SOCIEDAD › OPINION

Billete a la Luna

 Por Leonardo Moledo

Billete a la Luna
Te espero en el espacio, corazón
si es que me voy primero
para pagar tu ticket, corazón
no faltará el dinero
Bolero suborbital, G. Rodríguez Fontevecchia.

Hace escasos años, Menem prometía un vuelo suborbital a Japón; hoy, de acuerdo con su discurso visionario –y en la misma cuerda neoliberal– se inauguran los viajes suborbitales privados. Es de suponer que cada vez más baratos, y que es sólo el principio: habrá más tarde vuelos orbitales, transorbitales, a la Luna y a las estrellas, cada turista/astronauta munido con el correspondiente billete.
La verdad es que era de esperar. Tarde o temprano, todo, salvo la riqueza, se masifica. Al fin de cuentas, el ferrocarril, al masificarse, inventó el turismo, y el avión creó el turismo internacional masivo. ¿Por qué la tecnología de los cohetes no habría de producir el turismo espacial? Era sólo cuestión de tiempo.
Lo cierto es que, hace treinta y cinco años, al alunizar, la NASA completaba el ciclo iniciado por Galileo cuando en 1610 se convirtió en el primer terrícola que miró la Luna (a través de un telescopio, claro está), y auguraba la conquista del sistema solar, el viaje a las estrellas y el Imperio Galáctico; la carrera espacial no solamente era un barómetro político, sino que, además, tenía el aliento de la saga y la aventura. El viaje a la Luna marcó el cenit de la aventura tecnológica, el nec plus ultra de la ingeniería. Pero también la culminación de una visión utópica y expansiva de la historia, abierta a lo grande y lo absoluto, en la que todo era percibido como una frontera en expansión, como una aventura necesariamente colectiva y pública en la que una gran nación (los Estados Unidos, la entonces Unión Soviética) se unía detrás de un gran objetivo.
Pero la lógica histórica estaba cambiando; aquel ideal empezó a sufrir los primeros achaques del anacronismo, y a ceder ante el ideal de la gran empresa que sustituye, como agente histórico, a la nación: la aventura del espacio, tal como estaba planteada entonces, no cuajaba del todo en el orden neoliberal que los Estados Unidos impusieron al mundo. Era demasiado cara, la Luna era percibida como el colmo de lo público, con veleidades de unicidad.
En realidad, era solamente cuestión de tiempo que el espacio empezara a ajustarse a la economía imperante en la aldea global. Así como la guerra se privatiza mediante empresas que aportan mercenarios y se encargan del engorroso problema de los seguros, así como las cárceles se privatizan y generosas empresas se encargan del problema de la delincuencia, así como el peligro se privatiza y se vende al menudeo, ya sea en su forma más basta de montaña rusa, o más sofisticada de turismo aventura, el viaje al espacio, por ahora suborbital, no tenía por qué sustraerse a esta tendencia general y dejar de dar sus tímidos pasos hacia la privatización, hacia el viaje individual (o familiar), hacia esa apropiación kitsch del viaje llamada turismo. Al fin y al cabo, siempre, históricamente, a los conquistadores siguieron los comerciantes y luego los consumidores.
Hace no mucho, el multimillonario estadounidense Dennis Tito pagó una fortuna por ver a la Tierra desde el espacio. La nave recién probada, por lo visto, abarata costos, y pronto podrán utilizarla millonarios de segunda línea, y hasta la revista Hola podrá inaugurar una sección que muestre a la aristocracia europea partiendo. Seguirán sin duda bodas en el espacio, y hasta programas de televisión estilo Gran hermano que se desarrollarán en órbita. Porque este vuelo, y este programa es para vuelos suborbitales, pero, obviamente, es sólo el principio.
Y en verdad, ¿qué tiene de malo? El “viaje”, al fin y al cabo, no es algo intrínsecamente público. El abaratamiento de este tipo de trayectos, tal vez, hará que la visión de la Tierra desde afuera, si bien al principioserá cosa de millonarios, esté al alcance de mucha más gente. Es verdad que en ese camino se convertirá de ideal, o de fantasía en producto, en mera mercancía, pero... ¿por qué no? Lo mismo ocurrió, con indudables ventajas, y por poner dos ejemplos, con las vacaciones y los libros.

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