Domingo, 13 de febrero de 2005 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
Cuando salgamos del default volverán las inversiones. Se escucha con frecuencia ese augurio, y uno no sabe si tomarlo con circunspección o, sin más, correr a instalar una alarma antirrobo. Las innumerables experiencias de empréstitos entre países desarrollados y países en vías de desarrollo, culminaron siempre en la dependencia de los segundos respecto de los primeros. Sin ir más lejos, el empréstito Baring, contraído por el gobierno de Rivadavia, al finalizar el siglo XIX aún no se había cancelado. La gran maravilla argentina, su sistema ferroviario, el mayor de América latina en su momento, construido sobre el crédito de Londres, no tuvo otro fin que asegurar un buen caudal de materia prima y alimentos para la población e industria británicas. A principios del siglo XX un académico alemán, perteneciente a la joven escuela histórica, colega de Sombart y Max Weber, expresó de este país: “la América del Sur, pero sobre todo la Argentina, se halla en una situación tal de dependencia financiera con respecto a Londres, que casi puede ser calificada como colonia inglesa”. Curiosamente, la misma expresión reapareció a comienzos de 1933, cuando la rubia Albión agasajaba en Londres a la comisión encabezada por el vicepresidente de la Nación, doctor Julio A. Roca (h.) Gran Bretaña había acordado el año anterior con sus colonias o Commonwealth en Ottawa, un tratado sobre comercio de carnes, reservando su propio mercado a colonias como Australia. Entre agasajos y fiestas, y en el apuro por competir con muchos países que también esperaban para celebrar convenios bilaterales, la delegación argentina declaró que el país era prácticamente una colonia inglesa más. En el gobierno mismo de los EE.UU., presidido por Wilson, se produjo un documento aplicable a la actualidad. Decía: “Una potencia cuyos súbditos son tenedores de la deuda pública de un estado americano, y que ha invertido en él grandes montos de capital, puede controlar el gobierno de ese estado de la misma forma que si hubiera adquirido derechos soberanos sobre su territorio por medio de la ocupación, conquista o concesión”. El autor de esta joyita fue el secretario de Estado de los EE.UU. en 1915-’20, Robert Lansing (18641928), también representante de los EE.UU. en París, y para obligar al pueblo alemán, recién derrotado, a aceptar el Tratado de Versalles, lo privó del suministro de alimentos.
La lengua revela más de una cultura que lo que suele creerse. La diversidad de nombres para designar cierto objeto, o sus variantes, revela la importancia que la sociedad le confiere. Un sector de actividad –la llamada “mala vida”– es la delincuencia. Las variedades del delinquir generaron, en el Río de la Plata, más nombres diferenciadores que los de pelajes de los caballos: escruchar, achacar, afanar, aliviar, a la americana, achurar, atracar, currar, cajetear, etcétera. Sus especialistas: boquetero, burrero, buzón, punguista, campana, culatero, chivero, chorro, descuidista, faber, furquista, gambusa, gato, grata, ladriyo, lancero, lanza, levantador, madruguista, musicante, matufiero, mejicano, pequero, puente, ranfiña, shacador, etcétera. Sus instrumentos: arzobispo, monseñor, balurdo, bagayera, baratín, bufoso, morena, morocha, chumbo, ferramento, chúa, fierro, fiyingo, petisa, rabiosa, vaivén. Sus escondites: canuto, aguantadero. Y sus fines: guita, guitarra, tela, parné, pasta, vento, biyuya, burra, mosca, shosha, casimba, cuero, chala, fanamento, marroca, menega, resto, toco, etcétera. Cuanta más delincuencia, más necesarios los guardianes de la ley (botón, yuta, cana, cobana, cinco, chafe, taquero, tira) y esos edificios donde los delincuentes son apartados (cana, canasta, canushia, cafúa, cufa, gayola, chirona, piojera, capacha, quinta, galera, juiciosa, tipa). Aunque cueste creer, este último tema, el de las cárceles, fue introducido desde la Economía, cuando aún la Bastilla estaba en pie, por Mercier de la Riviere –como anexo al principio de seguridad, que junto a los de propiedad y libertad formaba un pilar de la sociedad– y del mismo a la lengua castellana por el vasco Valentín de Foronda, quien reclamaba cárceles dignas, para seguridad y no para castigo de los presos. Y del vasco al Río de la Plata, por Juan Hipólito Vieytes, en su Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, desde donde pasó a prácticamente todos los estatutos y antecedentes constitucionales argentinos, hasta el último (o casi) de J.B. Alberdi. ¿Vale la pena recordar a Vieytes? “Las cárceles no tienen otro objeto que el resguardo de los indiciados de algún crimen... Se les debe encerrar en un lugar sano, bien aireado y proveerles de todo lo que necesiten... Es preciso recomendar a los carceleros que no traten duramente a los presos”, etcétera.
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