BUENA MONEDA
Señales, fantasías y desafío
Por Alfredo Zaiat
Las promesas de inversiones que vienen de la mano de los acuerdos de China y también de la salida del default plantean uno de los principales desafíos económicos inmediatos. Este consiste en generar las condiciones para que el proceso de recuperación no se agote del mismo modo que en los anteriores rebotes posteriores a una crisis: Rodrigazo-tablita de Martínez de Hoz; descontrol inflacionario-austral; hiperinflación-convertibilidad. En esta ocasión, la devaluación y el default establecieron las bases para el actual avance de los indicadores macroeconómicos más relevantes. El interrogante es si esas dos medidas de política económica son suficientes por sí solas para impulsar un sendero sostenido de crecimiento. Desde un lado y otro del arco ideológico de los economistas se coincide con que esos dos motores son insuficientes. Ese acuerdo de los especialistas se restringe al diagnóstico y, como es previsible, difieren en las políticas a implementar para que la agonía de un modelo no triunfe otra vez. Por caso, las señales que envía un esquema de tipo de cambio alto no alcanzan para que el Producto avance a ritmo acelerado sin una corriente constante de inversión.
Las voces más caracterizadas de los ‘90 insisten en que para gatillar un intenso proceso de inversión resulta indispensable resolver el default con una elevada aceptación de los acreedores, acordar nuevos contratos con las privatizadas con una tendencia de aumento de tarifas que las motive a desembolsar dólares para expandir los servicios, y terminar de reestructurar el sistema financiero. Sería ingenuo y negador de la realidad no admitir que esos capítulos abiertos con esos actores del poder económico requieren de una resolución. Resulta discutible, en cambio, cómo alcanzar esa solución. Y mucho más la aseveración que levantan desde esa vereda que una pronta y satisfactoria culminación de esos conflictos a favor de esos sectores ha de provocar una avalancha de inversiones. Esto último se parece mucho a los espejitos de colores que se vendieron durante varios años, con bastante éxito, con el círculo virtuoso del ajuste sobre el ajuste fiscal. A más recorte del gasto público más confianza habría y, así, desembarcarían valijas llenas de dólares para emprender millonarios proyectos de inversión. Ya se sabe que la economía no funciona con esos parámetros, aunque no hay que estar distraído porque nada asegura que aquí no se tropiece una y otra vez con la misma piedra-fantasía.
Las inversiones en un país como Argentina, cruzado por años de crisis económica, social y política, no se definen por unos meses más o menos de permanecer en estado de default. Son varios y de los más diversos los factores que influyen a la hora de tomar la decisión de enterrar dólares en activos físicos. Y pese a la herida narcisista que le provoca a los economistas, las cuestiones para esa determinación no pasan exclusivamente por las económicas. La inestabilidad institucional, un Estado ausente, elevados niveles de pobreza y violencia social, entre otros, constituyen elementos tan o más importantes que la cesación de pagos de la mitad de la deuda o que el nivel de las tarifas de servicios privatizados.
No es secreto que todo ese menú de incertidumbres es evaluado antes de desembolsar un dólar. Pero, mal que le pese a los profetas del Apocalipsis, las inversiones se deciden por otras razones: van a los sectores que ofrecen rentas elevadas, que brindan oportunidades de ganar participación de mercado para erigirse en un jugador con posición dominante, o que tienen chances de desarrollar el negocio propio con ventajas que no posee la competencia local e internacional. Esto quedó en evidencia con el salto inversor 2003-2004 –vale recordar, con el default ocupando el rol estelar de la escena–, que presentó un sesgo hacia la industria basada en recursos naturales. En un reciente informe de M&S Consultores, en base a información del Ministerio de Economía, se destacaba que de la muestra de los veinte principales proyectos de ese período, el 50 por ciento de la inversión estuvo ligada a petróleo, gas, madera, aceites y harinas y minería. Quienes tomaron las decisiones de esas inversiones puede ser que les preocupara el default como otras cuestiones de la economía, pero lo relevante para ellos era que sus proyectos los hacían bajo el paraguas de ventajas naturales estructurales y la mayor rentabilidad que le brindaba un elevado tipo de cambio real.
Ese comportamiento se dio a partir de esos incentivos. Pero a partir del año próximo aquellas señales ya no serán suficientes. El mayor riesgo que puede correr el Gobierno es descansar en que el sector privado vaya a reaccionar porque se resuelvan los frentes abiertos con el poder económico. Si asume esa posición, se topará con el desencanto. El Estado es el que debe asumir un papel más importante en el rubro inversiones a través de la obra pública, pero también recreando un banco de fomento o inversión –como existen en Chile, Brasil, Estados Unidos, Europa y Japón– para impulsar a rubros competitivos que no han sido bendecidos por el Dios recursos naturales. Ese es uno de los verdaderos desafíos del año próximo.