Jueves, 11 de septiembre de 2014 | Hoy
PSICOLOGíA › EN LOS ORíGENES DE LA APTITUD CREADORA
El autor rescata la capacidad para estar en silencio como una virtud fundante de la subjetividad, pero también del “estar con el otro sin sentirse invadido”. Esa aptitud, fundada en las primeras experiencias de jugar solo, pero en presencia y bajo el cuidado de un adulto, podría ser la base para la posibilidad de crear.
Por Luis Vicente Miguelez *
Es reconocido el carácter antitético del silencio: podemos hablar de un silencio opresivo o de un silencio tranquilizador; de un silencio condenatorio y de otro absolvente; de uno altanero y de otro sumiso; de uno que reprueba y de otro que aprueba; de un silencio glacial y de otro amistoso y tierno. El silencio puede expresar sentidos antitéticos, sin que nos sea fácil determinar cuál es el que se manifiesta en un discurso. En su aspecto positivo, el silencio determina una atmósfera de estar con el otro sin sentirse invadido, con su espacio interior a resguardo. Se trata de la preservación de un vacío que no es llenado de palabras vacías. Este vacío también es esencial en toda creación. En muchos relatos de artistas, ellos manifiestan que se nutren de ese lugar vacío. Al conectarse con ese lugar vacío, cuando se establece un contacto afectivo con esa zona de silencio interior, se produce algo del orden de lo creativo. Conecta con lo primario, fuente de resonancia de aquello que, sin palabras, preside, en lo más profundo, las relaciones con los otros. Es decir que es un puente con lo que no puede ser traducido, y deberíamos abstenernos de llenarlo rápidamente de palabras.
Poder tolerar el silencio está asociado con la capacidad de estar solo sin entrar en angustia. Donald Winnicott le dio relieve a este concepto, subrayando que se trata de una capacidad, y planteó que es una adquisición temprana del individuo, y se ocupó de las consecuencias psicopatológicas del fracaso en la adquisición de esta capacidad. Este logro temprano se va a convertir, en el adulto, en la posibilidad de relajarse, de alcanzar la disponibilidad para el repliegue, para sentirse reposado en silencio.
Winnicott presenta esta adquisición de manera paradojal. La capacidad de estar solo comienza con la experiencia del infante para jugar solo en presencia de su madre. Winnicott contrapone este jugar con la obligación de responder constantemente a estímulos externos, a demandas de los padres. Y en esto sitúa la génesis de lo que va a denominar el falso self. Ya antes Sándor Ferenczi había puesto en relieve la repetición de una escena onírica a la que nombró “el sueño del bebé sabio” que observaba en pacientes muy perturbados por una sobreexigencia padecida desde muy temprana edad. La escena onírica repetida consiste en un bebé que habla y no sólo puede hablar sino que sabe lo que le pasa a la madre y lo que le pasa al padre y así provee soluciones a problemas domésticos. Ferenczi observa que el bebé es situado como el psiquiatra de una madre depresiva e interpreta esos sueños como la realización inconsciente de una fantasía de reparación fallida, la de curar y curarse de la depresión materna.
Entonces, el adulto podría lograr un estado de relajación placentera si de niño pudo vivenciar el jugar solo en presencia de su madre. Esta presencia no ha de ser intrusiva: hay alguien disponible pero sin exigir nada al infante. Un estar sin invadir. Esta experiencia constituiría la base de la confiabilidad y de la amistad adulta. Podemos inferir que el poder estar solo implica la presencia intrapsíquica de un Otro confiable. Exactamente lo contrario a lo que ocurre en el sentimiento de desolación.
A partir de esta experiencia de jugar solo en presencia de la madre, el infante llega a ser capaz de prescindir de la presencia real de ella. Se ha hablado de la madre introyectada o de la madre ambiente o de ambiente interno. También podemos hablar de la madre como estructura. Si pensamos en la palabra “mamá”, podemos advertir que pasa de ser un llamado a constituir una estructura intrapsíquica.
Con la capacidad de estar solo el sujeto va adquiriendo la posibilidad de permanecer durante un tiempo en un estado en el que no hay ninguna orientación, tolerando lo no integrado de su posición sin tener que estar respondiendo a estímulos externos ni tener que sostener activamente intereses y realizar acciones dirigidas. Winnicott comenta que se prepara así el escenario para que acontezca una “experiencia del ello”. Se trata de adquirir la aptitud para permanecer en un estado no integrado; soportar el no tener una conducta dirigida, una orientación determinada hacia la búsqueda de objeto. La capacidad de estar solo sería un marco donde las sensaciones o impulsos se experimentan como reales y se convierten en una verdadera vivencia personal.
Esto se emparentará con las experiencias que hacen que un sujeto se sienta real. Se escucha a menudo en los consultorios el lamento de pacientes que dicen que lo que les sucede no lo viven como real; tienen la sensación de que la propia vida es ficticia, irreal. Vemos que este sentir puede asociarse con la exigencia, en la primera infancia, de responder compulsivamente a los estímulos externos, satisfacer prematura e insistentemente a las demandas parentales, ser el bebé sabio de Ferenczi. Por el contrario, la experiencia de ello constituiría un verdadero acontecer personal.
Para Melanie Klein (“Situaciones infantiles de angustia reflejadas en una obra de arte y en el impulso creador”), la creación es, fundamentalmente, reparación: reparar el objeto amado dañado, destruido, restaurarlo simbólicamente, darle carácter simbolizante, es decir, asegurarse de su realidad psíquica. Reparando el objeto, el sujeto se repara a sí mismo. Elliot Jaques (“Muerte y crisis de la mitad de la vida”) dijo que lo que impulsa al genio creador no es lo mismo en la juventud y en la edad adulta. Mientras que en la adultez se trata más que nada de la reparación del objeto, la creación en la primera juventud tiene más relación con fantasmas vinculados con el despedazamiento y la persecución. Es válido resaltar que el proceso de creación oscila entre dos polos, entre la destrucción de sí y la destrucción del objeto, entre la persecución despedazadora y la depresión, entre el caos psíquico y la muerte. Al tomar la oscilación entre esos dos polos, se introduce otra cuestión con la que el sujeto se las tiene que ver: la creación se vería afectada por la acción de la pulsión de muerte tanto respecto del objeto como en relación con el sujeto.
La intervención corrosiva de la pulsión de muerte se reconoce en el hecho de que casi siempre el creador duda de su obra –es mala, sin valor, puro delirio personal, no sirve para nada– como si intentara aniquilar la creación en el huevo. Ahora, ¿cómo se sale de esto? Porque efectivamente algunos salen y otros no. De qué manera se sale de ese momento en que la creación, la producción de algo nuevo, se ve amenazada por ese fantasma de destrucción y de aniquilación del objeto y de sí mismo, afectada por el superyó que dice: no sirve, es malo, no continúes, es puro delirio.
Lo que Winnicott denominó “madre suficientemente buena” es, a mi entender, lo que garantiza la experiencia de omnipotencia primaria sin la cual la realidad externa se impondría como un mentís a la capacidad creadora del bebé. Es la condición para que éste pueda hacer la experiencia de que lo que le es dado, en este caso el pecho, es también creado por él; habitar la paradoja donde lo creado no es ni ciertamente propio ni ajeno. Esta es la condición para que el espacio transicional, lugar de la creación, tenga lugar.
A partir de entonces quedará habilitada la posibilidad de la enunciación de un “dale que”: el del jugar infantil –“dale que la silla es un auto”–. Lo pienso como gesto creativo primario y metáfora de toda creatividad. Que más tarde ese “dale que” encuentre eco, que haya al menos un otro que lo sostenga, el interlocutor válido, el amigo leal, esto hará que resulte posible el acto creador. Cuando Freud vacilaba sobre lo que estaba inventando, temiendo que se tratase solamente de un delirio, se encontraba con un amigo fiel, Wilhelm Fliess, y gracias a ese “público de uno”, como él lo llamaba podía hacer lugar a decir: “Dale que la neurosis es producto de la represión de los instintos sexuales”. De otro modo, el “dale que” puede ser destruido en su origen.
Ahora bien, para producir ese “dale que”, ya no para alojarlo sino para generarlo, debe actuar una falta. Debe producirse la experiencia primaria de inadecuación del objeto al deseo, que es la primera condición del juego; esta falta de adecuación fue denominada como la inadecuación felizmente irremediable de la huella con el pie que la forjó. En un juego, una silla no sirve para jugar mientras solo sirva para sentarse: para entrar en la ronda del jugar debe quedar vacía de sentido, abierta a nuevas significaciones. “Dale que la silla es un auto”: hay un proceso de pérdida, el objeto no es idéntico a sí mismo, es inadecuado para cubrir la huella, pasa a ser lo que metaforiza el deseo.
Conjuntamente a esta pérdida, deberá estar asegurada la experiencia de omnipotencia que atañe al don. El don es esa capacidad que la madre suficientemente buena posee de dar lo que no tiene: de dar a su hijo la posibilidad de recrear el pecho. Donar el don es el acto materno por excelencia. Cuando más tarde o más temprano alguien acepta ese “dale que” como válido, o sea, sostiene un espacio de satisfacción compartida, el objeto creado quedará más a resguardo de los ataques internos destructivos. En estos procesos que conciernen al duelo y a la creación se juega la pérdida de una ilusión, a inscribir de manera diferente de la pesadumbre melancólica por lo que no se tuvo, por lo que se perdió, diferente de la queja narcisista por un amor que no fue. Pasaje en fin, de una posición de goce autoerótico a una posición sostenida por el deseo.
* Textos extractados del libro Herramientas psicoanalíticas, que distribuye en estos días ed. Letra Viva.
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