Lunes, 7 de febrero de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Leonardo Filippini *
El video de la tortura sufrida por un preso en Mendoza echa algo de luz sobre la realidad penitenciaria. Si algún elemento sugiriese su excepcionalidad sería menos inquietante, pero las condiciones generales del encierro parecen indicar amargamente, en cambio, que así funcionan las cosas. El aparato penal, no obstante las purgas, favorece la perpetuación del abuso como herramienta para la disciplina y la tortura es un crimen no del todo inesperado.
El Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (Sneep) publicó a fines del 2010 los datos penitenciarios de 2008, los últimos disponibles en el sitio web del Ministerio de Justicia. En 2008 había 54.537 presos, ocho mil más que en 2002. La población retratada es un colectivo relegado. El 68 por ciento eran jóvenes de entre 18 y 34 años. El 95 por ciento varones, en su inmensa mayoría argentinos. El 70 por ciento es primario, es decir, ni reincidente ni reiterante. El 43 sólo terminó la primaria, el 24 no la completó y el 7 no tuvo escolaridad. Sólo un quinto del total poseía un trabajo de tiempo completo antes de la detención. El 41 por ciento eran desocupados y el 40 por ciento trabajadores de tiempo parcial. El 51 por ciento no tenía oficio ni profesión. Los condenados, además, tienen prohibido votar. Cualquier mapa delata que la geografía carcelaria complica las visitas y casi cualquier recorrido mostrará que la nutrición, el espacio y la higiene suelen estar en tensión.
La recopilación regular de estos datos por parte del Ministerio de Justicia indicaría que se trata de un insumo relevante para la gestión, vista la función resocializadora que la ley argentina atribuye a la pena. Los mismos datos del Sneep sobre la vida en la cárcel, sin embargo, opacan esa conclusión. Apenas un 40 por ciento de los presos tiene condena firme. El 58 por ciento carece de trabajo remunerado y sólo un quinto tiene ocupaciones de 40 horas semanales. El resto, de tiempo parcial, o nada. Sólo el 15 por ciento participó de algún programa de capacitación laboral y el 60 por ciento no accede a ningún programa educativo. El 20 por ciento no participa de actividades recreativas ni deportivas y el 8 ni siquiera recibió atención médica en todo el año. Un 13 por ciento de los detenidos no recibió una sola visita en el año. La convivencia es ríspida. El 20 por ciento participó en alguna alteración al orden y el 30 por ciento cometió alguna falta. El 15 por ciento de los presos estuvo alojado en una celda individual hasta 15 días ininterrumpidos al menos una vez en el año. Un centenar de presos intentó quitarse la vida y casi el 10 por ciento sufrió lesiones. Las cifras de superpoblación varían; hay cárceles que parecen estar bien, pero otras tienen excesos desde el 4,2 hasta el 75, el 94,5 o el 172,5 por ciento.
Los datos, en fin, tienden a confirmar que la cárcel no se ocupa primordialmente de la preparación de los internos para la convivencia, sino de su custodia y sujeción. Y si esto no cambia, por ejemplo, porque creemos que la clave está en construir nuevos establecimientos, o en emular anticipadamente la vivencia penal frente al delito juvenil, es improbable que cambien las prácticas más emblemáticas de la prisión. Aun así, hemos sido capaces de recuperar la alternancia electoral, de aceptar que todo niño merece una asistencia mínima, y de desligar la opción sexual de la aptitud nupcial: tal vez podamos ser capaces alguna vez de abandonar el encierro generalizado como respuesta predominante a la infracción de la ley penal y virar hacia un paradigma de cuidado, de prevención, de solidaridad, apelando a recursos novedosos, no ensayados aún, o siquiera concebidos. Mientras tanto, el video impide la ingenuidad.
* Profesor de Derecho, UP.
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