Domingo, 28 de enero de 2007 | Hoy
BUENA MONEDA
Por Alfredo Zaiat
Las modificaciones anunciadas al sistema previsional han reunido el peculiar consenso de posiciones que, inicialmente, parecerían irreconciliables. Principales dirigentes de la oposición política han manifestado su acuerdo y compromiso de aprobación parlamentaria de la iniciativa oficial. Desde la vereda de los economistas de la city, Carlos Melconian escribió una columna de opinión en La Nación elogiándola. Desde la de enfrente, el diputado Claudio Lozano saludó en general la reforma con algunos reparos en cuanto a la necesidad de una revisión general del régimen. Con más o menos matices ha habido aprobación a esa medida del Gobierno. Sólo por lo inusual de la situación aparece la sospecha de que algo debe estar funcionando mal en el crispado tono de debate que domina a la sociedad argentina. Varios pueden ser los motivos para explicar ese apacible escenario cuando se impulsa una de las reformas más importantes sobre la herencia maldita de los noventa. Uno podría ser la expresión de un síntoma de madurez de los actores sociales, que aprendieron a apoyar o rechazar medidas no por especulación política sino por convicción pensando en el bienestar general. Otra razón que se podría esbozar, con exagerado cinismo, es que las vacaciones adormecen el pensamiento crítico y los reflejos se entumecieron para observar debilidades en los cambios propuestos. Otra cuestión que no sería menor podría encontrarse en que este proyecto de la gestión Kirchner fue inesperado, que descolocó a todos quienes estaban seguros de que en el último año de su mandato no iba a cambiar su tradicional conservadurismo en aspectos relevantes del funcionamiento de la economía. Pueden haber sido todos o ninguno de esos motivos lo que generó el increíble acuerdo inicial sobre los importantes retoques al engendro previsional creado en 1994. Pero no deja de sorprender.
Más allá de las especulaciones sobre el origen de esa conformidad, las formuladas tanto por los críticos históricos al régimen de capitalización como las de sus militantes fervorosos expresan posiciones defensivas. Los primeros siempre se opusieron a la reforma implementada por la dupla Menem-Cavallo, transformación que tuvo la aceptación de la mayoría, como varias de las privatizaciones implementadas en ese momento. Frente a esa aprobación social, la estrategia discursiva apuntó en ese entonces a debilitar uno de sus más claros desvíos, que era la imposibilidad de los afiliados a las AFJP de retornar al Estado. Esa fue la principal bandera que levantaron en su campaña de oposición a la jubilación privada, además de las abusivas comisiones que regalaban ganancias extraordinarias a los bancos dueños de las administradoras. Ahora que el Gobierno hizo suyos esos reclamos los obliga a apoyarlo por respeto a la mínima coherencia y honestidad intelectual. Pero el contexto de los noventa en relación con la aceptación de las AFJP ha variado a partir del default y al empecinado pedido de esas compañías de dolarización de sus tenencias de bonos, así como también por la pésima decisión financiera para los afiliados que significó el rechazo efectivizado a los préstamos garantizados para recibir los títulos de deuda en cesación de pagos. Ante el visible cambio de época, las AFJP ya no tienen prestigio y a medida que van concediendo los magros haberes a sus jubilados privados no se revelan como una alternativa promisoria para los trabajadores, como asegura la publicidad. Los cambios exigidos en los ‘90, que en ese momento eran de máxima, hoy son de mínima ante el descrédito, ganado por derecho propio, del régimen de capitalización.
Los entusiastas por las AFJP también asumieron una actitud defensiva frente a la anunciada reforma, excepto los fundamentalistas de siempre (Fiel, Broda). Las alteraciones propuestas las habrían repudiado sin contemplaciones años atrás. Por caso, la Alianza tenía en su plataforma la libre elección y en el gobierno ni pudo amagar con esa idea. Hoy, ante un escenario político-social diferente, los bancos-AFJP han aceptado con evidente sentido táctico que los cambios que se impulsan son el mal menor, que se aseguran así de que no se modificará el funcionamiento del modelo privado y que, en última instancia, el costo que deberán registrar será solamente un recorte a las fabulosas ganancias que obtienen por administrar el dinero previsional de los trabajadores. La rectificación de desvíos del esquema (indecisos, opción de elección de sistema y niveles de comisiones) inaugurado hace trece años emprolijan el negocio de la jubilación privada; no le dicta su defunción. Ahora comenzará la campaña para ganar adeptos y retener afiliados-clientes, con las mismas armas de hace trece años: atacar la solvencia fiscal intertemporal del Estado y divulgar las ventajas del manejo de una cuenta individual. Pero hoy ya no hay inocentes, o no debería haberlos.
Entonces, desde donde se viene, por su concepción, por los poderosos actores en juego y los intereses en disputa, la reforma del Gobierno significa un indudable avance. Sin embargo, no se trata de una transformación de la profunda distorsión que se implantó con las AFJP en cuanto a lo que significa un sistema de previsión social. No es una tarea fácil desmontar esa idea de futuro promisorio en base al individualismo (cuentas particulares con fondos previsionales) y de esa despreocupación por desligarse del bien común (solidaridad intergeneracional). Pero es imprescindible empezar a realizar ese trabajo cultural y político para reconstruir un modelo previsional integrador.
El principal argumento técnico sobre la debilidad del sistema de reparto se refiere a la sustentabilidad fiscal, dificultad que enfrentan similares regímenes en otros países, en especial con tradición de Estado de Bienestar como los europeos. La mayor expectativa de vida (más cantidad de años de pago de haberes a jubilados) y reducción de la tasa aportante- beneficiario (cada vez menos trabajadores en relación con cada vez más jubilados) genera tensiones en los sistemas de reparto. Pero el de capitalización no está exentos de debilidades, tal como quedó expuesto en la experiencia argentina. Uno de los tantos que este último régimen manifiesta también está vinculado a la situación fiscal del Estado. Quienes ponen reparos a la mayor injerencia pública en las jubilaciones destacan que es un error prever como permanente la actual bonanza fiscal. Como eso es cierto, adquiere aún más relevancia que el Tesoro pierda recursos por los aportes que se destinan a las AFJP porque de esa forma se desfinancian las cuentas de Seguridad Social. Para cubrir ese faltante el Estado se debería endeudar, con las AFJP como los principales compradores de esos bonos, en una calesita perversa que ya es conocida y que derivó en el default de 2001, con el consiguiente castigo en las cuentas de los afiliados.
Como no existe un sistema previsional perfecto, “lo mejor es eludir el debate en términos de competencia entre modelos idealizados de funcionamiento técnico” aconsejan Laura Goldberg y Rubén Lo Vuolo en Falsas promesas. Sistema de previsión social y régimen de acumulación (Ciepp y Miño y Dávila editores). Agregan que “el sistema de previsión social argentino reclama una nueva reforma que no debe limitarse sólo a algunos parámetros del actual sistema, sino que debe modificar la propia lógica de funcionamiento de sus principios de organización”.
Esta es ahora la asignatura pendiente luego de haber maquillado el engendro del ’94.
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