Sábado, 31 de diciembre de 2005 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
La división de los tipos de gobierno (monarquía, democracia, etc.) es un tema antiquísimo, que se remonta a la Grecia clásica. La división de los poderes del Estado es mucho más reciente y no depende de que el gobierno sea una monarquía o una república. Nació con el fin de morigerar el viejo instinto del ser humano de querer tener a los demás a sus pies sin tener, a su vez, que reverenciar a ninguna otra persona. El caso clásico es la constitución de una monarquía constitucional después de la revolución inglesa de 1688, separando el poder entre el rey y el Parlamento. Este último, por su parte, se reservaba ciertas atribuciones caras a los monarcas, como la fijación de impuestos. La Justicia, entre tanto, quedaba subordinada al rey. Un Parlamento integrado por representantes del pueblo se convirtió en dique de contención de las pretensiones absolutistas de los modernos césares de todas las latitudes. Empero, el Parlamento popular no estuvo solo, y a su lado se formó una cámara representante de los feudalismos locales, de aristócratas de menor rango que el mismo rey, pero más fieles a él que al pueblo: el Senado. A diferencia del Senado romano, integrado por popietarios de esclavos, el moderno Senado se integró por propietarios de tierras. Como si fuera una astucia real inglesa, el dique de contención se apoyó en dos cimientos: la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lords. En otros países, los césares de turno dejaron ver su propósito absolutista quemando los recintos parlamentarios, encarcelando a sus integrantes, o cambiando la Ley Fundamental para suprimir la institución: Hitler (1933), Onganía (1966), Videla-Massera-Agosti (1976). Ellos, bajo nombres como “canciller”, “presidente” o “triunviro”, eran verdaderos monarcas despóticos, que despreciaban, perseguían, encarcelaban y aun eliminaban, a sus adversarios políticos. ¿Hasta qué punto importa la forma de gobierno? Recordemos que en Brasil se votó –hace algo más de treinta años– para elegir entre república o monarquía. Para John Stuart Mill –economista que escribió páginas memorables sobre política, como Gobierno representativo (1861)– el canon no era tanto “quiera el pueblo votar”, como expresó Sáenz Peña, sino “sepa el pueblo elegir”, y su juicio sobre un gobierno variaba según el grado en que aquél promovía la ignorancia y la estupidez de las masas, o bien su educación e inteligencia.
El año que hoy termina trajo consigo una visita indeseable, que al parecer se ha instalado sin ánimo de irse: la inflación. Por ahora, aceptemos que por mes los precios suben sólo un 1 por ciento. Este aparentemente pequeño incremento afecta, sin embargo, de manera desigual a las grandes clases sociales. Y lo que es más grave, afecta primero a las clases económicamente más débiles: los trabajadores y empleados. El que gana 100 pesos y con ello compra 100 unidades de un bien de consumo que se vende a un peso, a fin de mes sólo comprará 99 unidades a $1,01 cada una. Al fin del mes siguiente, sólo comprará 98 unidades a $1,02 cada una, y así sucesivamente. Su nivel de consumo, o si se prefiere, su calidad de vida, se irá deteriorando, sin prisa, pero sin pausa. La situación no podrá ser más injusta, por cuanto ataca sin cesar a la subsistencia de las clases más desfavorecidas. En un punto límite, ataca el derecho a la vida. ¿Qué salidas hay? Supongamos, para simplificar, que el país se divide en empresas (que contratan trabajadores por un salario y les venden productos para obtener una ganancia), familias (que obtienen su salario de las empresas y lo gastan en compras a las mismas) y Estado (que deriva sus ingresos del cobro de impuestos, y los gasta según lo establecen los políticos). Los salarios son vistos por las familias teniendo en cuenta la cantidad de bienes que permiten comprar, como salarios “reales”. En cambio, las empresas y el Estado ven a los salarios como cantidades nominales de dinero. Las empresas, como un costo de producción. El Estado, como un gasto del Presupuesto. Las posibilidades “lógicas” del problema son: 1) que las empresas otorguen aumentos nominales de salarios, pagándolos con sus propias ganancias, sin aumentar los precios de sus productos; 2) que el Estado otorgue aumentos generales de salarios nominales, volcando a la economía la cantidad de dinero necesaria; 3) que el Estado renuncie a parte de sus ingresos, eliminando los impuestos en aquellos bienes que consumen las clases asalariadas, e incluso subsidiando el precio de tales bienes, lo cual recortaría sensiblemente la masa de dinero que actualmente queda bajo el control de la clase política. Cada alternativa implica que alguna clase ceda algo a favor de las familias, lo que no es muy probable, en una sociedad donde cada cual vive a la defensiva, cuidando sólo de su propio interés.
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