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Miércoles, 18 de marzo de 2009

ENTREVISTA AL DOCENTE, NARRADOR Y ENSAYISTA OSVALDO BAIGORRIA

“Los libertarios tenían una dignidad que hoy escasea”

En su libro Anarquismo Trashumante. Crónicas de crotos y linyeras, el autor repasa historias fascinantes. Baigorria recalca, sin embargo, la imposibilidad de sostener una perspectiva romántica sobre la situación: “Hoy, el pobre urbano es ignorado o agredido, basurizado”.

 Por Facundo García

El barco golpea levemente el muelle de madera donde Osvaldo Baigorria espera sonriendo. La excusa para encontrarse es la publicación de Anarquismo Trashumante. Crónicas de crotos y linyeras (Terramar), aunque las juntadas con este intelectual atípico suelen exceder los rótulos iniciales. Cae un solazo sobre el Tigre, los mates están preparados y, por si hace falta, un tinto ya ronda la mesa. Al rato el escritor se pone a afilar su machete contra una escalera de cemento, y en el zumbido de pájaros e insectos que impone el fin del verano se hace evidente que su interés por los outsiders no es casual. El mismo itineró desde Buenos Aires a los bosques canadienses, con períodos en Europa y Centroamérica. Su biografía y el recuerdo de los personajes que contactó para hacer el libro irán construyendo un contrapunto que conduce sin escalas a la hora de las sombras, cuando la marea sube y el ruido de la última lancha se pierde entre los canales.

El texto recién editado es una reformulación de En Pampa y la vía, obra que salió a fines de los noventa como parte de una colección dedicada minorías y subculturas que dirigía María Moreno. Por entonces, Baigorria se abocó a recolectar historias de quienes se habían echado a la ruta en la primera mitad del siglo XX. ¿Por qué ese recorte? Según cálculos oficiales, en aquella época el trazado ferroviario argentino “era recorrido por una masa que oscilaba entre doscientos mil y trescientos ochenta mil sujetos que por sus actividades, indumentaria y códigos de comunicación podían ser llamados, lisa y llanamente, vagabundos”. La nueva versión cambió de título y fue revisada, ampliada y complementada con un capítulo y un epílogo.

Obviamente, se ha conservado el relato del Pibe Materia, un ex croto que fue develando su pasado de a poco, probablemente intimidado por el hecho de ser nada menos que el padre del autor. “Yo no era de charlar mucho con mi viejo sobre los temas de los que me ocupo como periodista o escritor. Sin embargo, le conté al pasar y él, ex obrero de panadería, me dejó pasmado al responder que había pasado buena parte de su juventud entre linyeras. De alguna manera me lo había estado anunciando siempre y yo no me había avivado. Contaba, por ejemplo, que había andado por las provincias, sin especificar claramente haciendo qué. Empecé a tirarle la lengua y me desayuné con una realidad que desconocía. Eso le dio un combustible fuerte a la escritura”, recapitula el entrevistado.

A las memorias del Pibe Materia –apodado así porque sus amigos decían que supuraba “materia gris” por las orejas– se añadieron las de seres entrañables como el fundador de la Federación Libertaria Argentina Angel Borda, el atorrante Germinal o el “croto-star de Tandil”, el célebre Bepo (ver recuadro). Tipos que ya estaban más cerca del arpa que de la guitarra y que no obstante alcanzaron a referir sus aventuras para que quedara registrado que existió en el país una comunidad deslocalizada de hombres que tomaban el camino como laboratorio vital.

–¿Un croto por familia?

–Los periódicos libertarios de hace un siglo abundaban en elogios para los linyeras. En armonía con las escenas croteriles que Filloy describió en Caterva (1937), los testimonios recopilados concuerdan en que el atadito de pilchas dejaba dos por tres espacio para folletos revolucionarios. “Si creemos en las cifras que daban los anarcos, se podría pensar que casi todas las familias argentinas tienen en su árbol genealógico a uno que se fue por las rutas”, sugiere Baigorria. ¿Habrá sido eso lo que lo impulsó a emprender la investigación? En parte. Seguramente también tuvo que ver el hecho de haber deambulado entre 1974 y 1993, trajinando desde Perú y Costa Rica hasta México, Estados Unidos, España, Italia y Canadá, residiendo en comunidades rurales y durmiendo en plazas e iglesias.

“¿Por qué me interesaban ellos? Evidentemente yo hice una vida que estaba en los bordes de su experiencia”, se sincera el anfitrión, que a los veintipocos se puso a practicar artesanías con la idea de dejar estudio y empleo y echarse a andar. “Apenas logré una forma de crear objetos que no implicara transportar demasiada materia prima, saqué el pasaporte, agarré ruta 9 y luego por la ruta Panamericana.”

Pequeño detalle: la Panamericana tiene más de veinticinco mil kilómetros. Si uno le da derechito, llega a Alaska. “Fue un viaje muy largo –certifica el andariego–. Duró unos tres años, incluyendo más de seis meses en San Francisco, y casi un año en México.” Ahí donde paraba, se devoraba todos los libros. Estaba por pegar la vuelta a la Argentina y justo vino el golpe militar. “Yo ya había estado en cana varios días por haber hecho unas pintadas, y después habían caído a mi casa cuando el ERP secuestró a Oberdán Salustro, así que regresar era un peligro. En muchos sentidos era peor que hoy. La gente se queja de los chorros, y en esa etapa te perseguían los estados policiales. Yo simplemente buscaba un lugar donde pudiese vivir con un margen mayor de libertades cotidianas, sin sufrir persecuciones ni represión.”

En el exilio trabajó como traductor, asistente en programas de ayuda a refugiados latinoamericanos, sembrador de árboles y hasta bombero forestal. Finalmente se estableció –paradojas del lenguaje– en Argenta, una vieja mina de plata que se había convertido en colonia cuáquera. Las fotos de bordes doblados lo muestran con paso firme, pantalones campana y sombrero de ala ancha. Otra instantánea exhibe una bañadera a la intemperie, con brasas debajo. Alrededor, una profusión de pinos tan verdes que casi pueden olerse. “Uhh... ahí me bañaba. Con eso calentábamos el agua. Tenías que tener cuidado de poner una tablita entre el fuego y vos. Eso evitaba que te quemaras el culo. Y cuando salías en invierno, ¡no sabés lo que era tener que pisar la nieve!” Tras compartir la risa, el peregrino sintetiza: “Si tenés una inteligencia mediana y no estás muy reventado por el alcohol o las drogas, el camino te puede enseñar tantas cosas...”.

La herencia

Hoy los tiempos han cambiado. Por un lado, es innegable que la pauperización y la violencia han hecho estragos en la rutina del itinerante. En efecto, la semana pasada se conoció a través de Página/12 una denuncia penal que acusa a la UCEP (Unidad de Control de Espacio Público, creada por el gobierno Pro) de hacer operativos violentos para “limpiar” Buenos Aires de crotos y okupas. Baigorria recalca la imposibilidad de sostener una perspectiva demasiado romántica sobre la situación: “Estamos hablando de existencias que siempre fueron difíciles y que luego de la crisis del 2001 alcanzaron pozos profundos. No se puede separar una itinerancia de las condiciones en las que se produce, y las actuales son muy duras, miserables. Hoy, el pobre urbano es ignorado o agredido, basurizado”. Vaya si no serán cosificados los crotos de la city, que la unidad acusada de agredirlos, la UCEP, fue inicialmente pensada como un órgano que sirviera para “desobstruir el espacio público de cosas como carteles, mesas o sillas”.

–Da la impresión de que hoy la itinerancia del que salió de la sociedad se define por la carencia: el “sin casa” reemplazaría al croto que asumía su condición con cierto optimismo...

–A mí me gusta pensar que en toda víctima de la precarización hay un impulso afirmativo que combate la tristeza. Así, el que está en las malas puede considerarse desde lo que no tiene o desde la positividad de lo que es capaz de hacer para mejorar. Ambas visiones pueden convivir en su conciencia, es una cuestión de perspectivas. Tampoco es indispensable el traslado físico. Hay una idea de (Gilles) Deleuze en Mil Mesetas que explica que el nómade no es necesariamente el que se traslada, que uno puede llegar a ser un nómade estando quieto. Tiene que ver con el movimiento y la libertad de su espíritu.

Si bien no se reconoce como un “anarquista” –“tomo de ahí cosas que me interesan”, justifica–, el ahora isleño está convencido de que hay en los libertarios de antaño raíces que conectan con fenómenos más modernos. “Ellos eran autodidactas –subraya–, y nos recuerdan que es posible ser desertor y a la vez tener una actividad intelectual intensa. Tenían una dignidad que escasea últimamente, la dignidad del pensamiento autónomo. Y eso se está perdiendo. Hay un aumento de la presión social para que todos entremos en moldes prefabricados.” La botella ha quedado vacía. Baigorria invita a caminar por un sendero entre las matas. Con el mismo entusiasmo con el que habla de Haroldo Conti, se ensalsa en explicar con qué inclinación hay que dar los golpes de machete para aprovecharle mejor el filo. “Yo les pregunto a los baquianos de acá y ellos me enseñan. A veces se me cagan de risa”, admite sin dejar de avanzar.

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“Si tenés inteligencia mediana y no estás reventado por el alcohol o las drogas, el camino te puede enseñar tantas cosas...”, dice Baigorria.
 
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