Domingo, 28 de enero de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Claudio Scaletta
La discusión salarial que se viene, con las dos partes ya atrincheradas haciendo saber sus posiciones de máxima para iniciar la negociación, revive una vez más el debate sobre el poder adquisitivo de los trabajadores, las elevadas utilidades de las empresas, las ganancias de productividad y el supuesto impacto de un ajuste de sueldos en la inflación. Como se viene repitiendo en los últimos dos años, cuando empezó a pelearse con intensidad el salario en la economía, preconceptos y mitos pasan a dominar el escenario laboral. En ese contexto, vale la pena empezar a despejar el horizonte de nubes que solamente sirven para confundir y, por lo tanto, distorsionar un debate clave en un momento muy sensible por ser un año electoral.
Históricamente los procesos devaluatorios han perseguido mejorar la competitividad externa aumentando la rentabilidad empresaria. El punto clave tras una devaluación consiste entonces en evitar que los aumentos de precios esterilicen los efectos benéficos conseguidos por la mejora cambiaria. Como saben los bolsillos asalariados, la mejora de la competitividad externa surge –al menos en el período inmediato posterior al ajuste del tipo de cambio– de la caída de los costos salariales medidos en moneda extranjera, lo que desencadena la también inmediata disputa por un nuevo reparto del ingreso. Siguiendo esta línea argumental, si el poder negociador de los asalariados es bajo, por ejemplo como consecuencia del alto desempleo provocado por una larga recesión, puede preverse que será más factible mantener el nuevo margen de rentabilidad empresaria.
Este es el análisis estático, la foto del momento inicial de la devaluación. Si la película se pone en movimiento, puede esperarse que el crecimiento de los sectores exportadores dinámicos induzca una reactivación general de la economía. Es decir, crecimiento económico, aumento de la demanda de mano de obra y, consecuentemente, del poder negociador de los asalariados.
La economía local reflejó cabalmente esta secuencia muy general que permite predecir la teoría. Luego de dejar que el mercado de trabajo se reacomode tras la crisis y frente a un sector asalariado sumamente debilitado por la combinación de altas tasas de desempleo e informalidad, el Estado intervino primero, con los aumentos de suma fija por decreto –o sea, consiguiendo para los asalariados lo que no podían obtener por sus propios medios– y luego, una vez recuperado parcialmente el poder negociador de los trabajadores, intentando consensuar topes a las demandas sindicales y pisos a la “generosidad” empresaria.
En 2006 el consenso alcanzado giró en torno del 19 por ciento. Para 2007 se esperaba un acuerdo del orden del 15 por ciento, un techo que los trabajadores –los organizados y en blanco– no están dispuestos a aceptar. Esta semana, luego de reunirse con el ministro Carlos Tomada, el titular de la CGT, Hugo Moyano, expresó que la discusión salarial no tendrá “tope ni piso” y que los distintos gremios negociarán de acuerdo a sus posiciones de poder relativas. No son pocos quienes, incluso dentro del Gobierno, creen que si existe algún límite inferior, se ubicará cerca del 20 por ciento.
El PIB, es decir el valor generado por el conjunto de la economía fronteras adentro, ya se encuentra en 17 puntos por encima del máximo histórico de 1998 (y ahora nadie sospecha sobrevaluación, como ocurría durante el 1 a 1). La desocupación está lejos del techo de 21,5 por ciento tocado en 2002, en plena crisis. En 2007 se espera su descenso al 9 por ciento. En síntesis, existe más valor generado y los asalariados tienen más poder para reclamar su participación.
Frente a este escenario, comenzaron a oírse voces de advertencia sobre los peligros de aumentos salariales más allá de cierto tope. El argumento es conocido: más salarios es igual a más inflación, lo que socavaría las bases mismas del modelo económico.
Un ejemplo paradigmático de la posición que asocia los aumentos salariales con mayor inflación fue presentado por SEL Consultores, el centro de estudios que dirige el reconocido economista Ernesto Kritz, en su Newsletter sobre la situación laboral y social de la Argentina del pasado octubre. En un año electoral como 2007, advierte SEL, sólo se podrá combinar crecimiento con baja inflación manteniendo a raya los salarios formales, más cuando en 2006 se soltaron las riendas.
El boletín detalla que la masa salarial formal, que representa “el 60 por ciento de la total”, creció durante el primer semestre del año pasado a una tasa interanual del 23 por ciento, ritmo iniciado en el último trimestre de 2005 y que no se detuvo en la segunda mitad de 2006. Para las empresas, más salarios formales significaron mayores costos unitarios por unidad de producto, ya que los aumentos en las retribuciones superaron a los de la productividad, la que incluso habría caído. Inmediatamente, la investigación indaga por qué estos aumentos de costos no se trasladaron a precios para evitar “recortes de rentabilidad” empresaria. Con honestidad intelectual se responde que probablemente se haya debido a “la existencia de un margen de absorción originado en la caída post devaluación del costo laboral”, idea que sustentaría la lógica de los controles de precios gubernamentales. Asumiendo lo que hubiese resultado difícil negar, la pregunta es cuánto margen de rentabilidad resta antes de que los empresarios quieran recuperarla por la vía de las remarcaciones. La respuesta no es unívoca debido a que “el mapa del costo laboral es heterogéneo”. Según reseña SEL, comparado con los niveles de 2001 el margen es obviamente mayor para los sectores transables (exportadores) y menor e incluso negativo para los no transables (el grueso de los servicios), pero en promedio la rentabilidad empresaria “parece estar en niveles similares a los pre devaluación”. La propuesta de política que se sigue, en consecuencia, es establecer “límites políticos” a las pretensiones de aumento salarial.
Hace pocos días el Cenda, un centro de estudios integrado por docentes e investigadores de la UBA y de la Flacso –que ambiciona la poco habitual, y por cierto necesaria, tarea de integrar la discusión teórica con el análisis de coyuntura– elaboró un documento que critica la asociación directa entre aumentos de salarios e inflación. En su primera parte, el dossier apunta sus dardos contra la Newsletter del SEL.
De los reparos metodológicos –algunos ya insinuados en el propio documento del SEL, como el centrar el análisis en el trabajo registrado según los datos del Sistema Integrado de Jubilaciones y Pensiones (SIJyP)– surgen algunas conclusiones interesantes. La principal es que si en vez del SIJyP se utiliza la Cuenta de Generación del Ingreso publicada recientemente por el Indec, la que también cubre el universo de los trabajadores en negro, el costo laboral real no sería en promedio 1,2 por ciento mayor que en 2001, como sostiene el trabajo de Kritz, sino cerca del 10 por ciento menor, a la vez que la productividad no resulta inferior a la de pre crisis, sino similar y con tendencia ascendente desde 2002. De esta manera, para el conjunto de la economía el costo laboral unitario sería 13,4 por ciento menor que en 2001. Además, los salarios medios en términos reales “se encuentran el 7,9 por ciento por debajo de los vigentes en 2001, un 4,3 por ciento retrasados respecto del promedio de los ’90 y son un 9 por ciento inferiores al promedio de los últimos 45 años”.
También se agrega que, asumiendo la citada heterogeneidad del mapa laboral, los sectores en los cuales la incidencia del costo salarial es mayor que en 2001 son, en su gran mayoría, los servicios que reciben subsidios, precisamente para garantizar rentabilidad empresaria y que los mayores costos no se trasladen a precios. Pero adicionalmente, y al margen de los subsidios, se trata de sectores regulados por el Estado, lo que impide de todas formas los traslados a precios.
Las críticas metodológicas muestran que, aun aceptando los términos de SEL y bajo el supuesto fuerte de que el nivel de distribución óptimo es el de 2001, todavía existe margen para avanzar en la participación del salario en el ingreso. Sin embargo, el aporte más potente del Cenda reside en su crítica teórico-conceptual al carácter inflacionario de los aumentos salariales. Y lo más interesante de esta crítica es que se basa en los postulados de la teoría económica convencional.
Para la ortodoxia, destaca el Cenda, “los precios son proporcionales a la cantidad de dinero en situaciones de pleno empleo, pero no cuando hay desocupación. En este último caso, una política monetaria expansiva no genera necesariamente inflación”. En otras palabras, insiste el documento, los aumentos en la cantidad de dinero no son siempre una razón suficiente para explicar los aumentos de precios, pero sí una condición necesaria. “Si no aumenta la cantidad de dinero es imposible que los aumentos en la demanda se conviertan en aumentos en los precios.” Por lo tanto, se reafirma, para que mayores salarios generen inflación se requiere su coexistencia con una política monetaria expansiva. De no ser así, la inflación es imposible desde el punto de vista contable.
En el Informe de Inflación del BCRA para el primer trimestre de 2007 difundido esta semana puede leerse: “El ritmo de expansión del M2, definido como la suma del circulante en poder del público y los depósitos en cuenta corriente y en caja de ahorros, en pesos, de los sectores privado y público, se redujo alrededor de 6 puntos porcentuales en el año 2006”. También que “el Banco Central continuará en 2007 manteniendo un riguroso control de la evolución de los agregados monetarios, mediante la esterilización de los excedentes en la oferta monetaria que pudieran surgir producto de la acumulación de Reservas Internacionales”.
En otras palabras, no hubo en 2006 y no hay señales a la vista en 2007 de políticas monetarias expansivas. La banda de inflación prevista por el BCRA se sitúa entre el 7 y el 11 por ciento. Las consultoras que participan del REM –“el mercado”– la bajaron en los últimos meses del 12 al 10 por ciento, con un crecimiento del PIB de alrededor del 8 por ciento.
Si se descarta teórica y contablemente la explicación de la inflación por los aumentos salariales, que no representan más que la histórica puja por la distribución del ingreso, no queda más que volver al reacomodamiento de los precios relativos que caracteriza a los períodos post devaluatorios. En el caso de la economía local, aunque no solamente, la clave podría buscarse en las estructuras de mercado oligopólicas. Desde la teoría económica convencional –otra vez– puede decirse que el problema de la inflación reside entonces en la “falla” de los mercados en los que algunos actores tienen poder suficiente para determinar precios al margen de la preconizada ley de la oferta y la demanda en los míticos mercados competitivos.
Ernesto Kritz
Director de SEL Consultores
“Está claro que sería una gran simplificación reducir los determinantes de la inflación a la cuestión de los salarios. También es correcto considerar que para que exista inflación, en términos globales, tiene que haber una política monetaria expansiva. Sin embargo, no puede negarse que aumentos de salarios, sobre todo en un contexto de expansión vigorosa del empleo, por encima del crecimiento de la oferta de bienes, pueden generar tensiones inflacionarias de demanda. En 2006 la masa salarial aumentó 33 por ciento frente a un incremento del PIB de 8 por ciento (y 23 por ciento en términos nominales). Por el lado de la oferta, como se vio durante el año pasado y motivó la intervención estatal, la reacción de los empresarios cuando el costo laboral o cualquier otro costo crece más que los precios de productor es tratar de mantener su rentabilidad trasladando hasta donde pueda a precios. Si no hay margen de absorción, la alternativa es renunciar rentabilidad. En este sentido, la rentabilidad actual no es la de 2002, sino que se ha reducido desde niveles inicialmente extraordinarios. Esto es inverso a la evolución del costo laboral real.”
Pablo Ceriani
Investigador del Cenda y profesor de la UBA
“Los aumentos salariales no pueden generar inflación per se. Su efecto fundamental es un cambio en la distribución del valor agregado por la producción a favor de los trabajadores. Los niveles de rentabilidad aún se mantienen en niveles extraordinarios respecto del 2001 (de acuerdo con nuestras estimaciones para la industria) mientras que la distribución del ingreso sigue siendo fuertemente regresiva. Proponer que el Gobierno nacional intervenga en las negociaciones paritarias supone frenar un proceso virtuoso desde el punto de vista de la equidad social. Hasta hoy, los aumentos salariales no han sido la causa de la inflación, sino más bien su consecuencia: se trata de aumentos defensivos destinados a recuperar la caída del poder adquisitivo con posterioridad a la devaluación. Desde ya, esto no implica que el Gobierno no deba tener una política activa en materia de precios, ya que la inflación es un problema para la economía en general y para los trabajadores en particular. De lo que se trata es de contener las ganancias extraordinarias. El reciente aumento de las retenciones a la exportación de soja, por ejemplo, está en la dirección correcta.”
Javier Lindenboim
Director del Ceped (Centro de Estudios sobre la Población, el Empleo y el Desarrollo)
“En materia de salarios e inflación es importante no caer en la trampa de la coyuntura. Observar, por ejemplo, lo sucedido en 2006 y predecir lo que puede suceder en 2007 no es el punto, es en todo caso una parte muy pequeña del relato. Por eso, en la discusión resulta clave dónde se ubica el punto de partida, si en 2006, en 2001 o a principios de los ’90 o de los ’70. Mi opinión es que debe considerarse lo sucedido con la productividad del trabajo, con la rentabilidad del capital y la remuneración a los trabajadores en un período largo. Las cifras oficiales muestran una caída constante en la participación de los trabajadores en el total del ingreso. Esto se contrapone con la tendencia siempre creciente que, salvo períodos acotados, ha mostrado la productividad del trabajo. El componente favorecido, por supuesto, fue la rentabilidad del capital. Aunque esta apropiación de renta es tan heterogénea como el capital –no es igual en los sectores concentrados que en las pymes–, en términos globales existió un largo proceso de apropiación de la renta de los trabajadores, quienes permanentemente han perdido en el reparto de la torta global.”
La discusión salarial que se viene ya tiene a las dos partes atrincheradas haciendo saber sus posiciones de máxima para iniciar la negociación.
Se revive una vez más el debate sobre el poder adquisitivo de los trabajadores, las elevadas utilidades de las empresas, las ganancias de productividad y el supuesto impacto de un ajuste de sueldos en la inflación.
Como se viene repitiendo en los últimos dos años, cuando empezó a pelearse con intensidad el salario en la economía, preconceptos y mitos pasan a dominar el escenario laboral.
Vale la pena empezar a despejar el horizonte de nubes que solamente sirven para confundir y, por lo tanto, distorsionar un debate clave en un momento muy sensible por ser un año electoral.
Se descarta teórica y contablemente la explicación de la inflación por los aumentos salariales.
En sí, la actual discusión salarial no representa más que la histórica puja por la distribución del ingreso.
Los ajustes son parte del reacomodamiento de los precios relativos que caracteriza a los períodos post devaluatorios.
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