SOCIEDAD › EL DIA DEL PADRE EN UNA DE LAS FAMILIAS DE LAS VICTIMAS DE CROMAÑON
Ausencias
Laura Bello cumpliría hoy 15 años. Su padre, Rogelio, acusa el doble impacto. Su madre quiere homenajear a todos los padres que perdieron a sus hijos en la tragedia de Once.
Por Eduardo Videla
Laura había planeado con anticipación, junto a su familia, cómo celebraría hoy su cumpleaños de quince. Tenía reservado el salón de fiestas soñado, la lista con más de cien invitados, y había sugerido a sus padres que, como regalo, contratara a la banda Callejeros. El sueño de Laura quedó trunco en el infierno de Cromañón. Con la misma prolijidad obsesiva con que preparaba aquella fiesta imposible, María Ester, la mamá de Laura, se esmera en conservar una parte de la historia familiar que quedó como congelada: el libro de Harry Potter y la orden del cáliz, con el señalador inmóvil en la última página leída, los esmaltes y los peluches y una zapatilla sola, sin par, tal como quedaron en la habitación. La memoria de Laura está especialmente presente hoy, pero no sólo por el cumpleaños que no fue: es el Día del Padre y la casa estará habitada por el mismo dolor que afligirá a otros, que también perdieron a sus hijos en Cromañón.
“Va a ser un golpe duro, pero para mí el golpe va a ser doble”, dice Rogelio Bello, el padre de Laura, y la voz se le quiebra sólo de imaginar ese momento, que todavía no ocurrió, o aquel momento que soñaron juntos (el de la fiesta) que nunca sucederá. “Era la menor de cuatro hijos y la única mujer. Hasta yo, que no soy afecto a las fiestas, me había ilusionado con ese momento”. No será la única emoción fuerte de este fin de semana: el cumpleaños de Rogelio es un día antes que el de su hija, y ayer celebró con su familia los 55.
Los hijos de Rogelio y María Ester son Héctor (29), Carlos (23) y Rodrigo (17). El mayor vive a dos cuadras de la casa de los padres, en el barrio de Constitución, y Carlos habita un departamento construido en el fondo de la vivienda familiar.
“Hoy cambiaría todo por aquellas tardes en que me sentaba con ella para ayudarla con alguna materia, esos momentos a los que uno no les da valor y por los que ahora daría todo por volver a compartir”, dice Carlos, aferrado a esos recuerdos.
Son momentos parecidos a los que evoca Rogelio, aquellos en los que Laura disfrutaba cocinando postres para agasajar a la familia, porque sí nomás. O como cuando él se sentó en las tardes de diciembre para ayudar a su hija a preparar el recuperatorio de Matemáticas. Instantes que en su momento parecieron insignificantes pero hoy cobran otra dimensión.
Rodrigo, por ejemplo, aficionado a la música, empezó a escuchar con más atención las letras de Callejeros, “porque son buenas pero además, como una forma de acercarme más a lo que le gustaba a ella, de ocupar el lugar que ella dejó vacío”. Aunque por la edad él era el más compañero de Laura –solían ir a bailar juntos–, él reconoce que no había mucho diálogo, o tal vez piense ahora que no era el suficiente, porque “ella era un poco cortada”.
A los 14 años, Laura era de esas chicas que, por su porte, no pasan inadvertidas para las miradas masculinas. Era la más alta en el grupo de alumnas que cursaban con ella el segundo año de Bachiller en el Colegio Nuestra Señora del Huerto, en Balvanera. Ese perfil confundió a todos la noche de la tragedia: estaba en la morgue del Hospital Fernández, como una NN femenina de 20 años. Fue su madre la que la reconoció, a las 5 de la mañana del 31. “Estaba como dormida, con los cabellos negros por el tizne. El psiquiatra que nos acompañaba nos dijo que no tuvo ningún sufrimiento, que se había quedado dormida”, recuerda ahora la mujer.
Laura nunca había ido a un recital. Callejeros era su grupo preferido y, como lo de contratar el grupo resultaba una utopía, esgrimió argumentos para ir al recital del 30 de diciembre que para su madre resultaron convincentes: “Voy con Natalia, la madre nos compra las entradas, y nos lleva. Por 10 pesos no me podés decir que no”. Natalia es la vecina de enfrente de los Bello y conoce a Laura desde el jardín de infantes. “Lo último que ella recuerda es que estaban agarradas de la mano y cuando empezó el humo Laura se soltó. Después se desvaneció y apareció internada en el Ramos Mejía”, cuenta María Ester. Ahora que está en su casa, Natalia se niega a que pinten su cuarto, donde guarda como recuerdo las huellas de las manos de Laura y las suyas, que ambas se pintaron con tinta e imprimieron en la pared.
María Ester es maestra de Tecnología en una escuela de recuperación de Villa Lugano. Ella misma se ha nominado como delegada de la familia en cada marcha para pedir justicia y en cada reunión de los padres de Cromañón. Con la prolijidad y dedicación de una docente, dedica horas a esta suerte de homenaje que ahora quiere brindar a los padres de las víctimas, avisando a todas las que fueron compañeras de su hija, a toda la comunidad escolar, a los vecinos, y hasta los familiares más lejanos, a todos aquellos que pasaron por la casa para acompañarlos en aquellos días de dolor, de que Laura estará presente en la página de un diario, este domingo.
“Lo que pasó dista mucho de ser un accidente –opina María Ester–. Fue a sabiendas de la existencia de incendios anteriores, de la utilización de material inflamable, del bloqueo de puertas de emergencia, y de las advertencias que el gobierno no quiso escuchar.”
Como todos los padres de los chicos de Cromañón, se indigna con la libertad de Omar Chabán. Cree que el procesado estaría más seguro en la cárcel y está convencida de que no se juzga a todos por igual. “Hay una justicia para ricos y otra para pobres”, sostiene.
La familia, mientras tanto, se aferra al reclamo en común de todas las familias, y a los recuerdos personales: Laura fabricando jabones artesanales o tarjetas, bañando a sus conejos o despidiéndose, aquella noche, como otras veces, con un “hasta luego”. Y ese vacío insoportable, del que María Ester rescata una frase que quiere compartir con los padres: “Que pongan en palabras los sentimientos hacia sus hijos, para que nunca les quede algo por decir”.