Martes, 29 de mayo de 2012 | Hoy
TEATRO › MARIANO STOLKINER DIRIGE SHOPPING AND FUCKING, DE MARK RAVENHILL
El autor de esta obra radicalmente antisistema es parte del movimiento inglés In Yer Face, del cual se ha nutrido el director argentino, con pasado de adolescente punk. “La mejor manera de hacer teatro político hoy es preguntarnos cosas”, afirma.
Por María Daniela Yaccar
Para Mariano Stolkiner, el teatro sirve para graficar que otro mundo es posible. “Hablo como un tipo de 70 años. Me siento un pelotudo”, se disculpa el director en la charla con Página/12. Todavía le pesa el recuerdo de un joven que, tras presenciar su último espectáculo, le dijo: “Es muy noventoso. Tener ideales ya fue”. Pero Stolkiner se dice seguro de que las convicciones valen la pena, y es en base a ellas que elige los textos que pone en escena, los más oscuros del teatro inglés de los últimos años. Shopping and fucking (viernes a las 21, Valentín Gómez 3378) es una obra radicalmente antisistema, de Mark Ravenhill quien, aunque editado aquí en 2009, llega por primera vez a las tablas locales. Y es una buena noticia.
El grupo dirigido por Stolkiner es El Balcón de Mersault y la traducción es de Rafael Spregelburd. Shopping and fucking es una obra grunge, por momentos con un énfasis beatnik en lo marginal: cuenta la historia de cuatro personas –hay un quinto personaje con un rol muy particular– y su relación con las drogas, el consumo, el afecto y el sexo. En la puesta de Stolkiner, el hogar donde conviven dos jóvenes con un adicto que, aparentemente, los rescató de la calle, es rosa y de plástico, a modo de ilustración de la vacuidad del mundo en el que están inmersos. Todo es fugaz, todo se compra y se vende, incluso el cuerpo. Ravenhill es uno de los exponentes del movimiento In Yer Face, surgido en los ’90 en Inglaterra. Los críticos han ubicado dentro del mismo grupo a Patrick Marber y Sarah Kane, de quien Stolkiner ha montado Cleansed y Amor de Fedra.
El director, que tiene un pasado de adolescente punk, explica por qué elige obras creadas por estos autores y, particularmente, aquellas que datan de los ’90. “Eran jóvenes de 23 años que vivieron un momento de quiebre sustancial. Se habían criado con una zona de esperanza y vieron, cerca de la adultez, que el mundo era otra cosa. Empezaban a vivir las consecuencias del neoliberalismo y del capitalismo. En sus formas dramáticas aparece un cruce entre lo que fue y el momento en que el barco está terminando de hundirse: es un grito desesperado”, explica. Y continúa la reflexión con otra sobre el teatro porteño: “Tiene el defecto de mirarse demasiado a sí mismo. Añoro los ’90: fueron tiempos complicadísimos, pero de una producción impresionante”.
–Sin dudas. El teatro se nutre de las crisis pero, además, debe poner en crisis creencias y valores. Sobre todo el independiente, aunque ya no sé bien qué significa eso. Mi obra habla justamente de la imposibilidad de encontrar una independencia, porque vivimos completamente dependientes del sistema. Se llama Shopping and fucking porque hoy compramos cualquiera, mientras el “fucking” sirve como anestesia. El problema es dónde queda el contacto amoroso más profundo en este marco: a pesar de que se les dice que los aman, los personajes no pueden creerlo. Hemos llegado a un punto en el cual nada nos alcanza para creer en nuestros contactos íntimos, ni con uno mismo ni con los demás.
–La Argentina es el país de la barra brava. La grupalidad ha generado las cosas históricamente, las más bellas y las más crueles. El inglés es más austero, tiende a una vida más solitaria. Viví en Inglaterra tres años y me fue muy difícil acostumbrarme: era salir a la calle y pasar completamente inadvertido, aunque me pusiera una remera naranja con vivos amarillos. Una vez, en el subte, observé a un chico que me llamó la atención. El contacto visual es habitual para nosotros. El me hizo fuck you, no le gustó que lo mirara. Hay cosas que se potencian en la idiosincrasia inglesa. Pero antes de venir a esta nota pasé por la plaza (de la avenida Garay) y me sorprendí ante las soledades que descubrí, como la puta que está en la puerta del albergue transitorio o los chicos tomando ginebra con changuitos, listos para ir a cargar cartón. Lo que plantea Ravenhill es algo que ocurre independientemente del contexto, algo propio del existir. Y tengo la sensación de que no hay voluntad política, por más adecuada y sincera, que nos pueda sacar de esta tremenda realidad. Lamentablemente, en muchas propuestas teatrales de hoy noto una falta de compromiso con el diálogo. Pareciera que ya no hay que hacerse cargo de nada.
–En los ’90, en Londres estaban sufriendo lo que les había quedado de Thatcher. Los artistas escribían contemplando su ideal y la descomposición. Hoy nos queda la desolación de la pérdida, estamos descompuestos. El mundo es un shopping. Las relaciones y nuestra existencia son fugaces. En contraposición, estoy contento por lo que está pasando en la Argentina: jóvenes retomando una creencia. Pero desde mi espíritu derrotista no puedo dejar de ver esas manifestaciones como el intento de algo en medio del caos.
–La obra cuestiona el verdadero motor del deseo. Cuando alguien pide desesperadamente un espacio que lo contenga, ya sea una persona, una casa o un lavarropas, ¿desde dónde está pidiendo eso? Lo que hoy está motorizando es la propia sociedad de consumo que nos dice “andá por más”: eso es lo instituido. El mundo echa sus cartas, las pone sobre la mesa y te dice que elijas la que quieras de un modo falso. Ese mundo me hace mal y quiero hablar a través de mis obras de la posibilidad de uno distinto.
–Todo es tan accesible que hemos perdido enormemente la capacidad de sorpresa y muchas cosas que nos constituyen esencialmente. Shopping and fucking intenta decir “muchachos, preguntémonos, por lo menos”. La mejor manera de hacer teatro político hoy es preguntarnos cosas. En mi trabajo de dirección me ha costado aprender a decir “no sé”. Hoy todo es absoluto en la medicina, la ciencia, la religión, la política. El pensamiento crítico no existe más.
–Cuando no da una respuesta. Este texto contiene una potente ambivalencia, una crueldad que remite a Artaud. Muestra la mierda, la basura de la esencia del ser, pero la contrasta con una belleza poética en el uso del lenguaje. Cuando ponés situaciones violentas delante de un espectador que viene con cierto prejuicio, puede ser que diga “yo me voy”. Esta obra puede resultar revulsiva, pero eso contrasta con una poética fabulosa que intentamos acompañar con preciosismo en la puesta en escena. La trama plantea relaciones y abre problemas y circunstancias que no resuelve.
–Lamento ser tan derrotista, pero no creo que seamos los dueños del sistema un carajo: nos ha devorado. Fue un Pacman. Las conciencias están esclavas. No estamos dando una respuesta o no podemos darla. Pero podemos al menos preguntarnos.
–Deberíamos llevar adelante los principios de una revolución para cambiar todo esto, pero pensar en esos términos es imposible. Hoy nos vendieron la de “mejor se parte de alguna manera u otra”: metete en lo que dicta el mundo, laburá nueve horas, viajá hacinado en el subte y con suerte pasá las calles oscuras que te toca caminar hasta tu casa. A cambio vas a obtener cuotas de placer: te vamos a seguir dando el programa que te gusta todas las noches, te vamos a permitir que cada tanto renueves algún electrodoméstico y, si no te alcanza el tiempo, te vamos a dar comidas congeladas. Cuando hablo de revolución no apunto a un dogma, sino a un cambio interno, a poder existir con la propia conciencia y no acorde a lo que nos venden.
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