Jueves, 27 de diciembre de 2012 | Hoy
Por Irene Meler
Esta generación de adultos jóvenes ha participado, de modo directo o a través de la experiencia de sus contemporáneos, en situaciones de disolución de las parejas de sus padres y de recomposición de nuevas uniones conyugales. El matrimonio indisoluble ha pasado a la historia, y la ganancia obtenida en términos de libertades individuales para los adultos ha dejado, como saldo inesperado, el padecimiento en la generación de los hijos. Los niños y jóvenes experimentan el divorcio de sus padres como un evento generalmente traumático, en tanto no lo han decidido y deben adaptarse a sus consecuencias. La pérdida de la convivencia con ambos padres, el clima de conflicto que en muchos casos se extiende durante años, las mudanzas, el frecuente descenso del nivel de vida, la exposición obligada a entablar vínculos de intimidad con otros adultos y a veces con otros niños, a los que sienten como intrusos, configuran experiencias penosas que suelen dejar secuelas psíquicas. En El inesperado legado del divorcio (de Judith Wallerstein, Julia Lewis y Sandra Blakeslee, ed. Atlántida), se describen dos tendencias entre los hijos de padres divorciados: muchos de ellos se repliegan respecto del establecimiento de vínculos de intimidad y se rehúsan a formar parejas de convivencia; otros se precipitan a establecer uniones impulsivas, reiterando fracasos que también los dejan en soledad.
Esta experiencia, si bien en nuestro medio no ha sido mayoritaria, ha teñido la percepción de toda una generación, que frente al compromiso emocional con otro adopta una actitud reticente y desconfiada.
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