PSICOLOGíA › UN ABORDAJE CLINICO EN LA PERSPECTIVA DE LA PSICOLOGIA SOCIAL DE ENRIQUE PICHON-RIVIERE

Los ataques de pánico en el marco de la crisis social

Una investigación basada en la teoría fundada por Enrique Pichon-Rivière procura relacionar la frecuencia de los ataques de pánico con la situación de “emergencia social” que se viene agudizando; además, precisa la definición de estas crisis personales.

Por María Dolores Galiñanes y Marta Hernández*

Nuestra experiencia personal y clínica nos ha enfrentado a la necesidad de dar respuestas a las llamadas “nuevas patologías” o “nuevas formas de expresión de viejas patologías” que se han incrementado en los últimos años y que con alta frecuencia se presentan en nuestros consultorios. En particular nos hemos detenido en el llamado “ataque de pánico con o sin agorafobia”. Consideramos que el efecto de la crisis contextual ocupa en él un lugar de privilegio. Es una constante encontrar en la bibliografía sobre el tema la incidencia que el factor ambiental juega en la aparición de las crisis, si bien esa incidencia es en general planteada como elemento externo al sujeto. Desde nuestra perspectiva –a partir de los desarrollos de Enrique Pichon-Rivière y los aportes de Ana P. de Quiroga—, el factor social es determinante en la configuración de la subjetividad. Como dijo Pichon-Rivière, “lo que está detrás de toda conducta enferma es también un conflicto social. El principal factor morbígeno es el social”.
Ese “enfermo”, ese “ser que sufre”, es portavoz, denuncia y porta, en forma particular, según el recorrido de su propia historia vital y vincular, algún o algunos aspectos de los conflictos sociales de su época. Tomando sintéticamente algunos conceptos trabajados por Ana P. de Quiroga, observemos que durante esta última década hemos asistido a la gestación del llamado “nuevo orden mundial”, la expansión universal del modelo capitalista hegemonizado por Estados Unidos. Acompañando a éste, se desarrolla el discurso de la “globalización”, apuntando a la supuesta desaparición de diferencias y fronteras, instalando un ilusorio “único mundo posible” y la “culminación de la evolución ideológica del hombre”. Estos cambios han gestado movimientos de dispersión social y procesos de fragilización y fragmentación subjetiva y vincular, dando lugar a numerosos síntomas patógenos y a procesos de intenso sufrimiento psíquico.
Quiroga ha observado que la agudización de la crisis nos ha expuesto a quiebres y discontinuidades que implican una ruptura de nuestra cotidianidad, generando intensas vivencias de confusión, incertidumbre y ambigüedad. Y que esta crisis adquiere la calidad de emergencia social. Es una situación límite, tiene un aspecto de peligrosidad en términos de desintegración. Está afectado el proyecto, tanto en su dimensión individual como colectiva, y puede darse una pérdida del sentido, de la visión del futuro.
La OMS, en 1997, planteó que estamos ante una verdadera catástrofe epidemiológica, en la que los desórdenes mentales representan el 12 por ciento de las causas de enfermedad en todo el mundo.
El trastorno de pánico es una categoría diagnóstica relativamente reciente, fue incluido formalmente en el DSM III, dispuesto por la American Psychiatric Association, en 1980 y retomado en el DSM IV en 1994. En 1992 la OMS incluyó este cuadro en su versión española denominada CIE-10 (Clasificación Internacional de Enfermedades, décima versión).
El Breviario del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de 1994 define la crisis o ataque de pánico de la siguiente manera: “Comprende la aparición temporal y aislada de miedo o de malestar intenso acompañada de cuatro o más de los siguientes síntomas, que se inician bruscamente y alcanzan su máxima expresión dentro de los primeros diez minutos. Los síntomas ordenados según la frecuencia estadística de aparición de mayor a menor son los siguientes: miedo intenso o pánico, taquicardia, sudoración, temblores o sacudidas, sensación de ahogo, sensación de atragantamiento, opresión o malestar torácico, náuseas o molestias abdominales, inestabilidad, mareo o sensación de desmayo, desrealización o despersonalización, miedo a volverse loco o descontrolarse, miedo a morir, parestesias (hormigueos o entumecimiento), escalofríos o sofocaciones”. “Para que exista un Trastorno de Pánico es necesaria la presencia de ataques de pánico recurrentes e inesperados y que al menos una de las crisis haya sido seguida, durante un mes o más, de uno o más, de los siguientes síntomas: inquietud persistente ante la posibilidad de tener más crisis, preocupación por las consecuencias o implicancias de la crisis, cambio significativo del comportamiento relacionado con las crisis.”
Según el psicólogo estadounidense David Barlow, la agorafobia (“temor a los espacios abiertos”) está presente en un 95 por ciento de los trastornos de pánico diagnosticados. La escuela de Estados Unidos, liderada por Donald Klein, afirma que la agorafobia es siempre secundaria al ataque de pánico, produciéndose una evitación progresiva que es condicionada por el estímulo aversivo generado por la crisis de pánico. Hoy se la define como el miedo a encontrarse en lugares o situaciones en los cuales no esté disponible una ayuda, en el supuesto de tener un ataque o en las circunstancias en que el escape resulte dificultoso, debido a restricciones físicas o sociales.
Las crisis de pánico pueden ser:
- completas o típicas (si presentan cuatro o más síntomas);
- incompletas o de síntomas limitados (con menos de cuatro síntomas).
Las circunstancias determinantes de su aparición se dividen en:
- Inesperadas o espontáneas: son aquellas en las que no puede detectarse un factor causal y ocurren típicamente el comienzo del trastorno de pánico; pueden repetirse en cualquier momento de la enfermedad.
- Situacionales: se desencadenan por la exposición a un estímulo atemorizante y aun por la anticipación del mismo. Además de ocurrir en el trastorno de pánico con o sin agorafobia, pueden darse en la fobia social y en el trastorno de estrés postraumático.
- Más o menos relacionadas con situaciones determinadas: ocurre a veces al exponer a la persona a estímulos potencialmente fobígenos (generadores de temor fóbico).
La edad típica de comienzo es entre los 25 y 30 años, o en la adolescencia tardía, una época que en nuestra cultura implica la transición, separación e independización y en la cual se tienen que asumir las responsabilidades de un adulto. Existen manifestaciones precoces como el llamado trastorno de ansiedad por separación infantil, que son frecuentes entre los antecedentes de los afectados.
Las tasas de prevalencia son mayores en las mujeres –tres de cada cuatro afectados son mujeres– así como en las personas separadas o divorciadas y en quienes han sufrido un distrés significativo como los vinculados con muertes cercanas, desarraigos, mudanzas, migraciones, abortos o partos recientes.
En el artículo “Inundados: las reacciones psicológicas ante el desastre” (en Psicología de la vida cotidiana, por Enrique Pichon-Rivière y Ana Pampliega de Quiroga) se plantea que el pánico es el emergente más significativo de una situación catastrófica. Si bien nuestra situación social no puede ser caracterizada en esos términos, entendemos que algunos de los rasgos que la definen como emergencia social están en el origen de la frecuencia con que este síndrome se presenta.
En aquel artículo, el pánico es definido como un conjunto integrado por temor, alarma, perplejidad, pérdida de control y de orientación, y va acompañado de los más variados síntomas psicosomáticos, que son el producto de la derivación al área del cuerpo de los miedos provenientes de la mente o de los peligros exteriores. Impide toda planificación adecuada y operativa. Esta tensión o estrés repercute sobre los sistemas defensivos orgánicos (homeostasis) y acarrea una disminución, a veces considerable, de todas las defensas orgánicas bajando el umbral de resistencia a las enfermedades. Se establecen vivencias de inseguridad, incertidumbre, descontrol y fantasías de destrucción que van más allá del peligro concreto. Ante la ansiedad que provoca la situación peligrosa, el mecanismo de defensa es la negación.
En los pacientes con pánico, el mecanismo de negación se hace evidente en la irrupción masiva y abrupta de la sintomatología sin conciencia de la problemática psíquica, y hay señales previas que aparecen en las tres áreas de representación y expresión de la conducta (mente-cuerpo-mundo externo).
A través de mecanismos de proyección, se produce un desplazamiento del peligro al área del cuerpo.
En el fragmento de una clase dictada por Enrique Pichon-Rivière el 2 de agosto de 1968 (publicada en esta sección de Página/12 el 28 de setiembre de 2001), se plantea que el pánico puede ser definido por la presencia simultánea del miedo a la pérdida y el miedo al ataque, con una intensidad tal que paralizan con desorientación total o fuga.
Familia pánica
La familia desempeña un papel muy importante en la configuración de los elementos disposicionales, ya que es allí, en ese contexto vincular primario socialmente determinado y significado, donde se realizan los primeros y más vitales aprendizajes.
Con frecuencia los sujetos que padecen este tipo de trastorno pertenecen a familias con rasgos de sobreadaptación y rigidez, que depositan en sus hijos expectativas de éxito, que esperan que los mismos superen sus capacidades, depositando en ellos su propio ideal de perfección, poniendo en juego mecanismos de desvalorización, con críticas excesivas y amenazas (explícitas o implícitas) de abandono. “Para el trabajo no hay horario, hay que estar siempre en actividad, hay que sacrificar todo”; “Por qué conformarse con 6 o 7 si podés sacarte 8, 9 o 10”; “Las cosas hay que hacerlas siempre bien, o no hacerlas”.
Estas familias ponen asimismo en juego mecanismos de sobreprotección, generando dificultades para asumir los riesgos propios de la vida. “Mamá empezó a trabajar: nos cuidaba una chica joven y una vez nos llevó a la iglesia y había un ‘croto’; mi hermana y yo nos asustamos y entonces mi mamá dejó de trabajar.”
Suelen no estar afectivamente disponibles, sin poder desplegar la función de sostén y contingencia necesaria para el desarrollo adecuado del psiquismo. Ponen en juego mecanismos de supresión o negación de sentimientos, tanto propios como del niño. “No puedo entender cómo estás cansado, si no hiciste nada”; “De lo que se siente no se habla”; “Cuando me dan ganas de llorar, me contengo, y siento angustia y opresión en el pecho”.
No permiten la construcción de una identidad propia. “Tengo que arreglarme más, ser más femenina para vestirme, así me dice mi mamá”; “Necesitaba una campera, me tenía que comprar la que quería mi papá”.
Viven en un clima de tensión y también de violencia. “Cuando era chica gritaban mucho, me daba tanto miedo que me encerraba en la pieza, no quería escuchar; papá ha roto platos, vasos, la estufa...”; “En un momento mamá se quiso ahorcar”.
Entre los antecedentes familiares, es frecuente encontrar en los padres trastornos de ansiedad y fobias. “Todos padecemos de miedos; uno: en la oscuridad pierdo el equilibrio y me ahogo; otro: no puedo usar los ascensores porque me descompongo; otro: sufro de vértigo, o miedo a las alturas”.
* Extractado del trabajo “Abordaje clínico del trastorno de pánico desde la psicología social pichoniana”, publicado en la revista Temas de Psicología Social, diciembre de 2002.

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