Sáb 30.03.2013

SOCIEDAD  › OPINION

La ciudad en disputa

› Por Fernando D´addario

Mientras los ciclistas eran carne de cañón y chivo expiatorio de las disfunciones de tránsito de la Ciudad de Buenos Aires, la “gente” los miraba con una mezcla de simpatía y compasión. Según la marca de la bicicleta, el tuneo del ciclista o el barrio por el que transitaban podían ser vistos como: románticos ecologistas, indigentes sin una moneda para tomarse un bondi o chicas palermitanas en plan “vida sana”.

Pero bastó con que se los incorporara oficialmente a la jungla urbana a través de ciclovías –ese maquillaje utilizado por el gobierno porteño para esconder la ausencia absoluta de inversión en el sistema de transporte– para que se los empezara a mirar con recelo. “Ocupan todo un carril y no tenemos por donde pasar”, se quejan los colectiveros (¡!), viejos patoteros del asfalto acostumbrados a llevarse el mundo por delante. “Se nos cruzan todo el tiempo”, alegan los taxistas (¡!), infractores seriales resentidos contra cualquier anomalía que incordie su itinerario, porque es sabido que la Ciudad les pertenece. “Son los dueños de la calle”, protestan los automovilistas (¡!) con la soberbia herida de una casta ingobernable, súbitamente sometida a la invasión silenciosa de los ciclistas.

Lo que une a todos los detractores, como inconscientes entidades corporativas –más allá de las particularidades ideológicas de quienes las integran– es la intolerancia a cualquier incorporación de derechos que les pase por el costado y corra ligeramente las coordenadas del medio pelo argentino. Salvando las distancias: como aquellas doñas Rosas que –aun cobrando la jubilación por amas de casa– se quejan de los beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo, o como esos vecinos “que toda la vida pagaron sus impuestos” y ponen el grito en el cielo cuando les construyen viviendas sociales a un kilómetro de sus casas; así, los ciclistas, que cada día van okupando más calles porteñas, son vistos como una amenaza. Es la amenaza de los débiles, que cuando levantan la cabeza molestan a los históricos dueños de Buenos Aires. Ahora para colmo se organizan.

Lo que está ocurriendo en estos días con el colectivo Masa Crítica es subsidiario de esta lógica. Con un matiz: Masa Crítica no termina de asumir la connotación política de su presencia en las calles. Prefiere presentar a sus integrantes como cándidos respiradores de aire puro que se juntan para promover el uso de la bicicleta.

La agresión del taxista fue, en ese marco, el exabrupto de un demente antes que el resultado natural de una ciudad enloquecida. Ellos se defienden de los ataques que provienen de las buenas conciencias mediáticas (que se solidarizan con los agredidos pero puntualizan el “autoritarismo” de los ciclistas) diciendo que no bloquean las calles, que no obturan el tránsito, que no son, por el amor de Dios, piqueteros. De algún modo lo son, aunque no quieran mirarse en ese espejo. Las bicicleteadas bajo la luna llena también son actos políticos, que proponen una concepción superadora (más placentera, práctica, sana y barata) de la vida urbana. Para llamar la atención se juntan y copan las calles. Como cuando Barrios de Pie corta la avenida Rivadavia a la altura del Congreso para pedir planes sociales, como cuando los caceroleros interfieren el tránsito en Santa Fe y Coronel Díaz para quejarse del cepo al dólar, el respeto al semáforo en rojo y a la libre circulación es una norma básica de respeto en una sociedad organizada, pero no es una Verdad Suprema a la que deban supeditarse todas las otras verdades. Se trata de derechos en estado de tensión permanente. Masa Crítica salió a gritar su verdad. Que cada cual se haga cargo de la parte que le toca.

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