Sábado, 1 de noviembre de 2008 | Hoy
OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
Cuando nadie se lo esperaba (¿o sí?), Robert Plant pateó el tablero: esta semana, John Paul Jones anunció que el cantante se niega a la aventura de salir de gira, y Led Zeppelin anda a la búsqueda de una nueva voz. Lo cual deja al dirigible inglés más rengo que antes, con sólo dos integrantes históricos –el bajista y Jimmy Page, que puso la piel de gallina a todos con su aparición en la clausura de Beijing a caballo de “Whole Lotta Love”– y más de una incógnita en el camino. Con la obligatoria ausencia de John Bonham y ahora la defección de Plant, ¿qué clase de Zeppelin irá a sobrevolar el planeta rockero? ¿Jason Bonham tiene por genética todo lo necesario para cubrir el rol de su salvaje padre? ¿Qué cantante debe buscar el grupo, uno joven y bien temperado para llegar a aquellos agudos de los ’70 (con lo que hablaríamos de un neo Zeppelin) o uno medio hecho pelota que haga pensar que Plant está de verdad ahí?
El domingo pasado, en ocasión del lanzamiento de La luz del ritmo, el “seminuevo” disco de Los Fabulosos Cadillacs, este cronista ensayó algunas reflexiones sobre el peso del regreso en el ideario del rock y su posible doble filo entre el ¡Qué bueno que volvió! y el ¿Para qué volvió?. Puede adivinarse que Plant no sólo se siente artísticamente mejor alimentado por el soberbio material registrado en Raising Sand, junto a Alison Krauss, sino que también tiene claro ese matiz, y es probable que no tenga demasiadas ganas de esforzar al máximo la gola a ver si llega –por enésima vez– a las cumbres de “Stairway to Heaven”. Exponerse frente a un público que espera un imposible replay de lo que fue, exponerse al escarnio de la prensa si la cosa se vuelve excesivamente cuesta arriba: resulta difícil borrar el recuerdo de Plant y Page en el escenario de Ferrocarril Oeste, buscándose un par de banquetas para descansar ya al tercer tema.
Llama la atención el gesto de Plant, que prefiere desoír el canto de sirenas que supone el retorno de una de las bandas fundamentales ya no sólo del género duro sino del rock en general. Tiene algo de nobleza, de aceptación de que (Indio Solari dixit) ciertos fuegos no se encienden frotando dos palitos, de una firmeza que no abunda en un medio tan pragmático como para pretender que medio Queen con Paul Rodgers es algo digno de frenar los relojes. Robert, que supo eternizarse en la pantalla de cine con The Song Remains the Same, que hoy tiene su juventud cruelmente expuesta en lanzamientos como el DVD Mothership, decidió ser clásico hasta el fin y dejar, al menos de su parte, que el dinosaurio descanse, no se contamine con segundas partes.
Es que los nuevos tiempos en la industria musical terminan planteando una linda paradoja con respecto a lo clásico. Frente a la apreciable montaña de material efímero que busca lugar en las orejas del mundo, los clásicos brillan aún más. Y al mismo tiempo están de cierta forma en retirada: como señaló ese pequeño gigante llamado Angus Young en una entrevista publicada por este diario, AC/DC no tiene el más mínimo interés en comercializar su música fragmentándola a través de iTunes. Black Ice figura primero en las listas de ventas de varios países, pero eso sucede por potencia de marca: mientras Angus se ríe del iPod y en su casa pone discos de vinilo, los responsables de su sello discográfico se pegan la cabeza contra la pared en lamentación por el lucro cesante de la opción digital, a la que la banda australiana sólo concedió un “Rock Pack” para el videojuego Rock Band con material de un viejo concierto. Sólo los monstruos de ese tamaño –que serán dinosaurios, pero tienen la efectividad de un velocirraptor– pueden darse ese lujo.
Corren tiempos extraños: según los informes especializados, Metallica y Aerosmith ganan mucho más dinero –entre diez y doce veces– por vender una canción para el videojuego Guitar Hero que por las voluminosas ventas de sus discos. Smashing Pumpkins lanza su nuevo single “G.L.O.W.” también por ese medio, y ni siquiera lo comercializará por los canales habituales. Un single de Fergie (Black Eyed Peas) es el leitmotiv publicitario para un modelo de celular que lo trae “precargado”. Un celular que, al acercarlo a un parlante, exhibe en su pantallita título, autor y disco de lo que esté sonando. Sin irse tan lejos, Babasónicos lanzó Mucho primero en formato de teléfono celular y luego como disco. Para el público más joven, el concepto de álbum está cada vez más diluido, perdido en el bodoque de canciones que suponen 4 gigas de memoria: cada tanto un artista saca un disco, sí, pero la dinámica post-soporte físico (hoy el soporte no es un CD, casete, vinilo o magazine sino el mismo hardware: el Winco es el envase) hace que ese disco se volatilice rápidamente, carne de random songs. Lo que antes era discoteca de pared, hoy entra en un rincón del rígido.
La industria sigue pataleando por la piratería (no es una lucha que pueda darse el lujo de abandonar), pero comprendió hace rato que hay un terreno que está perdido. Por eso fue inteligente a la hora de mejorar los esfuerzos para explorar nuevos territorios: venta online, videojuegos, celulares, contenidos exclusivos para descargar con un código incluido en el CD original, streaming y varias otras posibilidades virtuales. Dado que sigue sin prosperar la discusión de por qué las discográficas detentan la propiedad absoluta de las canciones que compusieron, arreglaron y grabaron otras personas, no tiene mayor sentido debatir sobre las maneras de venderlas. Es como lo que produce ver canales infantiles que instan a los niños a enviar mensajes de texto para descargarse contenidos (“¡Consultá a tus papás antes de llamar!”): se puede intentar la protesta geronte sobre cómo la sociedad hipertecnologiza desde el parvulario, pero frente a la brutalidad de los hechos –un niño sin acceso a la tecnología se aproxima a otra forma de analfabetización– parece más sensato orientar la crítica hacia lo que hacen los humanos detrás de toda esa tecnología. Aceptar que la parafernalia tecno está, y que la industria musical necesita de ella para sostenerse y seguir produciendo, no significa necesariamente aceptar una canción a un dólar o a Steven Tyler y el pelado Corgan convertidos en emoticones.
Allá lejos y hace tiempo, la directora Kathryn Bigelow pintó un enfermizo panorama de fin de siglo en Strange Days. En algunas cosas se quedó corta, en otras le erró, en varias –como en esa desesperación humana palpable a través de la pantalla– dio en la tecla. Uno de los gadgets que la película presentaba era una especie de arañita que se colocaba en la cabeza y permitía “revivir” vivencias previamente grabadas a través de los ojos: Ralph Fiennes metía sus disquitos en la reproductora enganchada al marote y volvía al pasado una y otra vez hasta quedar apresado en el dolor del amor perdido, en la música que bailaban, en el sabor de sus besos, en la emoción irrepetible de aquellos tiempos. Robert Plant declinó la oferta. La música sigue.
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