SOCIEDAD › COMO LOS GENOCIDAS DE 1994 CONFIESAN A CAMBIO DE UN AMBIGUO PERDON

La balada de la cárcel de Ruanda

Un millón de muertos. Esta es la cifra de bajas de la guerra civil que desangró a Ruanda en 1994. Hoy las familias de los victimarios, la Iglesia y las ONG apuestan al perdón para obtener el secreto del paradero de los desaparecidos. Esto es lo que Página/12 vio y oyó en la prisión de los asesinos.

 Por Eduardo Febbro

Un puñado de chicos descalzos corre detrás del auto. Una inmensa nube de polvo rojo envuelve a los niños que, agolpados en torno del vehículo detenido ante la barrera de la cárcel de Gikondo, gritan “Muzungu, muzungu”, que quiere decir “blanco”. Una mujer de escasa estatura sale de una casilla arrastrando el fusil roído que lleva en una mano. La barrera, que es un corta soga deshilachada, se abre ante un patio de tierra donde una docena de prisioneros trabaja tapando un pozo. Casi todos tienen la cabeza rapada y visten un curioso y pulcro uniforme rosa pálido que les confiere un aspecto irreal, casi doméstico a fuerza de repetirse y contrastarse con la tierra roja y las paredes de la cárcel que alguna vez fueron blancas. Detrás de esos muros están encerrados poco más de 6000 hombres. En la oficina contigua al escritorio del director, un pizarrón apoyado contra una ventana que da al patio central de la cárcel detalla el carácter delictivo de los detenidos. Cuesta creer que esas cifras frías escritas con tiza anaranjada desmenucen uno de los crímenes más espantosos cometidos durante la segunda mitad del siglo. Entre abril y junio de 1994, las manipulaciones occidentales y el encono histórico entre las dos etnias que pueblan Ruanda, hutus y tutsis, dejaron un saldo de un millón de muertos. Entre inocentes, culpables mudos o confesos, en las cárceles ruandesas hay más de 140.000 detenidos esperando un juicio que quizá nunca llegue.
A su manera modesta y paradójica, el pizarrón del centro penitenciario de Gikondo describe la realidad de un país habitado por el dolor, las tumbas improvisadas y el remordimiento. De los 6000 presos de Gikondo, 126 están detenidos por crímenes comunes, 128 son militares, 136 menores y 5189 son genocidas. De ésos, poco más de 5000, unos 2100 confesaron sus crímenes. Confesar, en Ruanda, no sólo quiere decir contar lo ocurrido, la forma en que las manos, los palos y los machetazos mutilaron y asesinaron a la gente. También significa entregar a los sobrevivientes la pieza esencial de la reconciliación de las almas, o sea, revelar en qué lugar exactamente se encuentran escondidos los restos humanos de las víctimas. “El problema es que en cada montículo de tierra pueden estar los huesos de nuestras familias”, dice uno de los guardiacárceles de Gikondo. Conscientes de la influencia que puede tener en sus casos “particulares” la celebración de las llamadas Gachachas, los tribunales populares donde se juzgará a los genocidas, muchos detenidos han confesado sus crímenes esperando la reducción de sus penas tras largos años de detención sin perspectiva de juicio inmediato. La directora adjunta de la cárcel fija las condiciones en que los detenidos podrán ser interrogados. Todas las preguntas están autorizadas pero no las fotos dentro de la cárcel. La mujer es joven y muy bella y nadie adivinaría que en esa sonrisa dócil y atractiva se esconde la guardiana de criminales de alto vuelo.
El ritual del arrepentimiento
Detrás del pizarrón con las cifras hay una ventana y luego un amplio patio donde están reunidos los presos. Las edades se confunden con las miradas recelosas y los gritos de los prisioneros se mezclan con los cantos de otros detenidos que, en un galpón contiguo, entonan una canción de acentos religiosos. Con la Biblia en la mano y la reconciliación y la verdad como metas, varias ONG ruandesas trabajan “cuerpo a cuerpo” con los prisioneros para inducirlos a confesar sus crímenes. La palabra de Cristo sirve de detonador del arrepentimiento, del examen de conciencia y, a veces, de esas enseñanzas surge la verdad y de ella un montón de huesos enterrados. Esa tarde, los presos del galpón cantan una canción con la que se realizan los casamientos. La letra cuenta la historia de Adán viviendosolo y feliz en el paraíso hasta que Dios le propone la compañía de una mujer. Adán se niega a aceptarla, entonces el Creador lo duerme y le pone a su lado una mujer. Cuando Adán se despierta descubre la felicidad de vivir acompañado en su paraíso. Ascendiendo en el cielo plomizo de la tarde, traspasando los muros ennegrecidos y las rejas, la voz de aquellos asesinos parece inocente. La calidez mística de la canción es engañosa. Esos hombres mataron a mansalva y muchos no saben aún explicar por qué.
Tal vez no haya nada menos parecido a un genocida que un genocida auténtico. Ataviados con el uniforme rosa de pantalones cortos los hombres salen a uno de los patios de la cárcel en hilera y llevando cada uno un banco de madera. Si no fuera por la historia que llevan a cuestas, por las cicatrices en la cara y ciertas miradas duras, cualquiera los tomaría por niños saliendo de un jardín de infantes. La escena es irreal, salida de un mundo donde la fatalidad lleva los atuendos de su mejor aliada: la sangre. Como si cumplieran con un rito íntimo, los prisioneros se van sentando bajo un techo de chapas sostenido por cuatro palos. Los guardias observan a lo lejos. Nadie habla. Las miradas se cruzan llenas de interrogantes. El eco de la canción con otros presos cantando en el galpón atenúa el silencio. Algunos presos se tapan la cara, otros miran hacia la puerta de la cárcel donde una fila de detenidos espera en formación. La primera pregunta demora en encontrar a alguien que la responda. ¿Qué crimen han cometido para estar aquí?
Confesiones de una masacre
El primer prisionero confiesa que participó “por casualidad” en una matanza: “Iba por la calle y me crucé con un grupo de tutsis que estaba huyendo. Cuando los vi, llamé a la milicia para que los exterminaran. Enseguida vinieron y los exterminamos a todos”. El hombre termina hablando con tono firme. En su francés pulcro y la autoridad con que se expresa se nota que es uno de los jefes de la cárcel. Los demás prisioneros lo escuchan con miradas respetuosas. “En ese momento no era responsable de mis actos. Fui cómplice pero no un culpable completo”, dice al final. La misma pregunta queda flotando en el aire: ¿Cuál es el crimen cometido? Los presos se vuelven a observar hasta que un hombre más joven se pone de pie y acepta decir lo que hizo. Como no habla francés, es el primer prisionero quien oficiará de traductor. El segundo preso tiene mirada de felino, un dejo de niño en los rasgos y una abolladura impresionante en la parte izquierda del cráneo. Su voz suena casi con el mismo tono que el de la confesión del primer preso, ahora traductor del segundo. Pero sus crímenes no tienen la misma proporción. Detrás de sus ojos se mueve el recuerdo de una tarde durante la cual, en pocos minutos, mató a 250 personas. “Reconozco mis crímenes. No puedo decir con exactitud a cuántas familias exterminé, sólo sé que obedecí a lo que las autoridades nos pedían. Respetaba tanto a las autoridades que las matanzas se perpetraban con facilidad. Estaba convencido de lo bien fundado de mi acción.” Su relato es escalofriante. “Fuimos a un barrio de una provincia donde residían muchas familias tutsis, algo más de 250 personas. Entramos a las casas y los matamos con nuestras armas tradicionales.” El hombre detiene su relato, en espera de otra pregunta. El interrogante queda flotando... ¿Armas tradicionales? “Sí”, dice sin dificultad, y luego agrega: “Palos, garrotes, machetes... había tantas armas que no puedo acordarme de todas. Sólo sé que matamos a toda la gente, incluidos los que intentaban huir”. Las frases del prisionero denotan un proceso de desculpabilización similar al del primero. Este, no obstante, admite la magnitud de los actos cometidos y se muestra confiado de que el mundo, con todo, lo recibirá con clemencia: “Cuando me arrestaron, hace ocho años, no tardé en darme cuenta de que durante los tres meses del genocidio me había convertido en un animal. Hoy, gracias a las enseñanzas del Evangelio, puedo mirar de otra forma los actos que cometí. Tengo la esperanza de que los tribunales populares me permitirán volver a mi pueblo para estar con mi mujer y mis hijos. He recibido mensajes de la gente del pueblo, de parte de las familias de las víctimas. Me dicen que están dispuestos a perdonarme”. El preso regresa a su banco de madera y otro se para a fin de entregar su confesión. Todo tiene un aspecto amable, de a ratos diplomático, a veces amistoso. A un lado del techo de chapas bajo el que están sentados los prisioneros dos carteles apoyados contra la pared de la cárcel publicitan los méritos de un hotel: “Hotel del Cielo”, dice el cartel concebido e ilustrado por los prisioneros que trabajan en el taller de la cárcel. En la prisión del barrio de Gikondo los vecinos están acostumbrados al ir y venir de los uniformes rosas por las calles. Muchos presos trabajan afuera, construyendo casas o haciendo trabajos menudos para ganar dinero. A nadie se le ocurriría escaparse.
El tercer prisionero tampoco habla francés. El primero traduce un relato calmo, descriptivo, apenas interrumpido por los silencios de la respiración y las pausas de la traducción: “Los actos que cometí son los siguientes –enuncia con seguridad–: había 32 familias reunidas en una misma habitación. Llegamos a la casa y matamos a todo el mundo lanzando granadas en la pieza. A los que quedaron con vida los ultimamos a golpes de machete. No tuvimos tiempo de violar a las mujeres. Todo ocurrió muy rápidamente, en apenas 10 minutos”. Su relato fue breve, condensado. De la misma manera en que se había parado volvió a su lugar. El cuarto prisionero también habló poco. Contó el asesinato a tiros de cuatro tutsis y luego cómo había violado a una mujer: “Llegamos a una casa donde había una mujer sola. Eramos tres. La violamos sucesivamente y luego la escondimos. Un mes después supe que la habían asesinado”. El quinto prisionero se expresa con voz rotunda, en un francés del que sobresalen frases elaboradas que denotan cierta cultura. En la época del genocidio, el hombre ocupaba un puesto importante en la administración municipal de una zona situada en los alrededores de Kigali, la capital de Ruanda. “Las autoridades nos dijeron que los tutsis había matado a nuestro presidente... teníamos que vengar esa muerte y así lo hicimos.” No recuerda cuánta sangre corrió por sus manos, pero fue mucha. Sin el más mínimo dejo de remordimiento o incomodidad el prisionero cuenta: “Fuimos con unos milicianos hutus a un barrio donde residían muchos tutsis y empezamos a limpiarlo. Entramos a la primera casa y encontramos a dos familias escondidas en una pieza del fondo. Lanzamos dos granadas y pasamos a la casa siguiente, donde no había nadie. Había unas cuantas casas vacías pero terminamos encontrando a muchas familias ocultas en casa de los vecinos. La operación duró como tres horas, es el tiempo que nos llevó matar a los tutsis que estaban ahí. En la última casa había como 15 familias y muchos niños que se pusieron a gritar cuando nos vieron. Ya no nos quedaban granadas y procedimos con machetes hasta que no quedó una sola persona con vida”.
La salvación por la verdad
Sus confesiones son el fruto de un extenso trabajo llevado a cabo por la Iglesia y un puñado de ONG que, antes que nada, buscan la confesión de los culpables para apaciguar el dolor de los sobrevivientes y despejar las abarrotadas cárceles del país. A pesar de su ambigua actitud durante el genocidio, la Iglesia ha jugado un papel importante en la estrategia de la confesión, al igual que la asociación Avega, que agrupa a las viudas del genocidio. A pesar del dolor que se ve como una herida siempre abierta, Avega apuesta por el perdón, por el trabajo paciente en el seno de las cárceles a fin de arrancar a esas conciencias mudas, a esos asesinos que por un instante perdieron el alma, la última verdad reconciliadora. La situación ruandesa no tiene ejemplos parecidos en la historia. Son los sobrevivientes de esas matanzas, las viudas, los hermanos sin hermanos, los padres sin hijos quienes hoy se encargan de los genocidas y de sus familias. “Qué quiere, en este país llevamos ocho años conviviendo con tres millones de genocidas que están sueltos y que nunca serán juzgados”, dice una de las fundadoras de Avega. Por eso la voz de las confesiones suena con tantos acentos evangélicos, con tantos matices de perdón y de humildad. “De todas maneras, ellos han ganado: pronto van a salir libres, pero por más que hablemos de perdón y de reconciliación nadie nos devolverá a los nuestros. Ellos volverán junto a sus familias y nosotros seguiremos llorando la ausencia de las nuestras, esas mismas familias que ellos exterminaron.”
El vicario general del Arzobispado de Kigali, monseñor André Havugimana, tiene que asumir una tortura moral de cada día. Monseñor Havugimana salvó parte de sus huesos porque el Vaticano lo evacuó de Ruanda cuando se desató el genocidio pero su familia –su hermana y sus padres– fue exterminada por las milicias hutus. Cuando los hutus se presentaron a su iglesia para asesinar a los fieles que se habían refugiado allí, monseñor Havugimana se negó a abrir la puerta. “Les dije que antes de matar a esa gente tenían que matarme a mí. Entonces me dispararon.” Su osadía le costó una herida grave y dos dedos de la mano izquierda. Ocho años después, monseñor Havugimana ha regresado a Ruanda y además de vicario es el capellán de la cárcel central de Kigali. El, que es un sobreviviente de la matanza, que perdió en ella a casi toda su familia, escucha hoy en las cárceles las confesiones de quienes exterminaron a los suyos. “Es importante que se sepa la verdad porque la verdad es una dimensión de la justicia –dice con modestia–. En las cárceles, yo pregono para que los detenidos se sientan interpelados por el mismo Dios. Hay que tratar a la gente con respeto, ayudarla a que dé el paso, a que se abra y reconozca el mal que hizo. La gente no debe pensar que los detenidos están tratados con violencia. Muy por el contrario, es preciso que los presos se sientan amados para que se puedan expresar libremente. Eso es lo que hacemos.”
El bien y el mal
En la cárcel de Gikondo los prisioneros abren a solas las compuertas del recuerdo: “Nos juntamos entre nosotros, entre detenidos de un mismo barrio... y establecemos... como una suerte de balance de las víctimas, de aquellos que han desaparecido. Así designamos a los asesinos, sabemos quién de nosotros mató a quién. Para aquellos que no quieren confesar, hacemos todo lo posible para que lo hagan. Sabemos perfectamente que estopuede acortar nuestras condenas”, dice uno de los detenidos, siempre sentado en su banco de madera. Un hombre de cierta edad admite que “antes de que me pusieran preso no sabía distinguir entre el bien y el mal. Para mí, era exactamente lo mismo. Ahora sé que no. Los crímenes que cometí y las palabras del Evangelio me mostraron la diferencia entre los dos. Nunca más daré un paso en falso”. Los prisioneros repiten esa afirmación en coro: “Ahora hemos aprendido qué es el bien y qué es el mal”, repite otro de los detenidos. Mira con ojos de hiena y tiene una cicatriz que le atraviesa la cara. Ni él, ni su vecino de banco, ni el de más allá, da muestras de estar obsesionado por un sentimiento de culpa. Paradójicamente, estos hombres se saben culpables pero también son conscientes de que todo está hecho para que dispongan de una segunda posibilidad. ¿Cuántos de esos detenidos que se dicen inocentes lo son? ¿Cuántos habrán confesado un crimen menor sólo para obtener la libertad gracias a la confesión? ¿Cómo saber si esa mirada dócil no es la de un terrible genocida y si aquella otra que infunde miedo no pertenece a un inocente?.
Las proporciones de lo ocurrido en Ruanda escapan a toda imaginación. De manera masiva y cotidiana, verdugos y víctimas conviven bajo el mismo techo. La cárcel de Gikondo no escapa a la ley. Al final de las entrevistas con los presos, el prisionero que había violado a una mujer se acercó a una de las viudas de la asociación Avega para pedirle plata. Le hacía falta algún dinero para comprar un cuaderno donde anotar las lecciones de lo que estaba estudiando. La mujer abrió su cartera, sacó mil francos ruandeses y se los entregó. El hombre los tomó agradecido y le dio la mano. Seguramente no sabía que Silvie perdió a sus padres, sus hermanos y su marido durante el genocidio y que, tal vez, sus asesinos estaban en aquella cárcel.

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Una protesta en Kigali contra la intervención francesa, que trató de detener la crisis.
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