SOCIEDAD › HUYERON DE BURUNDI Y AHORA VIVEN EN UN PUEBLO SANTAFESINO

Historia de dos polizones

La guerra entre tutsis y hutus se llevó a sus padres y los echó de Burundi. Vagaron por Africa hasta que un día se escondieron en un barco sin saber que venía a la Argentina. Los siete primeros días sólo tomaron agua. Los dejaron en Santa Fe y ahora viven con los Sanabria, la familia que les dio refugio. La increíble historia de John y Benardo.

 Por Horacio Cecchi

Benardo despliega con más frecuencia la sonrisa. Intenta llevar la palabra. Parece más extrovertido. Su hermano, John, es de escuchar. Adopta una postura especial: apoya sus codos sobre sus rodillas, inclina la cabeza y con sus largas manos abraza su nuca rapada, y cada tanto suelta unas palabras, mezcla de inglés y algo de español. “The life in Bujumbura es difícil”. Preguntar, qué se les puede preguntar que no resulte banal, después de diez años de escapar de Bujumbura, su ciudad natal y capital de Burundi, huyendo de la guerra entre etnias, huyendo de los tutsis, habiendo atravesado de cualquier forma Zaire, Mozambique, Sudáfrica; después de haber trepado como polizones a un carguero en Ciudad del Cabo, y pasado siete días alimentándose sólo con agua, en la sala de máquinas, en un espacio de 4 por 4 con el agua del mar hasta las rodillas. Ahora, en el diminuto pueblo de Alvear, 30 kilómetros al sur de Rosario, albergados por Francisco Sanabria y familia, esperando por su status legal de refugiados, pueden soltar una sonrisa. Pero, por momentos, se nota cuando una casi imperceptible película oscurece sus ojos. Entonces, sólo el silencio es capaz de transmitir lo que recuerdan o piensan.
La vida en Burundi no es fácil. Especialmente desde que se separó de Ruanda y desde que se desató abiertamente el enfrentamiento tribal entre la etnia minoritaria y dominante de los tutsis –no constituye siquiera el 15 por ciento de la población– y la golpeada mayoría de los bantúes –la tribu de los hutus–. Si en Ruanda los hutus lograron sacudirse el yugo tutsi al comienzo de los 60, en Burundi ocurrió todo lo contrario: los tutsis, que manejan el gobierno y el ejército, mantuvieron el control a costa de palo y fuego. Cientos de miles de muertos en cada enfrentamiento. “Too much war”, intenta describir Benardo.
Hasta 1989, la suerte de Benardo y John fue esquiva. Como hutus, llevaban la peor parte en el reparto. Vivían con sus padres, una hermana y cuatro hermanos, en la capital Bujumbura, a orillas del lago Tanganica, de lo que proporcionaba el humilde taller mecánico paterno. Pero en 1989 la suerte dejó de ser esquiva para perderse casi definitivamente: se desató una de tantas persecuciones, de la mano de los tutsis. Benardo, de 15 años, y John, de 13, lograron huir, dejando atrás la muerte de sus padres, y una familia que jamás volverían a ver.
Desde entonces, vagaron por Africa, viviendo de la venta ambulante de ropas, zapatos, chucherías, pidiendo acá y allá, trepándose a cuanto camión los levantara. Atravesaron Zaire, Mozambique, llegaron a Sudáfrica, donde se instalaron por un tiempo en Johannesburgo, y finalmente pasaron a Ciudad del Cabo. A principios de setiembre del año pasado, como habían hecho durante los últimos diez años de su vida, hicieron de una puerta abierta una oportunidad de destino desconocido: treparon a un carguero de bandera panameña anclado en el puerto sudafricano.
–¿Lo habían planeado? –preguntó en inglés formal Página/12.
–No, no, fue así –responde Benardo, y da un chasquido de sus largos dedos.
Seven days, only water
Destino, Argentina. Ni Benardo ni John sabían que existía. Muchos menos el puerto de General Lago, a unos 40 kilómetros al sur de la desconocida Rosario.
La lengua materna de los hutus de Burundi es el swahíli. Jumatatu, Jumanne, Jumatano, Alhamisi, Ijumaa, Jumamosi, Jumapili son los nombres de los días de la semana, empezando por el lunes. Siete, como en casi todo el mundo. Pero para Benardo y John, esos siete días tienen un sentido particular, que va más allá de cualquier sentido del calendario.
–¿Cómo se alimentaron?
–Seven days, only water. Cuatro palabras para describir sus primeros siete días de tránsito como polizones, ocultos en un habitáculo de 4 metros por 4, debajo de la sala de máquinas, alimentándose con only water, de unas botellas que tomaron prestadas del puerto, racionando el agua dulce, mientras el agua de mar les llegaba a las rodillas. Aunque John no lo dice, la experiencia aún persiste con sus marcas en su cuerpo: el frío del agua quemó las plantas de sus pies hasta tres centímetros de profundidad y aún hoy sufre dolores al caminar.
Al octavo día, y ya no recuerdan, y qué importancia tiene si fue Jumatatu o cualquier otro, se presentaron en cubierta porque ya no quedaba una gota de agua potable y porque el agua de mar amenazaba con llevarse lo que quedaba de ellos. El carguero era de bandera panameña. Ni Benardo ni John sabían una palabra de castellano. Ni falta que les hacía: la tripulación era filipina. El swahíli estaba de más. Se entendieron balbuceando inglés de cada lado, aunque no sirvió de mucho. Durante el resto del viaje, que llevó en total un mes, los alimentaron con alguna sobra, pan y agua. A principios de octubre, después de avanzar por el Paraná, el carguero llegó al puerto de General Lagos. “No los quiero ver más. Bajen”, ordenó el capitán. Y los hermanos bantúes quedaron depositados en tierra argentina sin otra cosa que las mismas ropas que llevaban puestas desde que habían partido de Ciudad del Cabo y cuatro pies que habían perdido la sensación del suelo. Era el 6 de octubre de 2001. Once días antes, Moohmed Baldé, liberiano, de 13 años, había desembarcado –es un decir, se arrojó al agua– en el puerto de San Lorenzo (ver aparte). De la historia de su par supieron, pero más tarde.
En lo de los Sanabria
La búsqueda de ayuda no fue sencilla. Durante tres días, Benardo y John vagaron por Lagos, Villa Gobernador Gálvez hasta llegar a Alvear, un pueblo de 2500 habitantes. No siguieron la ruta que une las tres poblaciones con Rosario. No tenían por qué seguirla, porque ni siquiera sabían dónde dirigirse en su ir a ninguna parte, pidiendo ayuda en inglés, para que alguien en la Argentina de los cacerolazos se detuviera a brindar ayuda a dos hutus, derruidos, malolientes y completamente desorientados. Caminaron diez kilómetros por un camino interior, de tierra, lejos del asfalto como un reflejo de protección y supervivencia. Caminar es un decir, apenas podían posar las plantas de sus pies, se ayudaban apoyándose contra los árboles o lo que hubiere, de a ratos gateando.
Francisco Sanabria trabaja en su horno de ladrillos. Todos los días, desde las cinco de la mañana hasta las ocho de la noche, para nada. “El año pasado, durante todo el año, gané 1200 pesos”, dice. Y están su esposa Graciela; Patricia con Mario, su marido, y su hijito Agustín, el nieto de don Francisco; Verónica; Javier; Darío; Ezequiel y Pablo. Cada uno aporta lo que puede con sus changas. Pero toman la vida como les fue dada: los Sanabria son testigos de Jehová.
Ese día, don Francisco se apareció como de costumbre por el horno, a unos cinco kilómetros de su casa. Y sin saber de hutus, bantúes ni burundíes, se encontró con Benardo y John, sentados debajo de un árbol, justo frente a su horno, como si lo hubieran estado esperando. El hambre puede más que el miedo. No es difícil rogar con los ojos, cuando hay desesperación. El inglés, que don Francisco recién ahora está aprendiendo, no hizo falta. “Me di cuenta por los gestos que me hacían.”
El delante y los dos hermanos, muy despacio, detrás, recorrieron a pie los cinco kilómetros hasta llegar a la casita de los Sanabria. Después, don Francisco corrió a la FM del pueblo. “Yo estaba de operador ese día a la mañana –recuerda todavía Gustavo Lascano, de 23 años (“la misma edad que Johnnie”, dirá más tarde)–. Vino Sanabria a avisar que había encontrado a dos chicos, que parecían africanos, que parecía que habían venido en un barco, que estaban muy mal, que si había alguien que los podía ayudar”.
Estaban aterrorizados
Gustavo sacó el mensaje al aire y tuvo sus repercusiones: igual que cuando llegó el chiquito liberiano a San Lorenzo, los 2500 habitantes de Alvear comenzaron a desfilar por la casa de los Sanabria. Llegaron incluso desde Rosario. Después de terminar su trabajo, al mediodía, Gustavo se fue para lo de los Sanabria. Allí estaban, los dos recién llegados, devorando milanesas, guisos, pan y cuanto hubiera que estuviera al alcance de sus dientes blancos.
Después, siguieron los pasos legales: había que dar señas a la autoridad. Avisaron al destacamento del pueblo y la policía, a su vez, informó a Prefectura, quien puso al tanto a Migraciones. Por la tarde, el patrullero del pueblo se dio una vuelta por lo de los Sanabria. Cuando llegaron los uniformes, a Benardo y John se les cayó el alma que apenas empezaba a recuperarse. Agacharon la cabeza, intentaron mirar para otro lado. “Estaban aterrorizados”, dice don Francisco. Los venían a buscar para el interrogatorio de Migraciones, que tendría lugar en el destacamento.
Pero un pueblo es un pueblo. Y allí todos se conocen. Gustavo se trepó al patrullero con los dos chicos. “No problem, no problem”, intentaba calmar el instinto de supervivencia alimentado con recuerdos. El interrogatorio duró cuatro horas. Después, Benardo y John estuvieron de regreso. Ese día, y aún hoy, los espacios se repartieron como pudieron. A los diez habitantes de la casita se agregaron Benardo, de casi 1,90, y su hermanito Johnnie, diez centímetros más pequeño. Se corrieron mesas, se movieron camas, se inventaron catres donde no había nada.
Asante sana, o sea, gracias
Es inimaginable para un porteño, habituado al ruido, a las luces y sirenas, al humo y a esconder la futilidad del vértigo, comprender lo que representa para la mansedumbre de un pueblo de 2500 habitantes, que no alcanza al rango de intendencia y debe administrarse como comuna, donde las tardes son todas iguales, que un buen día se aparezcan dos muchachos africanos, de piel tan bruñida que la oscuridad es clara, que arrastran una historia no completamente saldada, pero que se lee en sus ojos tan blancos como sus dientes y se entienden en inglés, un idioma no extendido en Alvear, por no hablar del swahíli. “Con los refugiados –dijo a este diario Leandro Zaccari, representante en Rosario del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados–, no ocurre lo mismo que con los migrantes. Es como si a la gente les provocara compasión y los ayudan.”
Tal cual la definición de Zaccari, el pueblo entero aportó su ayuda. “No hay día que pase que no les regalen algo –dice Sanabria–, unos pesos para despuntar el vicio porque los dos fuman, que los inviten a pasear, a dar vueltas por ahí”.
Entre los Sanabria, Benardo y John son tratados como hijos. “El otro día me preocupé porque volvieron muy tarde”, dice Graciela. Pablito, el más chico, de 12 años, es el más compinche. Abraza a John, le dice vaya a saber qué cosas al oído, gasta alguna broma a Benardo. También desde Rosario, un hombre de unos 40 años, Osvaldo, los pasa a buscar para llevarlos de paseo por la ciudad. Gustavo Lascano los lleva todas las tardes a la radio o a su casa, a escuchar música. “No sé si se querrán quedar –dice Gustavo–. Acá no tienen trabajo, están acostumbrados a vivir en una ciudad. Si se van, va a ser un golpe duro. Los voy a extrañar mucho”.
Entretanto, Benardo y John esperan por su status de refugiados (ver aparte), buscan trabajo –Benardo sabe de mecánica y a John le tira el comercio–, esperan, aunque nunca se sepa qué. Hay momentos, en que sobre su sonrisa franca se cruza un velo imposible de traspasar. En esos momentos, sólo ellos saben de sus sueños o recuerdos.

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John y Pablito, el menor de los Sanabria, en la casa de Alvear, Santa Fe, donde ahora
viven los hermanos.
 
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