Miércoles, 11 de noviembre de 2015 | Hoy
CULTURA
La idea surgió en mitad de un largo viaje a través del Africa: rodar un documental sobre Arthur Rimbaud; pero no en París ni en la campiña francesa sino en Harar, en el este de la actual Etiopía. ¿Por qué ahí? Porque en 1875, con poco más de veinte años, Rimbaud –el delirante, el pre-punk– ya había mandado las letras al diablo para ingresar en una espiral de aventuras que lo arrastrarían hasta esta zona. Para contarlo en un rodaje había que hallar un “actor” que se pareciera al menos un poco al Rimbaud original. Pero claro, en el trópico la gente rubia no abunda. Entre chapurreos en inglés y postulantes varios, el casting pintaba para largo...
–¿Conoce a alguien con el pelo amarillo? Es para participar en un documental sobre un escritor...
El hombre de la pensión hizo un par de llamadas telefónicas y sonrió: “Ya está. Conozco a un chico que puede andar. Ahora viene”.
–¿Cómo es?
–Pintón. Se parece a mí –el tipo sonrió. Era negro, con el pelo rizado.
–Oiga, sé que este chico a lo mejor es familiar suyo. Pero no tiene sentido ponerlo a interpretar a alguien tan distinto.
–¡Ey! ¿Qué problema tiene con mi muchacho?
–Ninguno... ¡pero es que Rimbaud era rubio!
El hombre agitó las manos, como espantando moscas. Suspiró:
–Ya sé. ¡Le teñimos el pelo!
Con el paso de los días quedó claro que iba a ser más práctico hacer un film sobre Djami, el compañero etíope de Rimbaud. Salomón, un amigo hararí, se propuso como actor e invitó a conversar el tema en su casa, una choza pintada de verde flúo. Un foco de 25W iluminaba la reunión, y la cadencia de reggae mal grabado reventaba los parlantes de un reproductor mp3 de origen chino. Al final, para celebrar el acuerdo, Salomón sacó una botella de licor de ajo e hizo un brindis. El festejo duró poco porque los faranyis (extranjeros) sucumbieron ante los efectos del brebaje.
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