Domingo, 19 de noviembre de 2006 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
No son los tigres de la Malasia –aquellos “tigrecitos” de Sandokán, que llenaban las tardes de los pibes de los años cincuenta con acción y colorido y que animaban a algunos a leer aquellas aventuras en la Colección Robin Hood–. Son los tigres de ahora, los de la malaria, los más vapuleados por la crisis, que casi los expulsa de la sociedad vía el mecanismo darwiniano del mercado. Sin embargo, a base de ingenio y empeño, resistieron y logran seguir perteneciendo a la sociedad, aunque en los márgenes de ésta, gracias a haberse inventado un trabajo factible para ellos o haberse adaptado a diversas labores creadas por el ingenio colectivo. Tales empleos de su tiempo les permiten, si no “bien vivir”, al menos sobrevivir, aceptando carencias de todo tipo. Entre estas últimas, la privación de vivienda, indumentaria y educación para sus hijos, lo que no es poco sacrificio. Pero lo poco con lo que se sustentan les permite no buscar medios de vida delinquiendo (por ejemplo, robando objetos metálicos para revender). Son los “perdedores” del juego del mercado y por esa misma razón la “corriente principal” de la economía no se ocupa de ellos. De otros trabajadores, la economía laboral estudia cuánto ganan, qué extensión tiene su jornada de trabajo, qué tecnología utilizan para combinarse con otros instrumentos de producción, en qué régimen de retiro o jubilación se encuadran, etc. De estos nuevos oficios marginales poco se sabe. Acaso el más estudiado fue el de los cartoneros, debido al revuelo que se produjo con motivo de discutirse a quién pertenece la basura que se saca a las veredas en la ciudad de Buenos Aires. En ellos se ha visto en dos décadas todo un cambio tecnológico: comenzaron descubriendo la rueda, en carros tirados por ellos mismos; luego instrumentos mejores, como la bicicleta o la explotación del otro, al utilizar el caballo como fuerza de tiro. También descubrieron el sometimiento, al tener que negociar con acopiadores. También vemos: 1) guarderías de bicicletas, que utilizan –para ahorrar el boleto de colectivo– los que viven alejados del tren, pero que lo necesitan para ir a trabajar, 2) cortadores de césped, con sus “bordeadoras”, 3) limpiadores express de vidrios de autos, 4) “malabaristas express”, empeñados en enternecer al escorpión de los bolsillos de los automovilistas, 5) transportistas de residuos voluminosos.
Producir es complementar, pero no sólo reuniendo factores productivos en cantidades determinadas, sino también adecuando lo que se produce a los requerimientos de quienes necesitan la producción. Se produce esencialmente para otros. Por lo tanto, la producción debe tener en cuenta a quienes necesitan el producto y cómo producen y en qué condiciones venden otros productores. La gran producción para exportar debe tener en cuenta la demanda exterior. La producción para comercializar en el país debe ajustarse a la demanda interna. Y hasta la producción para el barrio en que se vive debe satisfacer ciertas normas. La producción para uno mismo, en cambio, sale de toda norma: no requiere un estándar tecnológico, determinada duración del proceso productivo, un máximo de costo, ni un permiso o habilitación para ejercer determinado arte u oficio. A medida que se reduce la esfera para la que se produce, pareciera que aumenta la discrecionalidad o irregularidad. El apego a la libertad y la independencia parecen hallarse en lo más íntimo del ser nacional. Las hallamos en las célebres baterías de Belgrano a orillas del Paraná y en el espíritu indomable de Martín Fierro. Pero esas cualidades, llevadas al campo productivo, son letales. Les refiero un caso personal. Vivo en una casa antigua. Me propuse repararla. Una abertura necesitaba un mosquitero: llamé a un vidriero y carpintero de aluminio. Unas sillas necesitaban encolarse: vi a un carpintero. El techo necesitaba una carpeta nueva para drenar mejor: hablé con un albañil. Una puerta metálica se desprendía de sus herrajes: vi a un herrero. Por último: la cañería de agua estaba oxidada por dentro y debía reemplazarse: llamé a un plomero. El carpintero de aluminio y el herrero anotaron en sus agendas el domicilio y prometieron una fecha: no vinieron nunca. El carpintero nunca arregló las sillas. El plomero vino tras muchos días e hizo sólo la mitad del trabajo. El albañil apareció después del día pactado y sólo dejó una lista de materiales a comprar. Salvo el carpintero de aluminio, ninguno de ellos anuncia su oficio en un cartel, volante o tarjeta. Ninguno de aquellos con que traté dio un precio cierto por su labor. Si cualquiera de los encargos se concreta, no se sabe cuál será su calidad. Es una muestra, pequeña por cierto, pero que sugiere que por ese camino una franja de trabajadores no podrá llegar muy lejos.
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