Martes, 29 de mayo de 2012 | Hoy
CULTURA › LA FURA DELS BAUS ESTRENA HOY EN EL COLóN SU VERSIóN DE OEDIPE
Valentina Carrasco, integrante del grupo catalán y directora de escena, junto a Alex Ollé, explica el sentido de la adaptación de la ópera de George Enescu. “La lectura
del psicoanálisis se ha incorporado a ella, como una voz más del relato”, señala.
Por Diego Fischerman
Desde que La Fura dels Baus comenzó como grupo callejero pasaron más de treinta años. Algunas cosas cambiaron. Los escenarios pueden ser, hoy, los del teatro de la Monnaie en Bruselas, los del Festival de Salzburgo o, como esta noche, cuando estrenen en Buenos Aires su puesta de Oedipe, de George Enescu con libreto de Edmond Fleg, el del Teatro Colón. Pero otras cuestiones –cierto espíritu de riesgo, la búsqueda de la interacción con el público, el compromiso físico, la idea de espectáculo polifónico, el recurso técnico entendido como una de las bellas artes– siguen siendo más o menos las mismas. Y, sobre todo, sigue vigente el credo según el cual, para que un texto dé todo de sí, debe ser desmenuzado, abierto, incrustado desde múltiples lugares, para luego volver a ser armado. El resultado suele ser mágico: la literalidad más absoluta ligada a la máxima libertad.
“Edipo en este caso no es sólo la tragedia; no se trata del arquetipo que pone en acción al destino, sino que es un personaje”, reflexiona Valentina Carrasco, integrante del grupo y directora de escena, junto a Alex Ollé (responsable del concepto), de la puesta que el Colón coprodujo con el Liceu de Barcelona, la Monnaie de Bruselas y la Opéra de París. Y es que en este caso, el texto, que toma también partes del Edipo en Colono, parte del nacimiento de Edipo y llega hasta su muerte. Carrasco nació en Buenos Aires, se acercó a la Fura un poco por casualidad, estudiaba, en ese entonces, Letras, se apasionaba con la literatura alemana y oscilaba entre la danza, el cine y sus estudios de piano y violín. Colaboró con ellos leyendo a Goethe y después, en Europa, gracias a una beca, acabó integrándose al equipo de manera orgánica. En una pausa entre ensayos y mezclando giros indudablemente porteños con una entonación más bien catalana (más la música que la letra, eventualmente), recuerda que, al principio, pensó que la invitación de La Fura no se trataba de nada muy serio (“esas cosas que se dicen y después, bueno, no se sabe”) y que, entonces como ahora, “no era nada fanática de las academias” y, tal vez por eso, “ese estilo un poco caótico de La Fura, en que se empieza haciendo una cosa y se acaba realizando otra” casó tan bien con ella.
El primer proyecto operístico en que trabajó con ellos fue la puesta en escena de un Don Quijote en el que “no sé cómo las cosas se fueron complicando, teníamos una grabación del sonido que era espantosa, y, por algún motivo, acabaron acostumbrándose a mí”. Después vinieron La Flauta Mágica de Mozart en la Trienal del Ruhr en 2004, en el Teatro Real de Madrid en 2005 y en la Opéra de París en 2005 y 2008, El programa doble conformado por El castillo de Barbazul de Bartók y Diario de un desaparecido de Janacek, El oro del Rin y La walquiria de Wagner para el Maggio Musicale Fiorentino y el Palau de les Arts de Valencia, con la dirección musical de Zubin Mehta (2007), Michaels Reise um die Erde (segundo acto de Donnerstag aus Licht) de Stockhausen, Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny de Bertolt Brecht y Kurt Weil. También ha realizado la dirección de cantantes de Quartett, de Luca Francesconi, una ópera basada en un texto de Heiner Müller y dirigida por Alex Ollé, para el Teatro alla Scala de Milán, y de Tristán e Isolda en la Opéra de Lyon. Con Ollé, ésta es la segunda ópera que codirige, después de El Gran Macabro, de György Ligeti. “Hay dos ejes, podría decirse, que van en sentido contrario”, explica, refiriéndose a sus mirada sobre el Edipo de Enescu. “En una dirección, buscamos una diferenciación máxima entre escena y escena, para acentuar la idea de que este Edipo es atemporal. Trasciende las épocas y lugares y esto, para nosotros, tiene que ver con una característica del texto. Es la única de las grandes tragedias griegas que no ha sido revisitada por los clásicos. Creo que el primero que la relee es Freud. Hay cantidades de Fedras y de Electras y Medeas, pero el único Edipo es el de Sófocles. Es posible que sea porque el incesto es un tema demasiado fuerte, con el que nadie volvió a atreverse. Pero el hecho es que este Edipo es un poco eterno. Entonces jugamos un poco. Imaginamos las distintas escenas en distintas épocas y lugares. La esfinge, que aterroriza al pueblo de Tebas, llega en avión; allí están sus alas, y el avión es un Stuka. Consecuentemente, el vigía es un miembro de la resistencia. La tragedia trabaja con arquetipos y nosotros, entonces, los actualizamos. Buscamos los que tienen significado para nuestra época. El terror se asocia fácilmente con el nazismo. Hay otra escena en la que colocamos una pequeña cita, que quien la vea la verá y para quien no, igual funcionará de alguna manera. Cuando Edipo le cuenta a su madre supuesta el sueño en que se le ha anticipado su destino, es prácticamente una escena de psicoanálisis, donde ella le pregunta y él cuenta un sueño. Y Edipo es, claro, como el padre del psicoanálisis, así que esa escena transcurre en un diván que es la reproducción del de Freud.”
El otro eje, según cuenta Carrasco, es el de la unificación. “Todo está unido por un barro color terracota. Es, en un punto, como el destino, que se impone a todo. La idea surgió de una inundación, en Hungría, que provocó un derrame de desechos químicos que produjo una especie de lodo tóxico que lo cubría todo. En ese sentido, nuevamente, no importa tanto si el público entiende esto como un símbolo o no. Es algo interno del grupo. Unifica nuestra visión. No todos lo entenderán de la misma manera, quizá. Está allí, incluso las figuras de terracota que en algún momento aparecen cortadas desde la cintura, como si estuvieran tapadas hasta allí por ese barro que se pega a todo, que lo inunda todo, del que es imposible desprenderse.” El primer acto, según relata, está concebido como un retablo, de una manera casi ritual. Y es que, en rigor, en este Oedipe no hay casi más personaje que el propio protagonista y el coro. Todos los otros papeles son muy breves. “Lo interesante es encontrar, en estos casos, el teatro que está presente en la propia música”, dice Carrasco. “La ópera no es un lenguaje realista. Las acciones no duran lo que duran en la vida real. El concepto de acción, en realidad, es totalmente distinto. Y, además, quienes representan el drama son cantantes. Parece una obviedad, pero están cantando, al mismo tiempo que actúan. Entonces no se trata tanto de construir un personaje, de trabajar los gestos del actor, como de pensar al propio escenario como un cuerpo, y a toda la extensión de la obra como el tiempo de la acción”.
Hay, en la ópera del siglo XX, dos grandes líneas, la de las composiciones que buscan romper la tradición y la de las que la continúan. Esta obra de Enescu pertenece, con claridad, a la segunda. No porque no reformule las reglas de la narración dramático musical sino porque lo hace con la mirada puesta en la manera en que el propio entramado musical produce sentidos teatrales. “Nuestra manera de trabajar es muy musical”, cuenta la directora. “Partimos de la música, escuchamos y comentamos pero, además, la manera en que vamos encontrando ideas y desarrollando líneas de acción, en que se incorporan al trabajo el iluminador y el vestuarista, es una manera musical. De oleadas, de distintas voces. No hay cuestiones accesorias o decorativas; no hay cosas que se agregan después de que la obra ya está terminada. Todo, desde el tono monocromático del lodo y la iluminación que hace que funcione de determinada manera, hasta las ropas de cada uno de los personajes, y el fresco coral de los muñecos de terracota, todo es parte constitutiva de nuestra mirada. Podemos pensar, mientras trabajamos, en cada escena por separado, pero después pasan a formar parte de un todo. Edipo es un personaje muy complejo. Tiene múltiples resonancias y las tiene todavía hoy. Pasa, en general, con las tragedias griegas, pero ésta, en particular, diría que es particularmente contemporánea y es que la lectura del psicoanálisis se ha incorporado a ella, también, como una voz más del relato.”
George Enescu, como otros compositores, aparece signado por su extraterritorialidad. En un panorama en el que la música y su historia fueron leídas –y legisladas– desde Alemania, todo aquel que no formara parte de ese pequeño parnaso quedaba condenado a ser extranjero. Bárbaro. Y, obviamente, a actuar de tal. Para el mercado de la música llamada clásica no hubo, durante mucho tiempo –y, en rigor, algo de eso sigue habiendo– peor pecado que ser exótico –poco importa si español, finlandés, húngaro, congoleño o argentino– y no parecerlo. De ahí que Enescu, una rara avis por donde se lo mire, resulte tan incómodo. En parte, obviamente, por ser rumano. Y en parte por estar situado entre dos épocas y no resultar de fácil ubicación en ninguna de ellas.
Nacido en Liveni en 1881, violinista virtuoso desde muy pequeño y estudiante de ese instrumento en el Conservatorio de Viena entre los siete y los trece años, en esa ciudad realizó numerosos conciertos y llegó a conocer a Johannes Brahms. A los 14 años viajó a París, donde continuó sus estudios en el Conservatorio y tuvo como maestros a Jules Massenet y Gabriel Fauré. A los 18 años ya era un compositor en actividad y compartía la escena con Claude Debussy, 19 años mayor que él, y Maurice Ravel, que le llevaba seis. Como director de orquesta, por su parte, fue el introductor de las obras de Debussy y Wagner en Rumania, donde condujo el estreno de, entre otras, la de Lohengrin.
Su idea de componer una ópera sobre Edipo surgió, según sus cartas, en 1909, cuando vio una representación de Edipo Rey, de Sófocles, en la Comédie-française. Al poco tiempo comenzó a trabajar en el libreto con el escritor Edmond Fleg, pero durante la Primera Guerra Mundial, en que permaneció en Bucarest, se interrumpió la colaboración. La escritura fue retomada recién en 1921 y el guión y esquema general de la ópera se completó ese mismo año. Sin embargo, Enescu, un detallista obsesivo, se tomó más de diez años para instrumentarla. Y es que no se limitó a escribir para orquesta. La escena del cruce de caminos tiene un extraño clima, reforzado por sonidos de truenos y cantos e instrumentos campesinos que se superponen entre sí, y por allí aparece, también, una máquina de viento y unos pájaros. La obra se estrenó en 1936, en la Opéra de París, y tuvo un éxito considerable. Sin embargo, debido a las dificultades que demanda su montaje, recién se la repuso en 1955, inmediatamente después de la muerte de Enescu, para una producción radial y, tres años después, se la representó por primera vez en Bucarest, traducida al rumano.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.