Lunes, 10 de mayo de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Gabriel Pereira *
La necesidad de discutir la legalización del aborto es una consecuencia de una cada vez más creciente demanda por revisar el rol que el Estado cumple frente a los temas que subyacen a esta problemática.
Por un lado, es necesario debatir sobre el rol del Estado frente a una problemática social en la cual miles de mujeres sufren serios daños físicos y hasta la muerte al practicarse abortos en centros clandestinos, lo cual se agrava por contextos de exclusión socioeconómica, pobreza y desigualdad. Muchas mujeres no tienen la oportunidad de acceder a una adecuada educación sexual; se encuentran desprotegidas frente a un Estado incompetente en cuestiones relacionadas con violencia y sometimiento sexual; o interrumpen sus embarazos movidas por la necesidad de supervivencia ante la imposibilidad de sobreponerse a situaciones de pobreza estructural. La situación de esas mujeres, que tuvieron la “mala suerte” de nacer pobres, dista mucho de la situación de otras que pueden satisfacer sus necesidades, aun practicarse un aborto seguro en clínicas privadas. En ese sentido, ¿es correcta la posición punitiva del Estado frente a una problemática social cuya gravedad se profundiza por contextos de discriminación de género, pobreza, exclusión y desigualdad?
Además, deberíamos preguntarnos sobre si es legítimo que el Estado imponga una controvertida visión sobre el comienzo de la vida humana y persiga penalmente a aquellas personas que no concuerdan con la misma. Una de las principales objeciones contra la interrupción del embarazo radica en que implica interrumpir la vida humana. Se asume así que en determinado momento existe en el vientre de la mujer tal vida. Ante la incapacidad de la ciencia de brindar una respuesta unánime a esta cuestión, podríamos recurrir a otros dos criterios. Un criterio religioso, particularmente el sostenido oficialmente por la Iglesia Católica, de acuerdo con el cual la vida humana empieza en el momento de la concepción. Este criterio es altamente problemático en un Estado secular donde las personas tienen el derecho de adherir, o no, a una religión. Luego podríamos usar un criterio cultural, que suponga la existencia de un núcleo de valores en “nuestra” cultura que ayude a determinar el inicio de la vida humana. Este parámetro resulta igualmente problemático en un estado democrático donde cada individuo es libre de sostener los valores que considere apropiados de acuerdo con sus propios planes de vida. El uso de cualquiera de estos dos criterios resulta autoritario, ya que implicaría permitir al Estado imponer valores religiosos o culturales a quienes la democracia les otorga el legítimo derecho de no compartir ni adherir a esos valores. Ante esta situación, donde el uso de criterios religiosos y culturales resultan ilegítimos desde una perspectiva democrática, debiéramos preguntarnos si el Estado no debería permitir que cada individuo decida libremente cuál es la concepción sobre el inicio de la vida que más se ajusta a sus propios valores.
Asimismo, es necesario discutir hasta qué punto el Estado puede interferir en el ámbito de la autonomía de las personas, en este caso de las mujeres, imponiéndole restricciones para decidir sobre su propio cuerpo. Es innegable el derecho humano de disponer de nuestro cuerpo y tomar libremente decisiones sobre el mismo, aunque el Estado en determinadas circunstancias puede limitar ese, como otros, derecho. Ahora bien, ¿hasta qué punto resulta legítimo el límite que el Estado impone a las mujeres que quieren interrumpir un embarazo? Esa pregunta resulta aún más apropiada cuando notamos que el Estado impone esos límites adhiriendo a una controversial postura respecto del inicio de la vida, y cuya imposición resulta sumamente problemática en una sociedad democrática.
* Consejero Directivo de Abogados del NEA en Derechos Humanos y Estudios Sociales (Andhes). Candidato a Doctor en Ciencias Políticas de la Universidad de Oxford.
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