Miércoles, 11 de noviembre de 2015 | Hoy
CULTURA › ARTHUR RIMBAUD EN AFRICA, DONDE SU CRUZAN LA HISTORIA Y LA LEYENDA
Ayer se cumplieron 124 años de su muerte. El autor de Iluminaciones, que abandonó sus escritos antes de cumplir los veinte, recaló en Harar, ciudad de la actual Etiopía, donde vivió más tiempo que en París. Postales desde el lugar que eligió Rimbaud para no “morir en vida”.
Por Facundo García
Desde Harar
En París, Arthur Rimbaud se había hecho conocido por sus borracheras, por eyacular en las tazas de café de los desprevenidos y por los escándalos que protagonizaba junto a su amigo y amante Paul Verlaine. Podría haber seguido así: madurar más o menos respetado, más o menos recordado y más o menos vivo. Pero su alma en llamas lo arrastró por otros rumbos.
El genio se volvió hosco. Abandonó sus escritos antes de cumplir los veinte, para dedicarse a negocios raros y a vagabundear por los bordes. Poco antes de dejar la poesía, el autor de Iluminaciones garabateó: “Estoy harto de Europa. Me voy lejos, sobre todo a fumar”. Tras mil peripecias recaló en Africa, más específicamente en Abisinia (actual Etiopía). Lo que no muchos saben es que vivió allí más tiempo que en la capital gala. Los “años de Harar” fueron aproximadamente cinco, repartidos entre su llegada como comerciante en 1880 y su despedida –ya muy enfermo– en 1891.
Cualquiera que visite la localidad lo percibirá: el ángel caído aún zigzaguea en estas calles. No son sólo las referencias literales –una de las avenidas de Harar se llama Charleville, como el pueblo de las Ardenas donde nació Arthur–; también es la desconfianza rimbaudiana que pervive aquí ante lo que venga de Occidente y sus dogmas de progreso. Ni en los bares ni en los talleres de los zapateros, ni en las tiendas donde se reparte pimienta y azafrán creen que París o Londres sean el centro del universo. Se vive a contrapelo. Y por la noche, cuando la luna araña los adoquines como lo viene haciendo hace un milenio, el caminante recuerda las palabras del poeta que quería dejarlo todo para “viajar, cazar en los desiertos y dormir sobre el empedrado de ciudades desconocidas”.
A medida que amanece queda claro que el área antigua de Harar –también llamada Jugol– conserva el panorama que miraron aquellos ojos azules. Las casas combinan el blanco, el turquesa y el verde con una consistencia de barro que le da a las conversaciones el aroma y el sonido de la tierra apisonada. Adentro, los hararíes charlan en su idioma, soltando palabras desde alfombras que están ubicadas a distintas alturas de acuerdo con los parentescos y las jerarquías.
El centro nunca pierde la alegría. Los sastres cosen en plena vereda. Las vendedoras se hacen bromas y pregonan sus cebollas olorosas y sus papas raquíticas. Tienen las nalgas duras como rocas, cosa que no pasa desapercibida a los campesinos con turbante, que chicotean a sus burros para que remonten cuesta arriba las cargas de leña. En algunas esquinas, entre el polvo, hay etíopes mascando una hierba estimulante que aquí se consume con la misma frecuencia que el mate y que se llama khat. El efecto más evidente de la droga es que vuelve roja la parte blanca de los ojos. Las miradas se inyectan en sangre.
Tal es el ritmo de los días. Rodea la ciudad un anillo de murallas que se construyó entre los siglos XIII y XVI para contener a los invasores humanos y también a las hienas, que desde siempre rondan para comerse a los animales domésticos, los bebés y los abuelos. En el atardecer, la alucinación se multiplica con el eco de las más de ochenta mezquitas que llaman a la oración cinco veces por jornada. Harar es la cuarta ciudad sagrada de los musulmanes, y –para muchísimas personas– el punto más santo del Africa. No es raro, pues, que la Unesco la haya declarado Patrimonio de la Humanidad en 2006.
Desde aquí Rimbaud redactó un par de artículos para la Société de Géographie. Habló de costumbres, de paisajes, de idiomas. Pero los hararíes lo recuerdan de oídas:
–Ah, ¿Rainbow? (sic) Es el tipo del museo, ¿no?
Se refieren a una mansión que está en la parte vieja. El sitio se llama “Bet Rimbaud” –“bet” significa “casa”–; aunque el avance del olvido hace que la mayoría repita el nombre “Rainbow House” (“la casa arco iris”). Es una construcción de madera con vidrios de colores. Amplia, fresca, silenciosa. En las paredes hay fotos, copias de algunas cartas escritas por Arthur y reproducciones de los dibujos que le hacía Verlaine. Casi no hay visitantes: la frontera con la impredecible Somalia queda demasiado cerca, y las amenazas de la milicia extremista Al Shabaab hacen que los extranjeros opten por destinos menos inquietantes.
¿Qué buscó Rimbaud en esta punta arrugada del mapa? Se cree que el muchacho llegó practicando su “largo, inmenso y sistemático trastorno de todos los sentidos”. Aparte de eso, las pistas escasean. Según apuntó Henry Miller en El tiempo de los asesinos, Arthur se aventuró por aquellos parajes porque su terror no era morir, sino convertirse en un “muerto en vida”, en un burócrata de la palabra. “Quizá, al retirarse del mundo, Rimbaud preservó su alma de un destino peor que el que le esperaba en Abisinia”, sospechó Miller.
Lo cierto es que cuando el poeta llegó, Harar era una ciudadela de un kilómetro y medio de largo por casi uno de ancho, con un gobierno inestable y un enjambre de potencias colonialistas merodeando. A mediados del siglo XIX, otro aventurero de leyenda, Richard Burton, había conseguido hacerse pasar por mercader árabe para entrar a lo que llamó “el único asentamiento humano permanente en Africa del Este”. Antes de él, toda el área se consideraba terra incognita.
Da la impresión de que Rimbaud quería justamente eso. Un abismo donde borrarse. Habitó tres casas en Harar. Ya ninguna existe. Por las montañas que rodean la zona, el poeta transportó camellos cargados con goma, café y armas. De poemas poco y nada. Aprendió árabe, eso sí. Se dedicó a leer el Corán y llegó a entenderse con esta población de mayoría musulmana. Sin embargo, las cartas que enviaba a su familia eran una sucesión de quejas y delirios. Pedía que le mandaran libros de hidráulica, mecánica, arquitectura, metalurgia: toda una biblioteca pensada para trasladar la “civilización” a su refugio.
Incluso compró una cámara de fotos creyendo que con eso iba a forjar una fortuna. Se sacó selfies avant la lettre, y –aunque apenas pasaba los treinta años– se espantó al ver que los autorretratos mostraban a un señor flaco, mal vestido, con el pelo casi completamente blanco. Esas pocas imágenes del Rimbaud africano son las únicas que se conservan de esta etapa. El jovencito carilindo quedaba lejos. Ahora en su lugar había un burgués ambicioso. Un capitalista.
Debe haber pocas cosas más patéticas que un genio literario tratando de hacer negocios, y los episodios rimbaudianos no son la excepción. En 1886, el francés se asoció con otros chantas para venderle armas al rey Menelik II de Shoá. Según las cartas que se conservan, el proyecto terminó en catástrofe. Sus socios murieron dejándole deudas, y el monarca resultó ser un negociador duro. ¿O acaso se trata de una mentira que difunde Rimbaud para que sus familiares no le pidan plata? El biógrafo Graham Robb cree posible que el escritor estuviera mintiendo. De otra manera, no se explica que después haya depositado 16.000 francos –unos noventa mil dólares actuales– en su cuenta bancaria.
Con el correr de las semanas y las caminatas, la chismografía de Harar ofrece información extra. Los vecinos dicen que en esta segunda existencia Rimbaud contrató sirvientes que lo liberaran de todas las tareas domésticas. En voz más baja, susurran que compartió sus días con mujeres, pero que a partir de 1884 fue Djami Wadai –un adolescente local– quien se convirtió en su confidente y tal vez en su amante.
Son las tres de la tarde en el palier de la Casa/Museo Rimbaud. Adormecido por el zumbar de los insectos descansa Tasti, un guía. Su nombre significa “feliz” en la lengua local. Tasti explica que Arthur y el joven Djami “se hicieron muy amigos”, y que tras la muerte del poeta el jovencito “fue su único heredero”.
–En los libros no hay mucha información al respecto. ¿Se sabe algo más sobre este vínculo?
–Poco. Hace cinco años llegaron unos periodistas franceses en un auto. Uno se asomó por la ventanilla y me pasó una foto en blanco y negro donde se veía una casa tipo colonial. Después me mostró un teléfono. “Si me encontrás esta casa, yo te regalo mi celular”, dijo. Pasé tres días sin descansar, hasta que la encontré. La casa está en las afueras, en una zona que se asemeja a un basurero. Por eso ahora tengo este Blackberry. Mirá.
–Lindo. ¿Y qué relación tenía Djami con esa casa?
–Según cuentan, es la casa donde él y Rimbaud se fueron a vivir juntos.
Este último amor está empapado de misterio. La académica irlandesa Enid Starkie ha señalado que “Djami fue una de las pocas personas a quien Rimbaud recordó con afecto, el único amigo del que habló en el lecho de muerte (...)”. El resto es hipótesis.
¿Por qué no rastrear las huellas de este otro fantasma, el del joven Djami? Es cuestión de acercarse a los barrios más pobres. El edificio donde se dice que vivió la pareja tiene dos plantas. Debe haber sido elegante, aunque hoy su trazo apenas corta la monotonía de una zona postergada. Si uno asoma la cabeza por la puerta, ve unas escaleras de madera donde faltan peldaños, con niños que suben y bajan a los saltos mientras un chivo de pupilas amarillentas mastica hierbas en la resolana del sol tropical.
–Algo me han dicho sobre esta casa, pero del señor Rainbow no sé nada, y de Djami menos –confiesa la dueña. Pela papas arriba de un balde y espanta a las gallinas que vienen a picotear las pocas cáscaras que caen al piso. “Lo que sé es que debe haber sido un caballero importante.”
El chivo la mira en silencio. Desliza la mandíbula de un lado para otro, ajeno a los vaivenes del parnaso literario.
Rimbaud hacía locuras. Cuando consiguió ahorrar algo de oro, por ejemplo, decidió llevarlo atado al cinturón. Eran siete kilos de metal. Con el paso de los meses el peso le afectó el estómago y los intestinos, y padeció graves problemas digestivos. A eso hay que sumarle un historial de opio, ajenjo, cigarros y malas comidas.
En un momento el cuerpo dijo basta. Las cartas muestran que a principios de 1891 el aventurero empezó a sentirse muy mal. Lo que había comenzado como la sensación de recibir “un martillazo en la parte trasera de la rodilla” fue creciendo hasta transformarse en un dolor sin metáfora. No podía caminar. En abril pagó para que unos porteadores lo llevaran en camilla –y a pie, para no sufrir los baches del camino– hasta el Mar Rojo, varios cientos de kilómetros hacia el este. Los sorprendió una tormenta, pero llegaron. De ahí el enfermo tomó un barco a Adén y otro a Francia, donde los médicos le detectaron cáncer y le amputaron una pierna.
“Me he convertido en un esqueleto: asusto a la gente”, anotó Arthur en sus hojas. Deseaba volver a Harar, pero era tarde. El veneno de la rodilla se había extendido. Antes de morir pidió una sola cosa: dejarle tres mil francos a Djami, su “amigo” de Abisinia.
Así, a poco de cumplir los treinta y siete años, Arthur Rimbaud falleció en un hospital de Marsella; obsesionado por el destino del dinero que había acumulado y paranoico ante la posibilidad de que lo multaran “por no haber hecho el servicio militar” (¿?). Era el 10 de noviembre de 1891. En el cortejo fúnebre estuvieron su madre y su hermana. Nadie más.
En los meses siguientes, la familia hizo lo que pudo por rastrear al joven Djami en casas y negocios de Harar. Jamás se volvió a saber de él. En realidad, lo más probable es que el muchacho estuviera muerto. Por esa época una hambruna sacudió al Cuerno de Africa, y se calcula que uno de cada tres etíopes no llegó al verano.
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