Domingo, 1 de octubre de 2006 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
No hace tantas décadas la Argentina se enorgullecía de tener –junto a Uruguay y Chile– un alto índice de alfabetización y una ancha franja social intermedia entre la clase “alta” y la “baja”, que nos “distinguía” de los demás países latinoamericanos, de la “América morena”, como decía el Carlo. Con esa clase media se asociaban rasgos como la “movilidad social”, lo que le confería cierta cualidad de puente entre los de abajo y los de arriba en la estructura social. Pero, como en la guerra, los puentes son destruidos por los enemigos del tránsito, y cada cual debe quedarse en su orilla. Severamente dañados sus bienes y sus ingresos, la clase media se fue transformando en gran parte en nueva clase pobre. Sin puente, los de arriba siguieron gozando de sus chiches modernos, sus 4x4, sus plasma, etc., en tanto los de abajo debieron ir renunciando a la educación de sus hijos para enviarlos a pedir limosna, renunciar al empleo por falta de preparación, etc. Hoy sabemos a cuántos llega la población de la Argentina hambrienta: 12 millones de pobres, de los que gran parte son beneficiarios de “planes sociales” de 150 pesos mensuales. Día a día se incrementan las diferencias y los rechazos entre la Argentina satisfecha y su contraparte. Escribió Platón acerca del amor, que los dioses, celosos de los hombres –que entonces eran hermafroditas– porque pretendían ser como ellos, los separó físicamente en dos partes, que permanentemente se buscaban y, al hallarse, ya no querían separarse más. En nuestra sociedad ocurre algo parecido pero de signo contrario: ella se ha escindido en dos partes que no se quieren encontrar y unir, cada cual haciendo su vida, como si fueran dos sistemas socioeconómicos separados. Incluso un factor de cohesión, como el lenguaje, es distinto en cada lado. A principios de los 1950, varios economistas, ocupados en el desarrollo distinto de los países acuñaron el término economía dual. Entre ellos, el economista Hans W. Singer, hace poco fallecido. Entre las múltiples características de uno y otro sector, señalaba Singer la diferencia de productividad: en el sector moderno, alta productividad y tecnología moderna, y por tanto capacidad exportadora; coexistente con el anterior un sector retrasado, de baja productividad, concentrado en producciones como alimentos y ropa, a menudo de naturaleza primitiva y para uso propio de subsistencia.
Hace algún tiempo dos colegas docentes, persuadidos quizá de mis extraordinarios conocimientos sobre la moneda, me pidieron una orientación para encarar una estimación empírica de la demanda de dinero. Con el fin de no defraudarlos, inicié una afanosa búsqueda sobre el tema y, para mi sorpresa, encontré que entre nosotros y ahora o en algún pasado hay un crecido número de vocablos para referir al dinero, sus funciones, sus clases y procedencias, y sus poseedores y las distintas actividades, lícitas y no lícitas, para su obtención. Por otro lado, del mundo de la traducción me marcaron que, cuando una cosa recibe muchas denominaciones en cierto lugar de la Tierra, se debe a que en ese lugar dicha cosa es muy importante. Por ejemplo, la nieve en países como Finlandia, o el caballo en lugares como la pampa argentina. Y viceversa, cuando cierta cosa sólo se llama con un mismo vocablo, como love en inglés, revela que para quienes lo emplean ella ocupa un lugar desdeñable. Entre nosotros, podemos remitirnos al verso de Yacaré (“¡Salve vento, menega, shosha, guita, bataraces o duros ¡lo que sea!”), donde se nombra al dinero con seis palabras distintas. El “dinero”, en general, aquí se llama o ha llamado también “guita”, “guitarra”, “biyuya”, “chala”, “menega”, “meneguina”, “morlaco”, “mosca”, “paco”, “parné”, “vento”, “shosha”, “duro”, etc.). Y se distingue a quien lo tiene en abundancia (“bacán”, “chaludo”, “forrado”) de quien carece de él (“águila”, “aguilero”, “corta”, “forfái”, “misho”, “pato”, “seco”, etc.); quien lo roba (“chorro”, etc.) Hay además distintas clases de dinero según su procedencia: el robado (“toco”, “pasta”); el proveniente de sobornos (“coima”, “cometa”, “coimisión”, “ana-ana”, “cañota”), y se distingue a quienes disfrutan al de esta última clase (“toquero”, “tocado”); hay dinero aparente (“balurdo”). Entre las funciones ordinarias del dinero, se subraya la de servir de unidad de cuenta: la unidad propiamente dicha, el peso (“mango”, “ferro”, “nacional”, “nal”, “mangangá”, “sope”, “bataraz”, “gruyo”, “morlaco”), la moneda de 50 centavos (“chancha”), el billete de cinco pesos (“cocinero”), de cincuenta (“media gamba”), de cien (“canario”, “gamba”), de mil (“fragata”, “luca”, “lucarda”), el millón (“palo”). El dinero, pues, parece obsesionar a los argentinos. Y más que la econometría, parece tema del psicoanálisis.
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