Jueves, 29 de mayo de 2014 | Hoy
PSICOLOGíA › EN LOS JUICIOS CONTRA EL TERRORISMO DE ESTADO
Hay un testigo que no es cualquier testigo: el que fue víctima en los centros clandestinos de detención durante la dictadura y da testimonio ante la Justicia. La autora indaga acerca de la posición en la que, como sujeto, se ubica quien atestigua sobre lo inenarrable.
Por Fabiana Rousseaux *
“Testigo-víctima” es un concepto límite. Los juicios contra el terrorismo de Estado que se llevan a cabo en el país hacen que se ponga en juego esta categoría. Esto nos obliga a replantearlo y cuestionar el saber que sobre la figura de testigo-víctima porta el derecho penal. Consentir en utilizar la categoría de “testigo-víctima” para hablar de sujetos que atravesaron o fueron tocados, en cualquiera de sus dimensiones, por la experiencia concentracionaria, peca de convertirse en una rápida y rígida conceptualización que, si bien nos permite “hacer serie” con el discurso jurídico y sociológico, nos limita en cuanto a todo lo que dentro de esa categoría encontramos cada vez que escuchamos a un testigo. Si algo no podemos anticipar es con qué nos encontraremos cuando citamos a una persona, que se convertirá en un recurso del dispositivo judicial. En este sentido, quizá valga la pena hacer referencia a las condiciones sociales donde se desarrolló y tomó consistencia la figura del testigo en materia de crímenes de lesa humanidad.
Tal como plantea Elizabeth Jelin (Los trabajos de la memoria, Ed. Siglo XXI, Madrid, 2002), cuando, en el juicio a Adolfo Eichmann en 1961, los relatos de los sobrevivientes se convirtieron en la prueba fundamental de la existencia del Holocausto, allí “aparece el ‘testigo’ como elemento central del juicio, y a partir de entonces se instala lo que Wieviorka llama ‘la era del testimonio’, reproducida en escala ampliada en los años ochenta y noventa”. Sin embargo, esos testimonios, a pesar de haber sido escuchados y utilizados como prueba, no fueron suficientes para hacer existir el Holocausto. Como señala el historiador italiano Enzo Traverso (“Trauma, remoción, anamnesis: la memoria del Holocausto”, en Políticas de la memoria, tensiones en la palabra y la imagen, de Sandra Lorenzano y Ralph Buchenhorst, 2007), en torno de la remoción de la memoria del Holocausto: “No fue durante la guerra, cuando los judíos eran exterminados en las cámaras de gas, sino cincuenta años después, cuando el nazismo pertenecía ya a un pasado lejano”.
Es decir, no fue durante Auschwitz cuando existió Auschwitz, sino cincuenta años después, cuando el mundo estuvo dispuesto a escuchar lo que había sucedido. En el mismo sentido, Laub (en Jelin, E., ob. cit.) plantea: “Los testimonios no fueron transmisibles o integrables en el momento en que se producían los acontecimientos. Sólo con el paso del tiempo se hizo posible ser ‘testigo’ del testimonio, como capacidad social de escuchar y de dar sentido al testimonio del sobreviviente”.
En la Argentina, miles de personas portan en sus cuerpos la memoria de lo imposible. Frente al límite de la experiencia impensable, el lenguaje requiere un más allá de él. Las palabras no alcanzan para nombrar lo que hay que testimoniar. Por eso el testimonio de la experiencia concentracionaria, ese modo particular de narrar lo inenarrable, es siempre posible a condición de no extremarlo. La “maquinaria desaparecedora que devastó la identidad y el lenguaje” (Gatti, Gabriel, El detenido-desaparecido. Narrativas posibles para una catástrofe de la identidad, Ed. Trilce, Montevideo, 2008) produjo cuerpos marcados por efecto del límite transpuesto en la implementación del terrorismo de Estado, cuya metodología privilegió la clandestinidad como modo contundente de inoculación del terror.
Sin embargo, los testigos realizan un esfuerzo inmenso, al intentar no perder los detalles que puedan hacer pasar a la sociedad lo que sucedió en los centros clandestinos de detención (CCD). Esa sociedad que no es ni más ni menos que la destinataria del mensaje del Estado terrorista, que no es ni más ni menos que la dañada, la que continuó su cotidianidad con esa marca, con esas desapariciones, con esas apropiaciones de niños y niñas, todos ellos, nombres del horror impensable que retorna en cada hecho social actual. Quienes, como plantea Giorgio Agamben, viven de ser los testigos, en tanto ofrecen su testimonio cada vez que sea necesario a efectos de evitar el olvido, se convierten en autores; pero los lectores –es decir, quienes escuchan esos testimonios– estarán siempre en relación directa con el texto que se escribe: “El autor no es otra cosa que el testigo, el garante de su propia falta en la obra en la cual ha sido jugado; y el lector no puede sino asumir la tarea de ese testimonio, no puede sino hacerse él mismo garante de su propio jugar a faltarse” (Profanaciones, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2005).
Esto significa que en nuestro lugar de “lectores” del testimonio que produce cada testigo, somos convocados a la pregunta sobre la consecuencia ética de escuchar esos relatos. ¿Qué se hace con lo que se escucha? Nadie sale igual de allí, ni los jueces, ni los fiscales, ni los profesionales de la salud mental, mucho menos los familiares, los hijos, los compañeros que muchas veces escuchan lo ocurrido por primera vez en las audiencias.
Lo que se pone en marcha dentro del esquema “técnico” de los juzgados, en el momento del juicio, arroja sujetos subvertidos en su posición por las palabras que los tocan, pero también por los límites de éstas para enunciar lo irrepresentable. Porque poner a hablar al dolor extremo tiene sus límites. No podemos pretender ir más allá de lo posible.
Todos sabemos que los testigos deben atravesar las barreras del pudor para narrar –de un modo lógico siempre fallido– poniendo en juego su existencia de manera radical, asumiendo lo que Agamben define como una vida ética: “Una vida ética no es simplemente la que se somete a la ley moral, sino aquella que acepta ponerse en juego en sus gestos de manera irrevocable y sin reservas” (ob. cit.).
Contar y volver. ¿Cómo hacer para volver a la vida común luego de contar lo vivido en un centro clandestino de detención? ¿Qué decir luego de haber soportado lo que nadie siquiera imagina? ¿Cómo volver sin hundirse en ello? El llamado “campo de la victimología” nos arrastra rápidamente al terreno de la compasión y la piedad, como bien señala el psicoanalista uruguayo Marcelo Viñar en varios de sus textos, y nos pone de narices frente a nuestro propio límite ético de la escucha y el silencio.
¿Cómo advertirnos lo suficiente para no resbalar en el terreno pantanoso de la victimología “a secas”? ¿Será que, cuando una víctima se constituye como tal, entonces ya no se puede escuchar otra cosa? ¿Será la pesquisa de este hecho lo que llevó a sobrevivientes de varios genocidios a levantar sus voces para exigir ser escuchados como sujetos, es decir, como personas responsables? Así lo planteaba Primo Levi (Los hundidos y los salvados, Muchnik Ed./Ed. Biblos, Barcelona, 2000).
Jelin señala que “en un nivel histórico general, el exterminio nazi logró, durante su propio desarrollo temporal, convertirse en un evento sin testigos. Ni testigos internos –aniquilados en su capacidad de ser testigos frente a sí mismos– ni testigos externos. Había quienes captaban y denunciaban, quienes en el interior de los ghettos y los campos enterraban sus diarios y sus escritos. Lo que estaba ausente era la capacidad humana para percibir, asimilar e interpretar lo que estaba ocurriendo. El mundo exterior no logró captarlo y, en consecuencia, nadie ocupó el lugar de testigo de lo que acontecía. Podría decirse que los marcos interpretativos culturalmente disponibles no contaban con los recursos simbólicos para ubicar y dar sentido a los acontecimientos”.
En nuestra experiencia de trabajo nos topamos con que no todos los testigos llegan en similar posición respecto del acto de testimoniar.
Incluso, a veces arriesgamos algunas categorías en ese afán positivista de clasificar lo inclasificable de la experiencia para organizarla, y decimos que existen categorías de testigos. En verdad, se trata de nuestra propia tentación de intentar una traducción a esa posición subjetiva que asume quien decide enfrentarse al testimonio jurídico. Entonces, desde el afán clasificatorio, definimos algunos tipos de testigos:
a) Testigos que han dado declaración inmediatamente luego de su liberación en los CCD. Son los que muchas veces se denominan “testigos históricos”. Han aportado datos acerca de lo vivido por ellos en su cautiverio y sobre el funcionamiento de los CCD y han brindado testimonio en innumerables oportunidades.
b) Testigos que pueden relatar los hechos de acuerdo con lo que han vivido en tanto familiares de detenidos-desaparecidos, constituyéndose ellos mismos en testigos-víctimas, porque estos hechos han marcado sus vidas de modo radical.
c) Testigos que relatan lo ocurrido como compañeros de militancia o de trabajo, vecinos, etcétera, de detenidos-desaparecidos.
d) Testigos que habiendo integrado de modo forzado alguno de los circuitos concentracionarios como conscriptos, enfermeros o empleados de las morgues y cementerios, describen lo visto y oído.
e) Testigos-sobrevivientes o familiares directos que nunca han dado testimonio y lo hacen por primera vez, luego de tres décadas o más. Son testimonios nuevos que impactan por la estructura que recubre al relato en relación con la actualidad que cobran las palabras, una vez que éstas se ponen en marcha.
En todos ellos se juega el temor intenso de no recordar todos los detalles, debido a la cantidad de años transcurridos. La sacralización de la memoria, el mandato moral sobre la memoria intacta se torna un peso muy difícil de domeñar cuando se aproximan las fechas de juicio. Los testigos se sienten aprisionados entre el deber memorístico y las evidencias de los desfiladeros de la memoria, que siempre se articulan a un recuerdo, y los recuerdos se inscriben en una lógica temporal y subjetiva totalmente diversa a la temporalidad de los hechos históricos. Es por esto que los dilemas que se abren en este campo del testimonio, desde el punto de vista jurídico, son insoslayables.
Quisiera extremar aún más este punto y arriesgar una línea de análisis respecto de las razones por las cuales sería diferente pensar estos dilemas en el universo de los testigos-víctimas del terrorismo de Estado, y los testigos de otro tipo de delitos. Y la primera respuesta es que allí el Estado es el responsable del delito. Esta ligazón entre Estado y delito cambia de raíz las coordenadas del sentido. Esta obviedad del discurso tiene una consecuencia directa y es que el Estado debe reconocer su responsabilidad en todos los actos en que sea posible, tal como lo determina la legislación referida a la reparación integral de las víctimas, es decir, “la plena restitución, lo que incluye el restablecimiento de la situación anterior y la reparación de sus consecuencias...” (Nash Rojas, Claudio, Las reparaciones ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ed. Universidad de Chile, 2004). Los juicios que en la actualidad se sustancian en la Argentina son un pilar central para la reparación de la memoria dañada y de los efectos devastadores sobre lo social, razón por la cual se hace imprescindible abrir el debate acerca de los tradicionales mecanismos de administración de la Justicia, en los cuales la figura del testigo es central.
Esta concepción hace que un tratamiento del testimonio y del testigo, por exceso técnico, termine ofendiéndolo, ya que deja de ser reparador al ubicar al testigo-víctima del terrorismo de Estado bajo las mismas disposiciones que a cualquier otro testigo. Por ejemplo, cuando se lo cita a declarar a través de una notificación policial o cuando se le advierte que cualquier cambio, contradicción o incoherencia en su testimonio puede ser leído como incurrimiento en falso testimonio.
Una testigo, en días previos a su declaración, expresaba: “Es impresionante lo que dispara una palabrita nueva, parece que todos los recuerdos se trastrocan y me da miedo que ahora que me enteré de este cachito de verdad que desconocía, se me desorganice el testimonio y trastabille cuando tenga que hablar”. Cabe aclarar que este “cachito de verdad” al que se refería era saber por primera vez en qué centro clandestino de detención había estado su hermano desaparecido hace treinta y dos años.
En otra audiencia un testigo declaró que en esta oportunidad iba a relatar hechos que serían divergentes de una declaración efectuada hacía varios años, dado que en ese momento el recorte que él había podido realizar era totalmente distinto al reconstruido en la actualidad, ya que a medida que pasaban los años iba ampliando esos hechos a partir de testimonios de otros sobrevivientes con los que se iba encontrando. Eso lo llevó a aclarar frente a la jueza que aquel testimonio aportaba un dato que no coincidía con el actual testimonio.
No podemos soslayar que las situaciones de clandestinidad (mecanismo privilegiado de la implementación y eficacia del terrorismo de Estado) y el “tabicamiento” (se mantenía a los detenidos-desaparecidos con los ojos vendados) de los detenidos-desaparecidos hacía difícil el reconocimiento de sus lugares de detención y de sus torturadores, por lo cual la memoria apela a otros mecanismos y se enriquece a medida que con los años se restituye la memoria colectiva del horror vivido.
Por otra parte, existe la suposición muy arraigada, y a veces sostenida por los profesionales de la salud mental, de que el simple hecho de hablar alivia el dolor sufrido. Basta pensar en las experiencias de Bruno Bettelheim, Primo Levi, Paul Celan, entre muchos otros, que luego de destinar años de su vida a escribir y buscar sentido a sus existencias luego de la experiencia del campo, se suicidaron. Mariano Horenstein (“Psicoanalizar después de Auschwitz”, en Docta, Revista de Psicoanálisis, Córdoba, otoño 2008), advierte que “los recuerdos pueden hacer enloquecer”.
En un sentido estrictamente psicoanalítico, lo traumático es aquello que retorna y está ligado a la repetición: no se refiere tanto al hecho en sí, sino a la imposibilidad de nombrarlo. Y el problema de la verdad guarda una relación directa con quien la enuncia. El testigo es hablado por su verdad, ya que el intento de transmitir la experiencia insondable a través del lenguaje es siempre fallido.
Como sabemos, toda ética se liga a una estética, que podemos nombrar como el velo necesario ante el horror. El vacío que bordeamos con palabras para intentar suturar lo imposible de nombrar hace que debamos detenernos frente a eso. No podemos empujar a un sujeto a nombrarlo todo a cualquier precio. Esta prudencia cobra un estatuto singular en la clínica atravesada por los derechos humanos, en el trabajo con sobrevivientes y, en particular, en lo tocante al problema del testimonio.
Nos toca escuchar el grito del síntoma e introducir a veces el silencio, sin que ello signifique callar. En todo caso el silencio está sostenido en una ética (Fonteneau, Françoise, La ética del silencio. Wittgenstein y Lacan, Ed. Atuel/Anáfora, Buenos Aires, 2000) que Wittgenstein propone pensar como el punto donde nos enfrentamos al lazo del hombre con el lenguaje pero también a sus límites. Sin este límite no podemos crear las condiciones para volver a ligar lo que el terror dejó congelado, porque allí se juega la posibilidad de reestablecer un derecho al sentido.
Treinta años después, no se trata de demostrar los hechos sino de producir un sentido de lo ocurrido. Es decir, que además de la producción de verdad surja un sentido, que es el derecho aún negado a los sobrevivientes.
* Psicoanalista. Directora del Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa, dependiente de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Fragmento de un texto publicado en el cuadernillo “Acompañamiento a testigos en los juicios contra el terrorismo de Estado. Primeras experiencias”.
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