro del dictador Jorge Rafael Videla con Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato. Lo mismo sucedió con la denuncia internacional de Gabriel García Márquez. Por lo que supo después, Conti pasó las dos primeras semanas en Campo de Mayo y luego lo llevaron al Vesubio. Un relato dice que Castellani alcanzó a verlo. Estaba mal, y le dio la extremaunción.
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