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Entre 1970 y 2001, China creció a un promedio anual del 9 por ciento (la Argentina, a sólo 1,7). Pero, aunque partiendo de un régimen comunista, la desigualdad avanzó más en China que la propia economía, al punto de ser ya un país más inequitativo e incluso más clasista que muchos de sistema capitalista. También son enormes los desniveles regionales: Shangai disfruta de un ingreso medio que es más de doce veces el de la provincia más pobre, según datos que consigna Seth Kaplan en el International Herald Tribune. Kaplan es un consultor de negocios que vivió siete años en Shangai.
Los números del boom chino son alucinantes, como ya es sabido. En trece años la cantidad de teléfonos saltó de 7 millones a casi 500 millones. En dos décadas los televisores pasaron de 9 millones a 370 millones. Etcétera. Pero sigue rigiendo un antiguo sistema de registro de residencia llamado hukou, que señala dónde está autorizada una persona a vivir y trabajar. Esto le permite a las ciudades más prósperas del viejo imperio bloquear el acceso de forasteros a empleos, escuelas y hospitales. Unos 120 millones de migrantes internos y trabajadores golondrina eluden la restricción conchabándose en negro, con jornadas más largas y salarios más bajos. Pero sus hijos no pueden asistir a las escuelas normales, y esas familias están en permanente riesgo de ver demolidas sus precarias viviendas y ser deportadas.
La discriminación por lugar de origen desemboca en absurdos como éste: los jóvenes de hogares ricos pueden ingresar a las mejores universidades con notas más bajas que las exigidas a los pobres. Con la salud pasa algo similar: el gasto público por habitante triplica en las ciudades el de las áreas rurales. Toda esta inequidad se ve acentuada por una corrupción generalizada. Hongbao se llaman unos sobres rojos llenos de billetes con los que los chinos adinerados sobornan a los funcionarios para conseguir lo que desean. Desde la Justicia a las privatizaciones, en todo proliferan las prácticas corruptas.