TEATRO › EL GRUPO DE TEATRO CATALINAS SUR CELEBRA SUS TREINTA AñOS
Con el estreno de Carpa quemada el 25 de mayo, la agrupación que “empoderó” a los vecinos de La Boca arrancará un año entero de celebración, siempre bajo la idea de que el arte –especialmente el comunitario– iguala a la gente.
› Por Daniela Rovina
Que El Galpón de Catalinas Sur sea un teatro de puertas literalmente abiertas no extraña a nadie. Entre el asfalto y la sala –ex depósito de tinta– de Benito Pérez Galdós y Caboto, la línea divisoria es un roído telón bordeaux que, sin pudores, deja al desnudo las intimidades de la compañía. Puertas adentro se cocina buena parte de la vida social de ese rincón de La Boca, en el que, en 1983, un grupo de padres de la cooperadora de la Escuela N° 6 Carlos Della Penna bocetó el proyecto que lo convertiría en pionero del teatro comunitario.
Dicho así, el mote suena ampuloso. Para aquellos que asistieron a la jornada iniciática en la plaza Islas Malvinas, lo ambicioso del término queda justificado con las tres décadas de historia a cuestas. En esa usina de anécdotas y recuerdos, empotrada a metros del puerto, se trazó, a mano alzada, el plano de una utopía (o una contracultura) que “empoderó” a los vecinos para transformar su comunidad. En ese devenir, el detalle de las puertas abiertas esquiva lo fortuito: “Nacimos en una plaza. No hay puertas en las plazas”, reflexiona el dramaturgo uruguayo Adhemar Bianchi, director de Catalinas en primeras nupcias.
Al oeste del Riachuelo, el anecdotario de estos “sobrevivientes de utopías” se engrosó con preceptos e ilusiones que, más que la ideología, definen la genética del grupo. Para muchos, Catalinas se convirtió en una trinchera de resistencia al encierro de los años de hierro y boinas verdes. Durante el declive militar y los primeros años de democracia, en una excusa para recuperar espacio público, la memoria, la verdad y la historia. “Pensábamos que había cambios sociales inmediatos. La realidad nos demostró que éramos un poco utópicos y mal entretenidos. Nuestros principios no estaban tan estructurados como ahora, porque salieron del accionar”, reflexiona Bianchi. Nobleza obliga, reconoce que nunca los corrieron con la guadaña de la censura, a pesar de haberles huido siempre a las etiquetas políticas: “No tenemos una concepción partidaria y cuando algún compañero se ‘bandea’ con eso, se lo explicamos. Nos tildaron de kirchneristas, comunistas, anarquistas. Somos un grupo humano que, en última instancia, se plantea construir desde la solidaridad y la defensa de nuestra historia y nuestra identidad. Eso nos pone al costado de otros. Nuestra concepción no tiene nada que ver con la del liberalismo”.
Con poco menos que una plaza y unos cuantos vecinos, las primeras funciones del inicial Grupo de Teatro al Aire Libre Catalinas Sur dialogaron con impedimentos de toda naturaleza que hoy, bajo techo, persisten. “Siempre fue difícil, no hubo épocas fáciles. Somos sobrevivientes. Si me preguntás qué puede pasar con los honorarios y gastos, te digo que tenemos cubierto un mes y medio”, lamenta el dramaturgo charrúa, aunque rescata: “Este grupo se mantiene por la vocación y la pasión de la gente. No es una empresa, no es rentable; más bien nos autoexplotamos y tenemos muy poco apoyo”. Otra inyección monetaria proviene de los subsidios gestionados a través de organismos como Proteatro y el Instituto Nacional del Teatro, que sólo alcanzan para el mantenimiento del edificio.
En treinta años hubo etapas felices y también de las otras. Del teatro a la intemperie, pasaron a la “plaza techada” –como suelen decirle al galpón que alquilaron en el ’97–, aturdidos por el avance de las autopistas. Con el sueño del techo propio en marcha, las expectativas de progreso terminaron de concretarse con la compra definitiva de la sala a mediados de 2001. Ahora, las mismas intenciones mantienen a Catalinas en constante mutación y ampliación.
El cruce generacional se reveló como una marca indeleble del grupo. En esa articulación, los vecinos de La Boca no cuentan su barrio como lo haría Shakespeare, sino con ese coloquialismo barrial que filetea dramaturgias “más auténticas”. Pedro Palacios, coordinador del área de circo, tiene 40 años y desde los 9 participa del proyecto al que lo subieron sus viejos, unos de los tantos “utópicos intelectuales del barrio”. “Desde muy chico –cuenta–, Catalinas Sur me demostró que el arte transforma incluso tu entorno. Corrimos lo oscuro que puede tener la realidad de un barrio popular y nos convertimos en artistas como agregados sociales”.
El recuerdo de Gonzalo Domínguez, actual director musical de la Orquesta Atípica Catalinas Sur, arranca mucho después que el de Palacios, en su juventud de acordeonista, cuando se acercó a la compañía en busca de un taller de su instrumento y terminó participando del espectáculo Venimos de muy lejos... con las dos notas que sabía. “En Catalinas, encontré un grupo de gente soñadora que no se quedaba en las charlas y delirios de palabras, sino que los llevaba adelante responsablemente. Este es mi lugar de pertenencia: acá están mi trabajo, amigos y familia. Es un espacio de militancia para todos los que participamos”, afirma.
Llamarles “vecinos” a quienes se integran a diario a las faenas de Catalinas Sur no es sólo un gesto de camaradería. Desde la primera hora, fueron los boquenses quienes hicieron leudar el proyecto que más tarde los convertiría en profesores, actores o músicos, casi por azar. En su trigésimo cumpleaños, el elenco estable cuenta en sus filas cerca de 200 vecinos, mientras que otros 500 se suman, cada mes, a talleres y cursos dictados bajo el tinglado de la “plaza techada”. Muchos de los que se acercan a Catalinas no son artistas profesionales ni tienen intenciones de serlo. De ahí lo pintoresco y amateur (aunque no por eso improvisado) de la mayoría de sus producciones: “La forma de trabajo es diferente, tratamos de que sea más horizontal. No bajamos todo hecho desde la dirección. Es fundamental trabajar con lo que ellos traen, proponerles que integren los lugares de dirección”, aporta el director musical de la Atípica.
Si algo define el espíritu ecléctico del galpón es la ruptura con los preceptos ecuménicos de la “cultura dominante”. Artista es cualquiera y, a la vez, lo son todos: los jóvenes y los no tanto, los profesionales, los desocupados, las amas de casa. En Catalinas se junta todo, “hay una mezcla rara”, resume Bianchi. “Un grupo de teatro comunitario es abierto porque puede entrar el que quiera. Es popular porque hablamos de nosotros, de lo colectivo y no del yo, como marca el verticalismo liberal. Creamos un marco y la gente lo llena con su creatividad, la que muchas veces supone que no tiene.”
La ingeniería del grupo se movió durante treinta años con una misma premisa. Sostiene que el arte iguala a la gente. No por nada su pedagogía consiste en “empoderar” –así lo definen– a quienes la sociedad hace sentir “la última mierda”; personas para las que un títere, trapecio o disfraz es un incentivo para encarar nuevos proyectos. La escénica es, sin dudas, la faceta más conocida de Catalinas, al menos para quienes ignoran sus orígenes. En la trastienda, lo artístico conlleva otras razones: “Buscamos que el barrio vuelva a ser un lugar de vida y no un dormitorio. Volver a eso es transformar las reglas de la concentración que existe en esta sociedad. El arte tiene un rol transformador muy importante, siempre que aquellos que detentan los saberes sean solidarios”, postula Bianchi. Casi como un manifiesto, la filosofía del grupo rehúye la perorata discursiva y, en cambio, apuesta al hacer en primera persona: “Muchas veces transformación se asocia al discurso y lo que transforma es el hacer. Pero la forma de hacer dice más que el discurso”.
De esos preceptos se alimentó toda una estirpe de agrupaciones que, con Catalinas Sur como antecedente, propalaron la pandemia comunitaria por distintos puntos del país. Aunque al principio la inoculación fue exitosa –sobre todo después de la vuelta de la democracia, cuando emergieron varios aficionados del asfalto, como Los Calandracas y La Runfla– hubo grandes épocas de malaria. Una fue durante los ’90, con el boom de los circuitos comerciales y la expansión de las industrias culturales a la cabeza. El ciclo se revirtió tras el ajetreo del 19 y 20 de diciembre, cuando innumerables iniciativas volvieron a la calle invocando (y reactivando) el legado de sus predecesores. Ese clima posibilitó la formación de una Red Nacional de Teatro Comunitario, que engloba a buena parte de aquellos focos de reacción, muchos de los cuales se extinguieron una vez aquietados los ánimos. A la fecha, son cerca de cincuenta las agrupaciones barriales, entre teatros y murgas, que se sumaron a la red, con réplicas en toda América latina. Lejos de exagerar los alcances del colectivo, integrado por países como Brasil, Cuba y Colombia, Bianchi simplifica: “Son reuniones de vecinos. Cuando se institucionalizan, las cosas se partidizan. Tratamos de apoyar, pero no nos venden espejitos”.
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