Jueves, 25 de noviembre de 2010 | Hoy
PSICOLOGíA › EL PODER Y LOS “VALORES RELIGIOSOS”
Por Florencia Elgorreaga
El artículo de Jorge Kury que apareció en esta sección la semana pasada, bajo el título “Siete demonios”, merece una reflexión. Las religiones, y particularmente las que más conocemos, la grecorromana y las diversas variantes del judaísmo y del cristianismo, en su estructura normativa y legalidad interna, han estado fuertemente asociadas con las estructuras de poder, con el status quo social (el propio Freud, en Moisés y el monoteísmo, observa: “Por esa época, las condiciones políticas de Egipto habían comenzado a ejercer poderosa influencia sobre su religión...”). Por ello, es pertinente analizar los preceptos religiosos de un modo que permita diferenciar lo que puede entenderse como universalmente humano de aquello que favorece y sanciona los privilegios y conveniencias de los sectores dominantes. Los mitos populares, por el contrario, muchas veces cuestionan y confrontan desde una perspectiva más afín a la experiencia cotidiana lo establecido por “las sagradas escrituras”: así la oposición entre Eva y Lilith.
Principalmente dos aspectos del artículo mencionado merecen a mi entender una segunda lectura: cuál es la metáfora que se esconde en Luzbel y qué entendemos por soberbia. El Príncipe de los Demonios, el ángel rebelde, actuaba bajo las órdenes de Dios pero quiso rebelarse, actuar por su cuenta con el concurso de otros ángeles, como él hastiados de la obediencia debida, por lo que fueron castigados por la terrible cólera divina y sumidos en el infierno (la leyenda dice que los más inocentes quedaron en tierra y son los duendes). Luzbel es ahora Lucifer, nombre que, por tradición, tal vez suene demoníaco, pero que es un antiguo y prestigioso nombre latino: “El que lleva la luz”, figura compleja y contradictoria, vinculada con la muerte y con las encrucijadas –como la diosa Hécate–, pero capaz también de alumbrar las sombras.
La resonancia cultural del portador de la luz no puede ser dejada de lado. La luz, las luces son aquello que se alza por sobre los misterios, lo que permite buscar el sentido de la vida y de la naturaleza y sostiene la investigación y la inteligencia humanas. Esta es la soberbia que no tolera Dios, cuya megalomanía inmutable exige adoración sin cuestionamientos. Es la soberbia de Prometeo, que roba el fuego sagrado para entregárselo a los hombres; es la decisión de Adán y Eva de comer los frutos prohibidos del árbol de la ciencia. Soberbio fue Espartaco, que se rebeló contra un orden que parecía inmutable. Soberbios Copérnico y Galileo, que no creyeron en la tradición geocéntrica, soberbios los que cuestionaron el derecho divino de los reyes. Soberbios son y han sido los científicos que buscan nuevas explicaciones a lo ya dado. ¿Qué soberbia mayor que la del psicoanálisis, que bucea en el interior de los seres humanos? Soberbios los artistas que buscan caminos no transitados, soberbios los revolucionarios que pretenden modificar el orden social injusto.
¿Algunos de ellos son además megalómanos? Seguramente, y ésos son los que pueden causar daños irreparables a sus causas. Pero la soberbia, dignidad colectiva de hombres y mujeres frente al poder y frente al destino, es muy diferente de la psicopatología individual del megalómano. No es casual que “soberbio” sea también un elogio –¡qué música soberbia!–. Es verdad, los soberbios rebeldes a veces terminan mal, porque la cólera terrible de Dios, del poder, de los sistemas establecidos, a veces es más fuerte. Pero, sin su desobediencia, estaríamos en un mundo detenido, en el fin de la historia deseado por los poderosos.
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