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Domingo, 19 de diciembre de 2004

EL BAúL DE MANUEL

El baúl de Manuel

¿Se puede crecer?
El crecimiento económico lo cifraban los economistas clásicos en el incremento del acervo de capital. Hoy la perspectiva es más amplia, pero a pesar de que también se tienen en cuenta la expansión de los recursos naturales, el número y productividad de los trabajadores y el avance de la tecnología, siguen ocupando un lugar de primera importancia el capital y su mantenimiento y expansión, dado que producir es, en definitiva, un proceso de complementariedad entre requisitos de la producción. El capital es una magnitud stock, esto es, definida por la suma de innumerables actos de inversión, desde el pasado hasta hoy, y deducidas las amortizaciones correspondientes a su desgaste u obsolescencia. Inversión es, a su vez, creación de nuevos bienes para producir –una máquina, por ejemplo– que suelen ser costosos y devolver cierto incremento de producción paulatinamente, a lo largo de una serie de períodos productivos. Lo que no se sabe es si en los años por venir la gente deseará o podrá comprar dicho incremento de producción. Sólo queda imaginar algún curso futuro, más o menos probable. Si se está en una crisis económica, los hechos no invitan a pensar que la gente esté en condiciones de comprar mayores cantidades de producción. Y en tal caso ¿para qué invertir? Si al año siguiente la crisis continúa, la anterior expectativa se corrobora y otra vez el acto de invertir se frustra. Si la crisis dura diez años, entonces estamos en la Argentina de hoy, en la que el acervo de capital se ha achicado, no sólo por no crearse nuevos bienes de capital sino por no reponerse los existentes. En nuestro caso, una mayor actividad –como el 8 por ciento registrado en el último trimestre– puede atenderse empleando mano de obra y capital ociosos; pero si la expansión continúa a igual ritmo –por caso, debido al mayor gasto global inducido por el aumento salarial– muy pronto el capital disponible se usará a pleno y se alcanzará un techo en el número de puestos de trabajo que nuestra economía puede ofrecer. Y el deseo de realizar nuevas inversiones chocará con la poca inclinación a ahorrar que caracteriza a nuestro pueblo. Y aunque esa circunstancia se superase, los nuevos bienes de capital, de tecnología más avanzada, se encontrarían con una mano de obra habituada al desempleo y no apta para tareas nuevas. La economía, en la frontera de la producción, reaccionará como siempre: con inflación.

Patentes (de corso)
Con estruendo estremecedor pasa a mi lado una motocicleta y luego un transporte público, curiosamente llamado “micro”. ¡Cada vez estamos peor!, exclamo. ¿Hasta cuándo seguiremos con este barullo? Alguien me calma, diciendo que se medirá el ruido de los vehículos fijando un límite máximo a los decibelios así producidos. ¿Lo qué? Hojeo el libro de la R.A.E. y aprendo que la palabreja viene de deci y belio, y que esta última, viene del apellido de A.G. Bell (1847-1922), físico británico naturalizado estadounidense, inventor del teléfono. Queriendo saber más, pongo el buscador de Internet en “A. G. Bell” y encuentro cosas sorprendentes: en e-camara.net, “el Congreso de EE.UU. reconoce que Graham Bell no inventó el teletrófono” sino que “se apropió de un invento del italiano Antonio Meucci”, en cuyo taller trabajaba Bell. Antonio Meucci (1808-’96) once años después de haber inventado el teléfono, presentó una solicitud de patente provisoria. Luego de renovar en 1872 esa petición, en 1873 no tuvo los 250 dólares para seguir adelante con el trámite. El 14 de febrero de 1876, A. G. Bell y E. Gray presentan, con diferencia de dos horas, la solicitud de patente, que se otorga a Bell. La noticia no solo nos informa que Bell era un empleado infiel sino que la justicia norteamericana, puesta a elegir, le da la razón al propietario del capital, no aldescubridor o inventor ¿No ocurre igual con reclamos de los laboratorios medicinales por cobro de patentes de invención? ¿Acaso el dinero que se cobra por “derechos intelectuales” no es apropiado por los grupos económicos y no transferidos a quienes descubren o desarrollan las fórmulas? La pregunta se torna grave si de las medicinas de que hablamos son medicamentos de los que depende la vida o el dolor. En muchos inventos juega el puro azar, y en todos, se apoyan en conocimientos que vienen de mucho antes. Y a cada descubrimiento preceden intentos: antes del cinematógrafo, aparece la cámara oscura, la fotografía, el daguerrotipo, el calotipo, la animación, la proyección de imágenes, la cronofotografía, la filmadora y el proyector. Hay, pues, dos criterios: el de Edison, de extraer vía patente hasta el último centavo, y el del Estado francés, que donó a la humanidad la invención del cinematógrafo de los hermanos Lumière. ¿No es éste el camino correcto para las patentes medicinales usadas por países subdesarrollados?

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