Jueves, 27 de diciembre de 2012 | Hoy
PSICOLOGíA › MUJERES SIN PAREJA Y CON óVULOS “CRIOPRESERVADOS”
La autora discierne una franja integrada por “mujeres de 35 a 40 años, con dificultades para formar una pareja estable”, que se proponen “criopreservar sus óvulos, por si la pareja a la que aspiran se demorara”. Es que, “según ellas, los varones no se comprometen y las relaciones no se consolidan”.
Por Irene Meler *
En el contexto de algunas psicoterapias psicoanalíticas en curso, varias mujeres jóvenes, cuyas edades oscilan entre los 35 y 40 años y cuyo motivo de consulta se relacionó con sus dificultades para formar una pareja estable y construir sobre esa base una familia, plantearon la posibilidad de criopreservar sus óvulos, y algunas de ellas efectivamente lo han hecho. Este recurso que ofrece el sistema médico está diseñado para resguardar la posibilidad de tener hijos que porten los propios genes, en el caso de que la construcción de la pareja a la que aspiran se demorara más allá del cese de su capacidad reproductiva.
Además de explorar el imaginario acerca de la conservación de óvulos, y de conocer el modo en que esta práctica médica afecta el cuerpo y el psiquismo de las pacientes, considero necesario reconocer que atravesamos por un período histórico donde la formación de parejas se encuentra muy dificultada en los sectores sociales medios, que han tenido acceso a la educación superior. Tomando datos disponibles, procedentes de España, al menos el nueve por ciento de las adopciones internacionales y el tres por ciento de los embarazos asistidos en ese país corresponden a madres solas: mujeres maduras con buen nivel educativo y con recursos económicos y vitales suficientes para mantener en solitario a sus familias.
Existe sin duda un malestar en las actuales relaciones de género entre jóvenes adultos. Las pacientes refieren que los varones con quienes se vinculan presentan actitudes de falta de compromiso, limitándose a llamados ocasionales para salir juntos y tener relaciones sexuales, pero sin establecer una relación que tenga posibilidades de consolidarse. Ellos suelen mantener relaciones paralelas que no ocultan, como sí lo hacían las generaciones anteriores. Agobiadas por la soledad, estas jóvenes entablan vínculos clandestinos con hombres casados, aceptan visitas después de medianoche y se involucran en relaciones intermitentes que les resultan frustrantes, sin atreverse a rechazarlas por temor a quedar privadas del contacto con los varones.
Mi impresión es que esta dificultad para establecer parejas ocasiona sufrimiento sobre todo entre las mujeres, mientras que los varones, al menos durante algunos años, la disfrutan. Ellos no se encuentran acuciados por el ominoso tic tac del reloj biológico, y confían en que, cuando decidan formar una familia, serán padres si así lo deciden. Mientras tanto, la diversidad de contactos sexuales, hoy accesible de modo casi irrestricto, les resulta, en general, más atractiva que un compromiso emocional que estiman prematuro. Por otra parte, la formación de parejas con mujeres más jóvenes que ellos está aceptada por la costumbre y, lejos de disminuir, se ha incrementado, de modo que pueden establecer una pareja estable después de los cuarenta años con mujeres menores en una década o más.
Ellas, por el contrario, pese a la modernización y a la liberación sexual, desean con frecuencia una relación con la que puedan contar y en cuyo marco les resulte posible elaborar proyectos conjuntos. Esto sucede porque persisten enclaves de una arraigada dependencia femenina respecto de estar en pareja con un varón. La presión social sobre las mujeres solteras es todavía muy fuerte y el escenario donde se pone en juego son las fiestas y eventos públicos como los casamientos, cumpleaños o aniversarios. Allí, la mirada de los otros evalúa de modo desfavorable a las adultas jóvenes que están solas, suponiendo que esto se debe a alguna dificultad subjetiva para cumplir con lo que es considerado como una meta evolutiva: formar pareja y familia. Aun cuando esta situación no se presente en la realidad, ellas la imaginan y sufren en consecuencia, llegando a desarrollar verdaderas fobias sociales en relación con esa soledad que parece evidenciar una carencia o un fracaso. Cuando los amigos van formando sus hogares y ellas aún no lo han logrado, su compañía se vuelve penosa y el sentimiento de humillación que padecen las incita a replegarse.
No sólo las aflige la presión social, sino que las mujeres suelen plantear mayores demandas vinculares, y las relaciones de intimidad les demandan un trabajo psíquico que los varones suelen destinar a los logros laborales. Esto sucede porque la exigencia que pesa sobre ellos consiste en que obtengan una posición económica y social que los ubicará en su contexto, en una especie de escalafón implícito, donde se les asignará un estatuto dentro del colectivo formado por los varones de su edad y condición social. De acuerdo con su desempeño, ellos se inscribirán en una masculinidad hegemónica o pasarán a revistar en los sectores subalternos del colectivo masculino.
Vemos entonces que, pese a las proclamas de paridad, la familia continúa siendo un imperativo social y subjetivo para las mujeres jóvenes, mientras que el trabajo aún mantiene su vigencia como ámbito para la puesta en juego de la masculinidad. Estas jóvenes a las que me refiero trabajan, y muchas veces lo hacen con éxito, pero no apuestan a ello la totalidad de sus energías o de su estima de sí. Los varones que les son contemporáneos forman, finalmente, familias, pero el eje de su proyecto vital pasa por obtener logros laborales, o en algún caso deportivos, pero siempre competitivos.
La censura sobre el ejercicio de la sexualidad prematrimonial, que durante el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX fue muy severa para las mujeres, ha caducado casi por completo. Las mujeres jóvenes de los sectores medios educados ejercen su sexualidad de un modo antes desconocido, porque gozan de una nueva legitimidad y, gracias a la anticoncepción moderna pueden librarse de los embarazos no deseados. La pandemia de sida ha remozado el uso del preservativo y, aunque ellas todavía se sienten inhibidas a la hora de reclamarlo, lo exigen cada vez más, y hasta lo ofrecen. Sin embargo, el supuesto tácito acerca de que una salida con un hombre incluye de modo inevitable e inmediato la intimidad sexual encubre nuevas formas de opresión asociadas con un dominio masculino que, si bien está fragilizado, se reestructura sin cesar.
Es conocido que los varones presentan con frecuencia una actitud de búsqueda compulsiva de encuentros sexuales, animados no sólo por el deseo, sino también por el imperativo de la performance, que permite un reaseguro acerca de su virilidad. Se observa que muchas jóvenes “liberadas” se someten a esta compulsión masculina, accediendo a una intimidad que les resulta a veces abrupta y prematura, con el propósito de agradar y ser aceptadas. Ocurre algo semejante con algunas prácticas sexuales, tales como el sexo oral sin reciprocidad, o el sexo anal, que cursan como aparentes indicadores de sofisticación y superación de inhibiciones pero que para muchas mujeres representan actos de servidumbre.
El acceso irrestricto a la intimidad sexual tiende a desvalorizarla, en especial para los varones, que, ante la amplia y variada oferta erótica, tardan mucho en realizar el pasaje entre el placer y el apego a un objeto de amor específico al que se atribuya características de unicidad. En algunos casos, este proceso simplemente no sucede.
No se trata de idealizar “los buenos y viejos tiempos”, y construir así un paraíso retrospectivo donde, supuestamente, reinaba el verdadero amor. El amor romántico constituyó una mistificación de la dependencia femenina y encubrió la vigencia de otras consideraciones, tales como el ascenso social, que era posible para las mujeres a través de la formación de pareja. Para los varones implicó la construcción de un reino privado donde han ejercido la jefatura, y la seguridad –siempre ilusoria– de una progenie legítima.
Pero cada período histórico se caracteriza por su modalidad específica de malestar cultural. Si la modernidad hizo padecer el dominio masculino, los roles sexuales rígidos y la doble moral sexual, los tiempos posmodernos se caracterizan por la soledad, el aislamiento y la desinserción social.
El sector de adultos jóvenes al que me refiero ha accedido a una formación educativa de nivel universitario y posuniversitario. Por efectos de la tercera revolución tecnológica, la oferta de trabajo ha disminuido de modo notable, mientras que el incremento poblacional progresa: las generaciones jóvenes enfrentan un mercado laboral donde deben competir intensamente para acceder a los escasos puestos de trabajo calificado y bien remunerado. Este tipo de ocupaciones se caracteriza por una demanda de tiempo y dedicación que ha sido denominada full life, ya que exige dedicar la totalidad de la existencia. Esta situación converge con la persistencia del tradicional imperativo de que sean las mujeres quienes cultiven los vínculos de intimidad. Pero estas jóvenes se han visto involucradas en fuertes exigencias y han padecido elevadas tensiones en sus tareas de responsabilidad. Debido a su obligada devoción al trabajo, muchas de ellas enfrentan, a mediados de su treintena, una escasez de redes sociales que dificultan conocer hombres de su generación para formar pareja.
Al mismo tiempo, en ese sector social, los requerimientos para obtener un nivel de vida considerado como adecuado o aceptable se han incrementado. Los varones de este sector suelen demorar la constitución de una familia para dedicar toda su energía psíquica a la carrera laboral. Como vimos, pueden hacerlo gracias a una particular combinación entre su especificidad biológica, que les permite conservar la fertilidad hasta períodos avanzados del ciclo de vida, y su dominancia social, que ha favorecido la erotización de las uniones asimétricas en cuanto a la edad, donde ellos pueden ser mayores que sus compañeras en más de una década.
En términos generales, cuando las parejas se establecen a edades más tempranas, si bien algunas pueden fracasar debido a la inmadurez, en otros casos se constituye un “nosotros”, una cultura, primero conyugal y luego familiar, que es parte de la identidad de cada sujeto. Promediando la treintena, los individuos posmodernos ya han formado su carácter y encuentran difícil integrar una estructura familiar con otro a quien pretenden, vanamente, asimilar a sí mismos.
Los sexólogos han acuñado el concepto de “guiones eróticos” para referirse a un conjunto de fantasías que orquestan expectativas recíprocas que van pautando el intercambio amoroso entre varones y mujeres. Estos guiones exceden en mucho el mero intercambio sexual y es posible ampliar el sentido originario de la expresión para referirlo a la totalidad de los vínculos de pareja, incluyendo los arreglos económicos y familiares. En otros términos, quienes hoy transitan por el comienzo de su edad adulta están actuando sin libreto, navegando sin carta de navegación, recorriendo territorios sin mapa. Es cierto, se han superado los límites estrechos del pueblo chico y el mundo abre posibilidades diversas, pero es fácil extraviarse y llegar a situaciones sin salida. La conformidad de otros tiempos oprimía pero también brindaba protección.
Dentro de las opciones hoy posibles, vemos que algunas mujeres se aventuran por un sendero en apariencia novedoso, que consiste en fabricar sus propios hijos. Si ellos se muestran esquivos y renuentes, ellas asumirán el proyecto de familia de forma individual. Esta elección es innovadora en lo que se refiere a las tecnologías en juego. En lo que se relaciona con los imaginarios, no hace más que reiterar una actitud nada infrecuente entre las mujeres tradicionales, consistente en una adaptación formal a través del matrimonio, donde el varón elegido no era más que el catalizador necesario para desencadenar el circuito reproductivo que haría, por fin, que ellas fueran madres. He encontrado, en algunas terapias de pareja, una conciencia masculina lúcida y alerta ante ese tipo de instrumentación al servicio de un proyecto narcisista de maternidad.
Las mujeres que congelan sus óvulos exhiben de modo manifiesto que éste es un proyecto individual. He planteado anteriormente (“Parentalidad”, en Género y familia, de Mabel Burin e Irene Meler, ed. Paidós) que el acceso a la parentalidad suele ser inicialmente narcisista y que la referencia al otro y a la unión de pareja tiene con frecuencia un carácter encubridor. Los óvulos en el freezer testimonian sin pudor la vigencia de este anhelo, que no consiste en tener un hijo con otro concreto elegido para tal fin, sino simplemente en ser madres. La ilusión de conocer un varón con el que puedan entablar una relación amorosa no es resignada pero, si este proyecto no llegara a concretarse, queda implícita la posibilidad de fecundar los óvulos preservados con semen proveniente de un donante, ya sea amistoso o anónimo.
Existe al interior del campo psicoanalítico una cierta repulsa, cuasimoral, hacia el narcisismo, y una elevada valoración de la capacidad amorosa de índole oblativa. Sin embargo, en la opción por la maternidad en soledad, de apariencia narcisista, es necesario percibir el anhelo de un vínculo, la demanda de amor implícita en esta creación, en apariencia omnipotente, de otro que será, de modo irremediable, ajeno, y nunca estará a la altura de los sueños de su creadora.
* Directora del Curso de Actualización en Psicoanálisis y Género (APBA y Universidad Kennedy) y codirectora de la Maestría en Estudios de Género (UCES). Texto extractado del trabajo “Solas a pesar suyo, madres por elección”, presentado en el marco del Foro de Psicoanálisis y Género de APBA.
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