Domingo, 7 de enero de 2007 | Hoy
CONTADO
Por Marcelo Zlotogwiazda
Existen varios elementos como para relativizar la euforia que rodeó y que provocó el anuncio de que la recaudación impositiva de 2006 superó los 150.000 millones de pesos, tras un incremento del 25,8 por ciento respecto del año anterior. Comenzando por lo más obvio, cabe señalar que el aumento fue facilitado por la fuerte expansión de la actividad económica, tal como consignó el propio titular de la AFIP, Alberto Abad. A lo que corresponde agregar el impacto de la inflación, que por el lado de los precios también contribuyó a ampliar la base imponible en términos nominales. Para tener una medida apropiada de la eficacia en el cobro, la suba debe ser neteada de los efectos cantidad y precio, es decir del 8,5 por ciento de crecimiento y del 9,8 por ciento de inflación, lo que en una primera lectura deja como mérito de la AFIP un alza de alrededor del 5 por ciento. Lo que no es poco, pero tampoco mucho.
Una manera más directa de ilustrar esa performance es a través del indicador de la presión tributaria. Lo primero que se observa es que se mantuvo la tendencia alcista que comenzó en 2003: en proporción al Producto Bruto, la recaudación alcanzó el año pasado el 23,2 por ciento, ocho décimas más que en 2005 y siete puntos porcentuales más que en la hipercrisis de 2002. No hay duda de que siguió el avance, pero todavía hay mucho para recorrer hasta llegar a una situación en la que se generen los recursos fiscales que requiere una sociedad que indefectiblemente necesita de mayor gasto público para sostener una orientación de crecimiento con distribución.
Conviene vacunarse contra los que ya están agitando el fantasma de que la presión es demasiado alta, lo que no se sostiene en comparación con países de similar desarrollo, ni mucho menos con países que son ejemplo a imitar. La última vez que se impuso la idea de que los impuestos al trabajo y en general eran elevados, el menemismo redujo los aportes patronales y gravámenes internos a bienes suntuarios, acelerando la crisis fiscal que se venía incubando.
Volviendo a los resultados del 2006, la composición de la recaudación también invita a moderar el exitismo. Por primera vez desde que comenzó la recuperación, el Impuesto a las Ganancias aumentó (20 por ciento) menos que la recaudación total, lo que significa que su incidencia ha caído. Hay mucho que discutir respecto de cuán progresivo es el Impuesto a las Ganancias al uso nostro: por un lado debido a que grava preponderantemente a las empresas, que por lógica trasladan parte de la carga a precios y por lo tanto lo convierten de tributo directo a indirecto; en segundo lugar, porque las personas son gravadas a partir de ingresos medio-bajos y están exentas fuentes de grandes rentas de los sectores más ricos, como las financieras o las ganancias de capital. No obstante, dentro del menú disponible sigue estando entre los más equitativos. El pobre desempeño de Ganancias llama aún más la atención al considerar que, salvo excepciones, sigue congelado el mínimo no imponible para los individuos, y sigue sin aceptarse el ajuste por inflación para las empresas.
En cuanto a Bienes Personales, el único impuesto que incuestionablemente recae sobre los más adinerados, su rendimiento acentuó el ridículo que arrastra desde que se creó: en un año de sustancial enriquecimiento patrimonial de la franja superior de la pirámide social, recaudó apenas un 14,6 por ciento más para llegar a 2000 millones de pesos, que en comparación con el potencial del tributo lucen insignificantes.
Los 150.000 millones de pesos que para el Estado nacional son por ahora suficientes como para mantener holgura fiscal, también empalidecen al observar el deterioro en la solvencia de las provincias que, conviene recordar, dependen en un 70 por ciento de la coparticipación de los impuestos nacionales para cubrir sus gastos. Para ejemplificar el debilitamiento con dos casos relevantes, la provincia de Buenos Aires ya está en rojo, y en la Ciudad Autónoma el gasto corriente subió el año pasado el doble que los ingresos totales.
Es verdad que la eficacia recaudatoria de la mayoría de las provincias es impresentable, pero no es menos cierto y muy preocupante que, una vez que una de ellas lanzó una tenue iniciativa para fortalecer sus ingresos de manera progresiva, el boicot surgió del Gobierno nacional. Se trata del intento realizado por el gobierno de Felipe Solá para cobrar una sobrealícuota en el Impuesto Inmobiliario y en Patentes de autos a los contribuyentes con patrimonio superior al medio millón de pesos, lo que afectaba a 130.000 personas de alto poder adquisitivo y beneficiaba a muchos más mediante la desgravación total del Inmobiliario. Posando el microscopio sobre el partido de Vicente López, el municipio más próspero de América latina, el proyecto afectaba a 4000 grandes propietarios y favorecía a un número mucho mayor de pequeños y medianos contribuyentes. Era un tibio avance en términos de equidad y de equilibrio fiscal, pero el proyecto fue volteado con colaboración de legisladores bonaerenses enrolados en el más puro kirchnerismo.
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