Domingo, 26 de marzo de 2006 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
El dinero es algo que se usa o se guarda. Se usa, más que nada, para adquirir los bienes y servicios que necesitamos, del tipo que preferimos y en la cantidad que podemos, evitando así la tarea casi imposible del trueque, es decir, hallar quien pueda suministrarnos lo que queremos y a la vez quiera aceptar lo que nosotros podemos entregar, ya sea trabajo u otros bienes. También se guarda, a veces sin propósito fijo, en el convencimiento de que, mientras permanezca con nosotros, conservará el valor que representa, y si aparece algún gasto eventual, siempre será aceptado por otros. Los antiguos economistas comparaban al dinero con los medios de transporte, que llevan los bienes de un lado a otro. El francés Say decía del dinero que “es el carruaje del valor de los productos”. Otros, más técnicos, consideraron que la cantidad necesaria para transacciones era una fracción de la riqueza creada anualmente en la sociedad. En símbolos: L = K.Y, donde L es la tenencia de dinero en efectivo, Y la masa de bienes negociados durante un período, y K una fracción: “un quinto, un décimo o un vigésimo”. Si es K = 0,2 (un quinto), con 20 pesos, cambiando de manos cinco veces, se pueden negociar bienes por un valor de 100 pesos. Keynes encontró esta fórmula insuficiente, pues el dinero no sólo sirve para adquirir bienes o resguardarnos contra gastos imprevistos, sino que puede guardarse hasta que aparezca una buena oportunidad de colocarlo a interés, es decir, prestarlo a otros. Keynes llamó a su fórmula “preferencia por la liquidez”, aludiendo al carácter “líquido” que tienen el dinero y sus sucedáneos próximos. La historia no se detuvo allí, y se ofrecieron otras refutaciones y mejoramientos de la fórmula de Keynes. Nosotros no nos quedamos atrás, y en tiempos recientes vemos una marcada inclinación –una “propensión”, diría Keynes– del funcionario público a retener para sí activos líquidos que, presuntamente, debían seguir su ruta a otro destino: dos niñas hallan una bolsa con dinero y la entregan a un oficial de policía, que éste retiene en su casa; un intendente retiene fondos recibidos con el fin de subsidiar a productores agropecuarios en dificultades; un gobernador de provincia retiene fondos coparticipables. Es una propensión que parece crecer en los hombres de Estado, y que, con espíritu de observador neutral, podría llamarse “preferencia por la liquidez ajena”.
En algunos casos, lo que una persona piensa y los móviles de su acción cuando es adulto pueden explicarse a través de experiencias anteriores de su vida, que por algún motivo dicha persona considera dignas de integrarse a su aporte a los demás. Alfred Marshall (1842-1924), el gran codificador del neoclasicismo, en su juventud estudió matemáticas, que en su tiempo daba un lugar estratégico al cálculo infinitesimal, que él mismo llamó “la matemática de los pequeños incrementos” (una cifra que cambia de 200 a 250 tiene un “incremento” de 50, y por cada 100 de la cifra inicial, uno de 25, o 25/100, o 25 por ciento). Al cumplir 27 años apareció El origen de las especies de Charles Darwin, donde se sostenía que “la naturaleza no hace saltos”, vale decir, se mueve por pequeñísimas variaciones, apenas perceptibles. O sea, por cambios representables por el cálculo infinitesimal. Marshall emprendió así el desarrollo de una ciencia económica análoga a la biología, que llamó “Principios de Economía”, a la manera del divulgador de Darwin, Herbert Spencer. Marshall sostenía que “la Meca del economista es la biología económica, antes que la dinámica económica”. El método de Marshall tuvo a su vez divulgadores, el más importante de los cuales fue Philip H. Wicksteed, sacerdote unitario frustrado, autor del Ensayo sobre la coordinación de las leyes de la producción y la distribución (1894), donde establece la teoría neoclásica de retribución de los factores productivos sobre la base de suproductividad marginal. En un célebre artículo de 1914, llamaba al enfoque de los problemas económicos mediante cálculo diferencial, “teoría diferencial” o “economía diferencial”, y daba más importancia al incremento que al total de las magnitudes económicas. El gobierno nacional parece seguir a Wicksteed y ponderar más los incrementos (o decrementos) que los totales de las magnitudes. Esta semana se anunció la reducción de la pobreza del 40,2 al 33,8 por ciento en un año (un decremento del 6,4 puntos porcentuales). Sin embargo, no se aclara de qué pobreza se trata, pues ella incluye pobres estructurales y pobres nuevos –los lanzados a la pobreza por la crisis–. Los segundos, automáticamente, salen de la pobreza cuando la economía crece. Por lo tanto, en una economía que crece a un 9 por ciento, que la pobreza caiga sólo seis puntos indica, más bien, que no se hace mucho por erradicar la pobreza, o que lo que se intenta no es efectivo.
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