Lunes, 7 de febrero de 2011 | Hoy
Por Noé Jitrik
El coche de José Saramago es un Opel convertible, Corsa, cuyo año no puedo discernir; ni él ni Pilar lo manejan, de modo que permanece días seguidos inmóvil, en un terreno vecino a la casa. Pese a los destrozos producidos por el óxido, el mar sin duda, y a las graves irregularidades que se observan en el techo –los broches que fijan la tela que lo hace convertible no cierran nada–, pese a que el freno de mano no funciona, el coche camina y lo hace con ganas una vez que se lo pone en marcha, nos transporta servicialmente de sur a norte y de este a oeste por esta isla tan extraordinaria que es Lanzarote.
Casi todas las islas lo son, o así se suele creer, pero los motivos de la excepcionalidad son diversos; en ésta, lo que la hace merecedora del adjetivo es su tormentoso, caliginoso, pero no tan remoto, pasado: las erupciones de treinta volcanes hacia 1730 no sólo se tragaron poblaciones que sobrevivían penosamente sino que tendieron un manto de piedras sobre una superficie enorme, lo cual tiene por efecto una diversidad de formas inaprensibles y dramáticas, de hendiduras y grutas, de colinas y súbitos agujeros pero, además, el predominio, en toda la isla, de un color gris sobre el que el blanco de las casas se entabla, como si luchara saliendo ora vencedor, ora perdedor en las pampas de piedra que rodean el Timanfaya.
Así, pues, salimos en el automóvil –conduzco yo– guiados por José, que explica casi todo lo que vemos a un lado y otro de los buenos caminos que atraviesan la isla por todas partes. José, cuyo estilo descriptivo, considerado y razonable, no se parece al que se advierte de inmediato en sus libros, eso que los críticos llaman “el estilo Saramago” y de cuya intensidad es difícil desprenderse, es algo escéptico respecto de las razones –caudillismos, predominios políticos, intereses empresarios– por las cuales se han construido tantas rutas, pero no deja de estimar su calidad ni de hacernos ver, con amorosa minucia, detalles, esbozos de historias, formas y colores. De ordinario, por otra parte, según él, un cielo límpido hace que se vean mejor todas esas maravillas que la lucha entre el fuego de las profundidades y el agua de las superficies ha producido, esas superficies volcánicas plagadas de figuras retorcidas, silencioso y torturado congreso de roca; ahora, desafortunados –hay un exceso de viento–, las nubes matizan y ocultan pero tampoco es de desdeñar el modo en que tiñen las aguas del mar que observamos, absortos, desde el Mirador del Río, una de las obras de César Manrique, de quien veremos más y de quien habrá quizá mucho que decir. En la baranda, colgada sobre un descenso de más de quinientos metros, se ve, desde lo alto, la Graciosa, una subisla, que se dibuja entera, con sus dos pueblecitos igualmente blancos; ese color –o ausencia de color según algunos– es el más común en Lanzarote, nadie lo debe haber impuesto pero no se ve otro en paredes y techos, acaso resto berebere –los wonches que habrían sido los primitivos pobladores de la isla–, acaso influencia norteafricana, Mauritania está ahí nomás, cruzando el estrecho, a dos o tres horas en vuelo directo.
Pero este recorrido no ha sido tal como lo vengo diciendo, mezclo muchos momentos, no podría ser de otro modo, dado lo que podría ser lo que persigo. Antes, por ejemplo, comimos pescados y mariscos en un lugar llamado El ancla, en el pueblo de Arrieta, con buenos amigos de Pilar y José, Manuel Medina y María Dolores, político él, abogada ella, y con la novelista Josefina Aldecoa, una mujer muy simpática, que durante la comida me hizo algunas breves semblanzas sobre lo que fue vivir en España en la época de Franco, la existencia era gris y mediocre, los pocos libros no canónicos que se podían leer llegaban desde el exterior y con cuentagotas; el aislamiento era, tal vez, lo peor, por no hablar del tipo humano que el franquismo engendró y del cual tuvimos una vislumbre en la procesión del Jueves Santo en Madrid, ese grupo de jamonas y ajamonadas de negro, taco, peinetón y mantillas, la viva imagen de una perversa viudez. Por contraste con esa imagen, la comida es alegre, se habla como en toda comida de sábado al mediodía y, al final, se hace el paseo que conduce a una escollera golpeada por las aguas. Junto a ella, una casa extraña, ella sí pintada en parte de azul, tiene su leyenda cuasi romántica y que nos concierne lejanamente; es Medina quien la narra, acaso intimidado, tratándose de narración, por la presencia de Saramago. Esa casa fue construida por un lanzaroteño llamado Perdomo que había emigrado a la Argentina y había hecho fortuna; enferma de tuberculosis una de sus hijas, decidió volver a su pueblo natal, seguro de que ella recuperaría la salud, ignorando, sin duda, las virtudes que para ese mal ofrecía ya, hacia 1910, nuestra Córdoba. La niña murió, como Alfonsina, en o frente al mar, y durante años se entendió que la casa tenía mala onda, fantasmas o ecos de voces perdidas.
Los paseos continúan. Durante los trayectos, además de las explicaciones, surgen temas de conversación. Yo pongo expectativas en las que se suscitan pero no es fácil; apenas nos conocemos, no creo que nadie sepa bien cómo hacer para que tal conocimiento se profundice y consolide una amistad, pero también todos apreciamos, creo, el acto de arrojo que implica estarlo intentando, todos ya personas hechas y que quizá defienden, de a ratos más de lo necesario, puntos de vista o posiciones largamente constituidas. Pero hay temas que nos vinculan: José esgrime la copia de una carta que Camilo José Cela enviara, el 30 de marzo de 1938 - II Año Triunfal, a un, acaso, policía ofreciéndose para “dar datos sobre personas y conductas”. Dos mundos, el de Cela y Saramago, pero que en cierto punto, el del éxito, arrancado por la fuerza en el caso de Cela, legítimo en el de Saramago, se tocan, nadie le pone el cascabel a ese gato, tal vez éste sea el modo en que se vive la cultura en nuestro tiempo en los medios exitosos, las solicitudes constantes, los premios y las condecoraciones que Cela pide y obtiene, que Saramago no pide y que le otorgan. José piensa mucho en este tema; me cuenta un sueño o una utopía diurna: un mundo de pura y armoniosa naturaleza, con todo lo que tiene el mundo pero sin seres humanos. ¿Quién entonces podría determinar o apreciar tal armonía, de lluvia sobre tierra, de fuego sobre escoria, de bestia sobre alimento o instinto?
Vamos al día siguiente a las Montañas del Cuervo; dejamos el coche en la carretera y a pie llegamos hasta el cráter de lo que fuera un furioso volcán; caminamos en silencio, sobrecogidos, sólo escuchamos el sonido que hace nuestro calzado sobre las piedras negras del sendero. Ese hueco está del otro lado del Parque Nacional de Timanfaya, hacia el este. Se tiende, en esa zona, una planicie pedregosa, uno de cuyos momentos se llama “Malpaís” y en el cual los viñedos están protegidos del viento, planta por planta, por bardas de piedra semicirculares o cuadradas llamadas “socos”. Pese a todo, y como para probar que hay constancia e imaginación en la raza humana, se produce un vino que no sería tan desdeñable; la tenacidad rinde también su fruto.
Al llegar a las “Montañas de fuego”, otra obra de Manrique, se sube a un autobús que recorre los volcanes, esos mismos que en 1730 aumentaron, gracias a los torrentes de lava que lanzaron, la superficie de la isla en casi un tercio ganado al mar. Lo que se ve es indescriptible, hay que limitarse a verlo, ni siquiera cabe la admiración; la admiración, me parece, tiene que ver con las obras humanas y no con estas explosiones de las que quedan restos que son mostrados como animales domesticados en un circo; en unos agujeros a ras del suelo un empleado arroja baldes de agua: los cuatrocientos grados de temperatura que hay a los 10 metros de profundidad, pálida idea de lo que ocurre en el centro de la Tierra, producen una explosión de vapor que nos asusta a todos pero que inmediatamente después nos hace reír, como en el circo. Durante el viaje en autobús me dormí un par de veces, tal vez pensaba que no sólo ese paisaje era un sueño sino yo mismo, en él, una entidad irreal, el sueño de otro, quizás un sueño de José Saramago que desde aquí construye sus ficciones, las cuales nada tienen de exaltación de estas maravillas naturales pero que estas maravillas ayudan a concebir. ¿Será eso? ¿Puedo dejar de pensar en términos literarios? ¿Puedo desechar esos versos de Eliot, conocidos en la versión de Pierre Leiris, “le roc, point que le roc”, que no me abandonan desde que llegué aquí y que mis ojos ven grupos de pequeñas casas junto al mar o en la ladera de una montaña, entre cactus de las más variadas y raras especies, en un silencio general difícil de entender pero no de aceptar?
Conversamos, como estaba previsto, con José. A veces no estamos de acuerdo, a veces coincidimos. Tengo la impresión de ser un poco más optimista que él en punto a lo que implica “hacer algo”, o sea escribir o pintar, en medio de esta general injusticia, de este desequilibrio en que vive el mundo y que se manifiesta por la cada vez mayor existencia de miserables y de seres sin destino ninguno. José no cree mucho pero debería hacerlo, sus novelas son no sólo bellísimas sino que tocan alguna forma de verdad, pero el modo de sus argumentos, mundo mal concebido y realizado, salvajes represiones, indios mexicanos que pelean por su dignidad en Chiapas, me hace sentir que, porque soy una de esas personas que creen que un buen libro o un buen cuadro redimen algo de la pobreza de la existencia, soy un esteticista: cada cual resiste como puede y si en alguno se da un entusiasmo por articular un poema o un cuadro o una novela o un proyecto político, inclusive se debería hacer un esfuerzo por entender qué significa eso desde un punto de vista general, si es que los actos individuales se tocan en alguna zona del sentido con lo que el mundo objetivo debería poder proponerse.
Lo que no impide seguir desplazándonos en ese auto al que le hacemos afectuosas bromas porque, pese a su decadencia física, no nos ha dejado abandonados entre breñas y soledades pétreas. José nos lleva a ver playas; en una, la Famara, un golpe de viento me recuerda lo que sentí, en enero de 1962, cuando entramos, todos fatigados, respirando dificultosamente, en el cañón del Río de las Terneras Atadas, en Ongamira; el cuerpo se enaltece, las aguas, al golpear en las rocas, nos limpian el alma, no hay necesidad de hablar ni de informar de sensaciones, es un “estar ya ahí” conmovedor en coherencia con esos otros “estar ya ahí” que depara este lugar cuya fragilidad se comprende, bien podría ser que los volcanes volvieran a tratar de comunicar fuego y agua, bien podría ser que la imaginación del hombre, o su torpeza, arruinaran los precarios recursos que con enorme dificultad le han sido arrancados a esta tierra.
Precisamente ése es el fondo del proyecto de Manrique. Y una paradoja positiva, porque en ningún momento se deja de recordar que era un “estecista”, un pintor muy exitoso en Nueva York, cercano a Warhol, Rotko y Lichtenstein, que al regresar a Lanzarote, con el mucho dinero que ganó en y con el arte, imaginó en cada momento de la naturaleza de la isla una obra de arte, en un precipicio, en una gruta, en unos cráteres llamados “burbujas”, y en una casa en la que cada rincón, como ocurrió con los decadentistas, está destinado a halagar su vista y su cuerpo. Sin embargo, o gracias a su coherencia, o a sus resultados, nadie ve en su esteticismo un motivo de condena y ni siquiera de censura.
Me habría gustado ir más lejos en las conversaciones sobre literatura; algo se resiste, acaso es a un movimiento de seducción que en mí es espontáneo y que no tiene ningún otro objetivo que crear un puente de comunicación o de verificación, existencial me atrevería a decir. No se da del todo y ambos, Tununa y yo, nos sentimos al mismo tiempo rodeados de maravillas, de atenciones y de un afecto superior, pero también es como si no se diera posibilidad de decir o mostrar quien uno es, condición básica para que eso que llamamos amistad perdure. Sobre ese ánimo algo alicaído el plazo se cumple y ya tenemos que dar por terminada la visita. José se ha ido a Tenerife y a Palmas y ha llamado por teléfono preguntando por nosotros; ya no lo veremos, quién sabe cuándo nos volveremos a ver. Sin embargo, sigo leyendo Todos os nomes y siento que terminarlo en la propia casa de su autor tiene un sentido si no un privilegio. Por fin concluyo, poco antes de partir. Cierro el libro y, de pronto, siento una emoción tan fuerte, tan desmedida, análoga a los volcánicos vuelcos de la isla, que cuando Pilar y Tununa me preguntan qué me pareció, qué opino, siento un ahogo en la garganta, no puedo hablar, me sacude un llanto que hace mucho no me sacudía de tal modo a causa de un relato, tal vez desde que era niño y la literatura me parecía el único cielo posible en esta tierra. Entonces, sin decirlo, comprendí por qué habíamos venido aquí, ese llanto compensaba lo que había buscado y tal vez no había encontrado no por no quererlo sino tal vez porque no se puede encontrar, porque somos seres solitarios y estamos muy metidos en nosotros mismos, sólo perseguimos hallarnos a nosotros mismos pero no calculamos o no admitimos que puede darse en la emoción, en suma en el amor, donde fuere que pueda estar esperándonos, incluso en las frases de un libro.
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