Domingo, 28 de agosto de 2005 | Hoy
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Por Marcelo Zlotogwiazda
Además de, por supuesto, un rotundo rechazo a la experiencia de los ’90 donde se aplicó la receta del llamado Consenso de Washington, el denominador común más potente que tuvo el seminario “Consenso de Buenos Aires” que se desarrolló el martes pasado en Pilar con la presencia estelar del Premio Nobel Joseph Stiglitz, fue que la nueva etapa requiere de un tipo de cambio competitivo. Fue, como siempre, el caballito de batalla en la exposición de Roberto Frenkel; lo afirmó el número dos de Naciones Unidas en temas económicos y sociales, José Antonio Ocampo; y fue el tópico que Stiglitz ubicó al tope de las ocho lecciones que se deben extraer de la frustrada década anterior. Y naturalmente que se hubiera sumado al coro Roberto Lavagna, si en lugar de encapricharse en no aparecer junto a la candidata Cristina Fernández durante la campaña, ni al lado de Alberto Fernández en ningún caso, hubiera aceptado la invitación que le hicieron a participar de un evento donde sólo recibió elogios y en el que correspondía que estuviera. De todas maneras, ese mismo día en otro encuentro, el ministro de Economía fue vehemente en insistir en que de ninguna manera aceptará una caída del tipo de cambio nominal a los niveles que algunos en la city y otros desde afuera le reclaman.
Es indudable que la paridad cambiaria es una de las variables claves que explican la resurrección de muchos sectores y, por ende, parte importante de la fuerte y acelerada recuperación general de la postconvertibilidad. Sobresalen, es obvio, las actividades transables que más habían sufrido con el atraso cambiario, y que desde la devaluación más rápido recuperaron mercado interno sustituyendo o mercados de exportación.
Ejemplo de lo primero es el rubro textil, que esta semana estará celebrando la primera convención que la Fundación ProTejer organiza en la Sociedad Rural Argentina, donde difícilmente se respire tanta prosperidad como el mes pasado durante la exposición agro-ganadera, pero donde seguramente habrá buen clima. Algunas cifras lo justifican. Tras la debacle aperturista de los años ’90, que se comió miles de firmas, redujo la capacidad productiva de toda la cadena a menos de la mitad de lo que había a inicios de los años ’70 y que barrió con 300.000 puestos de trabajo directos, en los últimos tres años se registra: un salto en la producción que ya sobrepasó el nivel máximo registrado durante la década pasada en 1997, un uso de la capacidad instalada que promedia el 75 por ciento, inversiones significativas en equipamiento y capital de trabajo, y la recuperación de la mitad del empleo que se había perdido, entre otros logros.
Pero más allá de este dato microeconómico, y de la euforia con que el Gobierno difunde la caída en el índice de desocupación, lo cierto es que el comportamiento más reciente del mercado laboral despierta algunas inquietudes. Una de ellas es por la brusca desaceleración que hubo en el ritmo de creación de empleo.
Si se toman en consideración los últimos dos años y medio se observa que, en números gruesos, se generaron 2 millones de nuevos puestos de trabajo genuinos (es decir excluyendo los planes Jefas y Jefes de Hogar), que sirvieron para absorber 800.000 personas que se sumaron al mercado laboral y para acabar con el desempleo de 1,2 millones de personas; traducido a porcentajes esto se reflejó en una caída desde casi el 22 en el año 2002 al 15,7 por ciento ahora, si se lo mide correctamente excluyendo a los que reciben subsidios.
Pero si se desagrega todo ese período aparece una tendencia preocupante. Mientras en el año 2003 el empleo subía un punto porcentual por cada punto de aumento en el PBI, el año pasado esa elasticidad bajó a 0,7 de aumento en el empleo por cada punto de alza de la economía, y si se compara el primer semestre de este año con igual período del año pasado la elasticidad cayó a 0,4, que es incluso inferior al promedio que se registró durante la convertibilidad. Llevado a número de personas, la economía está creando anualmente una cantidad de nuevos puestos de trabajo que no es demasiado superior a los que se incorporan al mercado, de lo cual se desprende la desaceleración última en la tasa de desempleo, y eso cubre de nubarrones las expectativas de llegar rápidamente a una tasa de desocupación de un dígito.
Superponiendo el consenso tan contundente sobre la necesidad de un tipo de cambio competitivo con esta tendencia en el empleo, se llega a una conclusión que por elemental no deja de ser importante: la paridad cambiaria es una herramienta que bien usada es poderosísima para estimular el crecimiento, siempre y cuando se la complemente de manera adecuada.
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