Domingo, 2 de julio de 2006 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
Un país que convierte su economía, de autárquica a abierta, y expande la producción de los bienes en que posee más eficiencia, puede con ellos entablar comercio con otros países y obtener vía comercio más cantidad de los otros bienes en que es menos eficiente. Y ello vale aunque el país referido sea más eficiente en todas las líneas de producción. El comercio siempre es ventajoso, sea para cada país en particular o para el conjunto de países. Esta es, en grandes líneas, la teoría de la ventaja comparativa, expuesta por Robert Torrens en Inglaterra y adoptada por David Ricardo en su libro Principios de Economía Política (1817). “El comercio exterior –decía– no produce nunca como efecto inmediato un aumento en la totalidad de los valores de un país, aunque puede contribuir muy poderosamente a aumentar la masa de bienes y, por tanto, la suma de todas las satisfacciones.” Ilustraba su argumento con un hipotético comercio entre Inglaterra y Portugal, en el que el segundo era más eficiente (producía con menos cantidad de trabajo) en dos líneas productivas, vino y tejidos: “En un sistema de intercambio perfectamente libre, cada país dedicará lógicamente su capital y su trabajo a aquellas producciones que son más beneficiosas para él. Estimulando la industria, premiando la invención y utilizando de modo más eficaz las facultades especiales concedidas por la naturaleza, se distribuye el trabajo con la mayor eficiencia y economía; y aumentando al mismo tiempo la cantidad total de bienes, difunde un bienestar general y liga con el vínculo común del interés y el intercambio a todos los pueblos del mundo civilizado. La producción del vino en Portugal puede requerir solamente el trabajo de 80 hombres en un año, y para la producción de tejidos en el país pudieran necesitarse 90 hombres por un tiempo igual. Le resulta, por tanto, ventajoso exportar vino a cambio de los tejidos. Este intercambio puede tener lugar aun cuando la mercancía importada en Portugal pudiera producirse allí con menos trabajo que en Inglaterra. Aunque se fabricase el tejido con el trabajo de 90 hombres, sería importado de un país donde requiriera el trabajo de 100, porque le sería más ventajoso emplear su capital en la producción de vino, con el cual obtiene más tejidos de Inglaterra que los que obtendría traspasando una parte de su capital del cultivo de viñedos a la manufactura de tejidos”.
La doctrina de Ricardo basó la política comercial de Inglaterra. Que tal política se haya sostenido prueba que el comercio la benefició. Pero, ¿benefició también a los países que comerciaban con ella? Prebisch sostuvo que no: “La realidad está destruyendo en la América latina aquel pretérito esquema de la división internacional del trabajo que, después de haber adquirido gran vigor en el siglo XIX, seguía prevaleciendo doctrinariamente hasta muy avanzado en el presente. En ese esquema a la América latina venía a corresponderle, como parte de la periferia del sistema económico mundial, el papel específico de producir alimentos y materias primas para los grandes centros industriales. No tenía allí cabida la industrialización de los países nuevos. Los hechos la están imponiendo, sin embargo. Dos guerras en el curso de una generación, y una profunda crisis económica entre ellas, han demostrado sus posibilidades a los países de la América latina, enseñándoles positivamente el camino de la actividad industrial. La discusión doctrinaria, no obstante, dista mucho de haber terminado... Es cierto que el razonamiento acerca de las ventajas económicas de la división internacional del trabajo es de una validez teórica inobjetable. Pero suele olvidarse que se basa sobre una premisa terminantemente contradicha por los hechos. Según esta premisa, el fruto del progreso técnico tiende a repartirse parejamente entre toda la colectividad, ya sea por la baja de los precios o por el alza equivalente de los ingresos. Mediante el intercambio internacional, los países de producción primaria obtienen su parte en aquel fruto. No necesitan, pues, industrializarse. Antes bien, su menor eficiencia les haría perder irremisiblemente las ventajas clásicas del intercambio. La falla de esta premisa consiste en atribuir carácter general a lo que de suyo es muy circunscripto. Si por colectividad sólo se entiende el conjunto de los grandes países industriales, es bien cierto que el fruto del progreso técnico se distribuye gradualmente entre todos los grupos y clases sociales. Pero si el concepto se extiende a la periferia de la economía mundial, aquella generalización lleva en sí un grave error. Las ingentes ventajas del desarrollo de la productividad no han llegado a la periferia, en medida comparable a la que ha logrado disfrutar la población de esos grandes países”.
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