Jueves, 2 de diciembre de 2010 | Hoy
PSICOLOGíA › SíNTOMA PSICOSOMáTICO EN UN NIñO
Por Liliana Donzis *
Matías padece de psoriasis. Sus padres consultan a sugerencia del médico dermatólogo, quien supone que el niño está afectado por el fallecimiento del hermano mayor, ocurrido dos años antes de la consulta. Según el dermatólogo, Matías expresa en su piel la silenciada dramática familiar.
En las primeras entrevistas, los padres del niño relatan el accidente que había truncado la vida de su otro hijo. Con muy pocas palabras mencionaban que el niño se había caído al vacío, por el hueco de un tobogán. Situación inexplicable, producto, dicen, de lo incontrolable e hiperactivo que había sido el niño. Ni su llegada ni su partida habían sido esperadas; así como llegó, se fue; triste, oscuro, inquieto y callado. En cambio, con Matías todo fue diferente.
Ni los padres ni la familia ampliada –abuelos y tíos– supieron cómo comunicarle la tragedia a Matías, que tenía tres años. Con silencio pertinaz esperaban mejores días, o las preguntas que pudiera realizar el niño, para poner en palabras la situación. Hasta la aparición de la psoriasis y el consejo del pediatra, él no había recibido explicación alguna. La situación transcurría en silencio, sin palabras y sin historia.
La psoriasis fue –entre otras cosas– el modo en el que Matías trazó, a través de las marcas en la piel, a partir de lo renegado y rechazado por la familia, los signos de la vida y la muerte de su hermano.
Mientras tanto la muerte, lo indeseado, el duelo, el dolor y la angustia quedaban fuera de la vida cotidiana.
En las entrevistas con Matías advertíamos, en el juego y en sus relatos, que la piel era el límite, el borde en el que se figuraba una trinchera reveladora del sujeto. En sus juegos con personajes de guerra, soldados, muñecos, bolsas de arena, construía una obra donde la muerte y los muertos hablaban, peleaban, se tiroteaban. Si bien sus juegos eran violentos, con cierta agresividad entre pares, también eran divertidos y creativos. Y en más de una ocasión, refiriéndose a algún soldado muerto, aclaraba el tipo de muerte de la que se trataba: algunos estaban muertos y otros estaban “muertos bien muertos”.
¿Qué decía esa frase, “muerto bien muerto”? ¿Qué es para un niño la muerte? Más aún la muerte de un par, de un hermano. Hermano insepulto que, como Polinices para Antígona, requería un entierro y un acto ritual funerario que escribiera la defunción.
Para los niños pequeños, por una parte, la muerte no es permanente, es un estado transitorio, renegado y o ignorado, según razones de estructura y de la ligazón y separación al objeto. Según la constelación pulsional y el límite que la castración aporta, será la textura y el sentido que el fin y término de la vida tiene para cada quien. Desde ya que esta constelación estructural dejará consecuencias a los efectos de la tramitación del duelo. En los niños, el término de la vida y el duelo por las pérdidas está enlazado tanto a su constelación subjetiva como a la de los padres.
Para algunos niños el muerto está en alguna parte y ya volverá. El muerto está en el cielo, y puede enviar, o no, buenos augurios. Tuve ocasión de escuchar a un niño para quien los próceres de la patria por una parte estaban muertos pero también vivían congelados, duros y enyesados, en las estatuas de las plazas públicas.
Son los padres y parientes quienes transmiten la letra, la castración que guarda los ecos del carozo real de la falta. Ahora bien, cuando la castración no aporta eficacias por la vía del discurso y de la palabra, los niños pueden quedar desamparados y desamarrados del discurso. En el mejor de los casos, es el cuerpo el que propone, a través de padecimientos y otros efectos pulsionales, un tramo de letra que requiere de una lectura para su producción sintomática.
Si bien el duelo no prescribe en su efectuación, tomándose todo el tiempo que convenga al sujeto, la escritura discursiva para los niños tiene plazos de vencimiento: de lo contrario acontece por vía de la repetición, del acting out y del padecimiento: la puesta en acto de lo real donde cobra fuerza lo traumático.
Matías, hijo cuya filiación fálica era cierta para los padres, pudo evidenciar el silencio con un padecimiento doloroso, visible, que al mismo tiempo es un intento de subjetivación del trauma; transformando lo insabido en texto, el niño pone a cielo abierto la fantasmática materna y parental. Fantasmática no sin culpa por la defenestración del hermano muerto.
Este último era defenestrado, sacado del marco de la ventana, en vida, todos los días, por los padres. El niño triste, oscuro y por demás movedizo fue un cuerpo extraño a la lengua familiar y no pudo ser extraído de la misma sino en la eyección del pasaje al acto. Para el hermano de Matías no hubo falta propiciatoria y, quizás, se eyectó en el vacío.
De él no quedaron huellas, ni fotos, ni recuerdos. Los padres lo enterraron para que nadie recuerde el salto mortal. Olvidar lo inolvidable lo transformó en una vida sin vida, y en una muerte sin muerte ni duelo.
“Muerto bien muerto” fue el inicio de poner sentido al sinsentido.
El sujeto dispuesto al duelo, como Antígona que arrastra el pecado de sus padres, está en el lugar de quien debe atravesar la dura prueba de la falta. Si está muerto bien muerto, es enterrable, recordable.
Para Matías no se trata sólo de la lucha fratricida por el amor del padre, al modo de Abel y Caín, sino que deberá pagar un precio simbólico por el pasaje al acto de su hermano caído de los brazos parentales, caído desde su breve pero oscura historia.
Los efectos del pasaje al acto en los niños pueden poner de relieve la hostilidad de los padres. La condición de prematuración expone al infans a una dependencia estructural y estructurante del Otro, condición humana que nos hace sensibles a los ecos del decir de los padres, de quienes transmiten la lengua y que al mismo tiempo son soporte de diferentes identificaciones.
El trauma puede o no entrar en discurso: Freud calificó como trauma positivo o negativo a una u otra de estas alternativas. Tanto los excesos amorosos como asimismo los hostiles inciden a la hora de los padecimientos.
La clínica con niños da testimonio de hostilidades menos evidentes, del orden de lo cotidiano y de difícil elaboración. Entre padres e hijos observamos la instilación de odios, de productos no discursivos que muerden la estructura del infans.
El odio es de lo real, reniega de la diferencia y en ocasiones funciona como la injuria: ataca el cuerpo y lo esclaviza a un goce. Uno de los nombres de este odio es la crueldad. Fernando Ulloa solía plantear que se trata de un odio primordial que no se amarra a lo simbólico y que no hace par con la ternura que humaniza. La niñez se amasa entre estos odios y ternuras que deben enhebrarse al discurso: de lo contrario, producen padecimiento psíquico.
* Fragmento de un artículo que se publicará en el próximo número de Imago-Agenda.
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