SOCIEDAD › POR QUE CARLOS SAURA

Entre cámaras y tomas

Por J. C.

Puede ser el resultado de un error óptico, nunca mejor dicho, pero daría la impresión de que en esta habitación cuadriculada que es el estudio personal de Carlos Saura (nacido en Huesca en 1932), en su casa de la sierra de Madrid, hay mil cámaras que miran al cineasta que durante mucho tiempo fue en Europa el niño mimado del cine español. Algunos de los numerosos premios que obtuvo en certámenes de gran prestigio (osos berlineses, palmas de Cannes, etcétera) sirven hoy para apuntalar las ventanas que le muestran, al menos esta tarde, la luz tranquila de un lugar en el que ha conseguido la paz. Y estas cámaras son suyas, de todas las épocas; todas le han servido alguna vez y le siguen sirviendo; algunas llevan su nombre, porque él las ha fabricado, o los de sus hijos, incluida su hija Ana, de nueve años, que está a punto de venir con su madre, la actriz Eulalia Ramón. Siempre vienen en tren, y ése es el medio que él utiliza: de ahí obtiene algunas fotografías que lo regocijan y le devuelven el tiempo móvil en el que ha convertido su ojo y, por tanto, su vida.
Va a llover, y aunque el tren está a un tiro de piedra (e incluso de escopeta, recordemos que una de sus grandes películas es La caza), el padre no quiere por nada del mundo que le interrumpamos su rito de ir a buscarlas, va hasta la estación y regresa con la hija y con la madre mostrando una satisfacción muy estudiantil. El director de cine casi no está, o al menos no se le ve, ni en los gestos ni en las palabras; este Saura de hoy es más bien un fotógrafo hiperactivo que está pendiente de todo lo que sucede alrededor, como si su ojo, que a veces ampara con esas gafas redondas que ya parecen formar parte de su cara, fuera una parte móvil que tiene vida propia, independiente de la que él desarrolla.
Una vez que hemos admirado su colección fabulosa de cámaras, si nos adentramos con él en este estudio veremos centenares de miles de fotografías de todas sus épocas, comenzando por las que hizo en los años cincuenta, teñidas de una melancolía que no parece haber abandonado ni su alma ni su lente. Y si estudiamos el estudio observaremos que este hombre, cuya mirada es como las mariposas que cazaba Vladimir Nabokov, huidizas e intensas (acaso la consecuencia imperecedera del asma crónica en su carácter), tiene una personalidad interior que está en los retratos, en los paisajes y en los autorretratos que ha ido guardando pacientemente, como si se buscara: en los otros, en lo que ve, en su propia alma, que retrata a veces involuntariamente, cuando prueba cámaras o negativos. Ahora ha descubierto la fotografía digital y da vértigo imaginarlo borrando las imágenes que no quiere.
Es un hombre muy especial, un artista; no permite intromisiones en su silencio, y parece que su intimidad es de cristal: quien la toca puede romper una película muy fina y muy secreta; esas imágenes forman parte de una tela que nadie se atreverá a rasgar. Nos fuimos de su casa con la sensación de haber tocado un alma muy delicada que no ha sido siempre comprendida, y acaso esa incomprensión que lo rodea es lo que le ha hecho introvertido y secreto, empeñado en hacer los films que le ha dado la gana, dirigiendo –“yo soy como un gran pianista”– en cada época la película que le apetece. Hay que correr riesgos –“el cine convencional, que lo hagan otros”, dice–. Y se sienta ante la mesa de su jardín: esa mesa está entre las fotos que le dan paz. En medio de esa imagen empezamos a hablar.

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