SOCIEDAD › OPINION

El Titanic como metáfora

 Por Juan Sasturain

El naufragio del Titanic ha dejado muchas marcas en la cultura del siglo. Hay varias novelas, bestsellers con hipótesis variadas, bastante humor negro, historias policiales ambientadas a bordo, algún memorable chiste antisemita, o sobre el antisemitismo (¿Qué fue lo que pasó? / Fue un iceberg. / ¿”Aisberg”? ¡Un judío tenía que ser!), e incluso una expresión coloquial convertida en transparente alegoría de uso habitual: “Acá estamos, bailando en el Titanic”.

También hay un par de interesantes y polémicos textos no literarios del ducho Joseph Conrad sobre el suceso, recogidos en Notas de vida y letras, y por lo menos dos películas que vale la pena ver sobre la tragedia: la de Cameron, que se reestrena ahora, oportunamente, con su pareja y su música tan alevosas como eficaces; y otra que vi de pibe, en los cincuenta: La última noche del Titanic, inglesa de la Rank, con el siempre impecable Kenneth Moore de oficial, con pulóver blanco de cuello alto, y un selecto racimo de náufragos... Una película chiquita, conmovedora y sin morbo.

Todo eso es bastante conocido. Lo que no lo es tanto, es un extraordinario poema épico –entre otras cosas– del multifacético alemán Hans Magnus Enzensberger publicado en 1978 que se llama precisamente El hundimiento del Titanic y que es una verdadera obra maestra. Como en el caso de The Wreck of the Deutchland, de Gerard Manley Hopkins, el episodio del naufragio es el disparador y de algún modo el pretexto para construir un texto que largamente lo trasciende.

A Enzensberger, nacido en 1929, lo conocíamos desde fines de los sesenta y seguimos conociéndolo sobre todo como el filoso ensayista –autor de Detalles, de Política y delito, e incluso de un libro de divulgación sobre las matemáticas– cuya obra ha ido traduciendo habitualmente Anagrama. Pero –lejos– lo que más nos gusta es su poesía. Con limitaciones, claro, porque no es fácil lidiar con el alemán. Pero, como en el caso de Brecht, el contenido narrativo, el humor, el sarcasmo y el prosaísmo allanan el camino y posibilitan disfrutarlo en buenas traducciones.

En castellano, un idioma que conoce bien –tradujo a Alberti y a Vallejo, suele ir regularmente a España– se han publicado, entre otros libros, el clásico Poesías para los que no leen poesías, el notable Mausoleo y Lengua del país. En el caso de El hundimiento del Titanic, lo leímos en una colección cuadradita de Plaza y Janés, dirigida por Ana María Moix, barata y accesible, de fines de los noventa. Fue una revelación.

El larguísimo poema –son más de cien páginas– está dividido en 33 breves cantos que remiten, como se puedo sospechar, al Dante, que suele asomar a lo largo del libro, acaso como modelo de autor de un libro-poema narrativo y alegórico. Con una estructura abierta y flexible que posibilita el uso de diferentes materiales, Enzensberger –que usa sin aviso todo lo que le sirve– se mueve en varios planos: primero el hundimiento puntual del Titanic y sus avatares, narrados / descriptos con sutileza de observador capcioso; después, las nada inocentes circunstancias de la escritura inicial (y perdida) del texto en la Cuba revolucionaria –el poema está fechado La Habana 1969-Berlín 1977–; y finalmente las reflexiones, especulaciones últimas, ya de regreso al literal y metafórico invierno europeo, sobre ambas instancias puntuales: el hundimiento del barco que “simboliza” los sueños capitalistas, la idea misma del progreso simbolizada en aquel navío legendario echado a pique, y el otro naufragio, el personal, el de las esperanzas políticas, ideologizadas y en retroceso.

Sin ser desmesurado / desaforado como el Pound de los Cantos, Enzensberger consigue dar cuenta –a partir de un aparatoso accidente de tránsito marítimo, a partir de la experiencia de una primavera revolucionaria marchita– de un universo de injusticias, contradicciones y desgarros genuinos y convincentes. Con algunos de los mejores versos de su tiempo y circunstancia, el alemán –vertido al castellano no casualmente por el excelente e incómodo cubano Heberto Padilla (¿se acuerdan de Cortázar y del “Caso Padilla”?)– es el escritor contemporáneo que mejor ha sabido dar cuenta de un silencioso cataclismo, devenido naufragio ejemplar: “Eso fue sólo el principio. / El principio del fin / es siempre discreto”.

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