SOCIEDAD › HISTORIAS DE EMIGRADOS QUE DECIDIERON VOLVER
Cuando la tierra tira
Partieron huyendo de la crisis y hacia una vida mejor. Algunos no consiguieron trabajo. Otros sí, pero la nostalgia se les hizo insoportable. Son historias de los que vuelven.
Formaron parte de la última emigración argentina. Son algunos de los que huyeron de la malaria económica traspasando las fronteras nacionales en busca de algo mejor. Sin embargo, por diferentes razones que mezclan lo laboral y lo afectivo decidieron volver a la Argentina, errantes, aunque convencidos de la necesidad de escuchar nuevamente el acento familiar. “Los días se me hacían cada vez más largos y por las noches no podía dormir. Y aunque trabajaba todo el día, no podía dejar de pensar en la gente que quiero y en lo lejos que los tenía. Así fue que a los pocos meses, tan rápido como decidí irme, opté por volver”, cuenta Daniel Smerilli, apenas regresado de Estados Unidos. Su relato podría resumir la historia de muchos de los “retornados”. Según los expertos, si bien la ola migratoria ha alcanzado niveles mayúsculos, no se trata en general de una migración definitiva.
“Cuando un argentino que vive en el exterior viene de paso te dice que el país es una porquería y que no hay como vivir afuera, pero cuando te lo encontrás allá confiesa que extraña muchísimo y que daría todo por vivir en Argentina.” Lo afirma José Luis, quien en abril del año pasado, con 38 años y un divorcio a cuestas, alquiló su casa de Palermo Viejo, vendió su auto y viajó a España, soñando con “un trabajo estable y un salario razonable”. “Hasta el 98 fui vendedor de bijouterie al por mayor, pero en uno de mis viajes por el interior me robaron la mercadería y tuve que renunciar”, comenta. Y agrega: “A partir de ese momento, trabajé como remisero, sin papeles y con un sueldo muy magro”. Pero en Madrid su situación no fue muy diferente: sólo consiguió trabajos en negro y muy mal pagos, “que acá no estaría dispuesto a hacer, como lavar copas en un bar”. Unos meses más tarde y con poco dinero en sus bolsillos, José Luis se mudó a Galicia a la huerta de unos tíos abuelos, donde se dedicó de lleno a los trabajos de campo. “Me sentía muy triste y solo. De día cuidaba gallinas para colaborar con mis familiares y de noche sólo dormía. Los gallegos son muy tradicionales y sus costumbres no tienen nada que ver con las de la gente de las ciudades.” Así fue que a fines de noviembre de 2001 una combinación de factores le sirvió de excusa para volverse: “Vine a acelerar el trámite de la visa, pero también y principalmente a ver a mis amigos y a hacer lo que me gusta, como ir los domingos a la cancha o comer asados en familia”. “Hoy soy un desocupado más y me amarga no conseguir trabajo, pero la verdad es que no tengo ninguna intención de dejar el país, salvo como turista.”
Otro caso similar es el de la familia Smerilli, que tuvo que separarse hace exactamente un año, cuando Daniel, de 45 años, padre de Guillermina, de 14, y marido de Elsa, de 43, decidió cambiar su Beccar natal por Coral Springs, en el estado de Florida, en Estados Unidos. “Me harté de que en el trabajo me bicicletearan con el sueldo, de las deudas que no nos dejaban respirar y de la situación del país en general que te dejaba sin esperanzas”, dice Daniel. Pero ya en el solitario viaje hacia el país del Norte, Daniel aseguró haberse cuestionado la decisión. Tal fue su angustia que en el trayecto sufrió una descompensación. “No podía dejar de pensar en mi familia y en cómo tuve que despedirme de mi hija, debí apartarla de mí a la fuerza para que me dejara ir.”
Daniel estuvo siete meses en Coral Springs parando en la casa del hermano que vive allá desde hace 15 años. “El me dio trabajo y algunos amigos que tengo allá me apoyaban anímicamente, pero igual me sentía muy mal. Además, aunque hacía buena plata y enviaba bastante dinero a mi esposa, los horarios de trabajo eran agobiantes, de lunes a jueves casi no dormía y no tenía un sólo día de descanso”, comenta, y confiesa haber llorado más de una vez a causa de las distancias. “No todo lo que brilla es oro, y Estados Unidos brilla demasiado para los extranjeros ilegales como nosotros”, repite como una constante. Así fue que un día de setiembre del año pasado, luego de haber aprendido el oficio de limpiador de alfombras y de comprar las máquinas y productos de limpieza necesarios para trabajar, desoyó las recomendaciones de su hermano para que sequedara y se volvió. Hoy se siente feliz. Sus ingresos siguen siendo irregulares y escasos, pero la sonrisa de su hija y la compañía de su mujer pueden más. “La salida no es Ezeiza, eso es lo que aprendí en mis días lejos de casa.”
Jorge y Marina Gaggero son hoy un matrimonio de desocupados. Tienen más de 30 años y esperan un hijo. “Queríamos que fuera argentino. No sé lo que nos dirá sobre nuestra decisión cuando tenga 20 años, pero nosotros estábamos convencidos de volver”, comenta a Página/12 Jorge. La pareja se fue a Los Angeles a comienzos de 1998 aprovechando una beca de Jorge para realizar un master en Bellas Artes con especialización en cinematografía. Ya desde un principio la estadía les fue difícil: “Yo tenía que trabajar en negro porque con los números de la beca era imposible vivir y mi mujer no conseguía trabajos relacionados con lo suyo –ella es ingeniera agrónoma–, por lo que trabajar le significaba un peso más que un placer”, asegura Jorge. Sin embargo, como dicen ellos, el peor momento es el de la adaptación, “después uno se acostumbra y empieza a planificarse la vida allá”. Pasados unos meses, comenzaron a disfrutar de las facilidades laborales y de lo que definen como “un sistema de vida que más o menos funciona”: “Yo ganaba en experiencia y Marina estudiaba paisajismo y trabajaba en un estudio”.
Así pasaron los casi tres años que duraban la beca y el “training” que ésta incluía, y los Gaggero, al igual que cuando se fueron, comenzaron a preguntarse por su proyecto de vida. “En la balanza contrapesamos la carrera que estábamos haciendo allá con las ganas que teníamos de estar con nuestra gente y en nuestro país y, finalmente, después de un año de estirar la estadía, nos vinimos”. Ahora el matrimonio vive en Núñez, sin ingresos fijos, pero con la tranquilidad que da “el estar cerca de los seres queridos en estos momentos de crisis”. “Hubiese sido más angustiante enterarnos desde la distancia cómo nuestros familiares y amigos sufrían”, se consuelan.
Las historias de Nelson Pérez y Laura Olivieri, de Lorena Azurmendi y de Gonzalo Monzo, todos jóvenes de entre 20 y 25 años, también aparecen dentro de las de los “retornados”.
Nelson, de 22 años, y Laura, de 24, son una pareja de novios de Saavedra que en febrero de 2001 se fueron de vacaciones a Barcelona y pasados los 21 días planeados decidieron quedarse. “Estábamos entusiasmadísimos, conseguimos trabajo rápido gracias a unos familiares que tengo allá y con lo que cobrábamos nos alcanzaba para vivir bien. Además, la vida allá es muy tranquila, no andás con miedo pensando que te pueden robar”, comenta Nelson. Pero cerca del cuarto mes, la angustia de estar lejos de su familia comenzó a atormentarlo y convenció a su novia de que lo mejor era volver. “Sentía un hueco en el pecho que no me permitía pensar en otra cosa, y pasé muchas noches llorando, hasta que ella me entendió y en octubre nos volvimos”, explica Nelson. “Además, veíamos que los argentinos que se fueron allá en la época de la hiperinflación seguían trabajando como mozos y no progresaban, y no queríamos eso para nosotros”, dice él.
Lorena también pasó por Barcelona, después de haber visitado Madrid. Con sus 21 años, viajó sola el 31 de diciembre pasado, en principio de vacaciones, pero con la idea de quedarse “a ver qué pasaba”. “Me fui con tanta bronca que no quise pasar ni Año Nuevo acá”, dice ella, y agrega, sobre su experiencia en España: “No la pasé nada bien. Busqué trabajo como camarera pero no conseguí, y terminé desaprovechando las vacaciones y gastando casi toda la plata que llevé sin disfrutarla”. “Al final, volví al mes con la carga de no sentirme bien ni allá ni acá.”
Y está también Gonzalo, un marplatense de 23 años para quien el viaje a Miami no significó otra cosa más que “desarraigo”. “A pesar de que encontré un laburo similar al que hacía acá –trabajó como vendedor en una agencia de autos– y ganaba bastante bien, el hecho de quedarme solo allá me resultó insoportable y al mes me volví.” Gonzalo volvió treinta días después que Leandro, Martín y Luciano, los amigos con los que se había idoque no consiguieron trabajo estable. “Extrañás todo de tu país. A tu novia, a tu familia, a tus amigos, pero también a las cosas más insignificantes de tu vida cotidiana”, asegura, y dice preferir “las caras largas de los argentinos al jolgorio de Miami”, “aunque no sé bien por qué”.
Producción y textos: Darío Nudler