Sábado, 28 de marzo de 2009 | Hoy
OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
Es un martes cualquiera, y son las 7.48. Todo en la casa está en calma. ¿Todo? No, no todo. En el silencio de las primeras horas, el ringtone que anuncia un mensaje de texto (la banda de sonido del cartoon El Inspector) suena como un trueno. Sólo algo muy urgente puede hacer que alguien mande un SMS a esas horas. El usuario entreabre el ojo izquierdo y mira la pantallita: “TeleRompe te da mas beneficios. Desde ahora y para siempre, con cada recarga de tarjeta que hagas desde $30, te damos el mismo importe en minutos para hablar y SMS”.
Es miércoles, son las 8.03 de la mañana. Otra vez la paz del hogar se altera con el maldito ringtone: parece mentira el poder que tiene el parlantito de los teléfonos modernos, piensa el usuario entre puteadas, mientras lee: “TeleRompe te da mas beneficios, Desde ahora y para siempre, con cada recarga de tarjeta que hagas desde $30, te damos el mismo importe en minutos para hablar y SMS”. Al día siguiente, alguien en la central se queda dormido: ya son las 8.45 cuando se reproduce la pesadilla del SMS fantasma. El usuario lee “TeleRompe esta con vos: solo el 30/3 las recargas virtuales desde $15 se duplican. Las de $15 te dan $15 en SMS...”. Sus sensaciones se dividen entre sentirse un boludo por no apagar el teléfono a la noche o sentirse un boludo por ser una pelotita más en el gran pinball del negocio de telefonía celular.
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Así como en el medio circulan varios chistes de músicos, también los hay de periodistas de rock: uno de los más crueles señala que la manera más fácil de reconocerlos en un concierto es dirigir la vista hacia atrás, donde se encontrará una fila de tipos de entrecejo fruncido, brazos cruzados y pies inmóviles. Es una exageración, claro, tan brutal como decir que “el baterista es el mejor amigo del hombre”. Pero es cierto que la piel de un cronista de rock se vuelve inevitablemente más dura con el correr de los recitales, los discos, las entrevistas, el ajetreo cotidiano en lo que comenzó como un fanatismo desde la popu. Pero hay ocasiones en las que la armadura cínica se viene abajo. Ocasiones como Radiohead en el Club Ciudad.
El miércoles pasado, en las redacciones, en charlas telefónicas, en espacios virtuales, no había nota discordante. Lo del quinteto de Oxford había sido demasiado bueno, y nada tenían que ver las ganas acumuladas por tanta espera. Desde que la apertura con “15 steps” y “Airbag” unió las puntas de su disco más reciente y su disco más elogiado, Thom Yorke, Jonny y Colin Greenwood, Ed O’Brien y Phil Selway dieron cátedra, un inolvidable banquete para 40 mil personas, un show de esos que hacen que hasta el más curtido periodista se rinda. Lo señaló Roque Casciero en su crítica para este diario: demasiados grandes momentos. La reencarnación de Joy Division en “Bodysnatchers”. La carne de gallina en “Karma police”, una de las perlas mejor cultivadas del rock inglés. Los estallidos de “There there”. El terremoto inenarrable de “The national anthem”. La delicada tristeza de “No surprises” y “Videotape”, con ganas de balearse en un rincón. El regalito de “Creep”. La explosión tecno de “Idioteque” y ese mantra de “take the money and run, take the money and run...” El arranque psicodélico de “Planet telex”, el fantasma de Pink Floyd asomándose en “House of cards”.
Y ese momento que brilla entre todos los demás, cuando “Paranoid android” hace temblar los arcos de rugby y de pronto todo se acalla, se cierra la burbuja y hay un coro general que canta “Rain down, rain down, come on, rain down on me...” y el planeta entero parece detenerse y... vibra el celular en el bolsillo. ¿Quién puede tomarse el trabajo de apretar botoncitos en este momento? ¿Acaso un colega o un amigo que necesita comentarlo a la distancia, escribir algo así como “bludo, q pdz d shw tamos viendo!!!”? No. Nada de eso.
“Ahora tienes nuevas opciones para cargar saldo en tu linea. Envia gratis un SMS al XXXX y recibiras informacion para realizar cargas desde tu TeleRompe”.
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Apenas unas cuadras más allá puede escucharse el rumor de “How to disappear completely”, la canción de Kid A que Ed O’Brien acaba de dedicar a “aquellos que perdieron sus seres queridos, a los encarcelados y torturados por la dictadura militar”. Pero la tormenta lejana de Radiohead queda sofocada por la potente versión de “Pensar en nada” que León Gieco lleva adelante con Arbolito. En el ECuNHi se están cerrando las Cuatro Jornadas de Pasión y Lucha convocadas por las Madres. No hay allí nada de la parafernalia de luz y sonido que impera en el Club Ciudad, pero sí el mismo propósito de transformar la vida a través del arte. Mientras reclaman mano dura los figurones que se callaron la boca cuando este país vivía con la inseguridad de que un Falcon verde pateara la puerta, Gieco vuelve a pedir vida, a apostar a la sensibilidad social, a recordar que todo está guardado en la memoria. Cerca de Gieco, Demián Frontera baila en su silla de ruedas: a Cristian Vitale, que está cubriendo el evento para Página/12, el momento se le antoja mágico, hasta que su celular lo reclama. ¿Un editor ansioso por saber cuándo mandará la nota? ¿El fotógrafo que necesita saber si ya debe transmitir su trabajo al diario? No.
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Esa misma noche, Gieco vuelve a cantar que “paso a través de la gente como el fantasma de Canterville”. Es uno de sus temas más conocidos, aunque fue escrito por Charly García: una de tantas razones para el abrazo emocionado con que León y Charly se trenzan en una sala de cine, dos días después, tras la proyección de Mundo Alas. En la misma sala hay varios personajes de la cultura y el espectáculo, aún conmovidos por el potente retrato cinematográfico de esa clase de aventuras en las que sólo un tipo generoso como Gieco puede embarcarse, porque sí, por amor, por descubrir en otro las cosas que se pueden aprender, aunque se haya vivido mucho. Pero ese abrazo es especial, porque son dos figuras centrales del rock made in Argentina que se quieren bien, que se conocen desde que esto era un gran campo de concentración. Charly está reapareciendo de a poco, por ahora solo en el lugar del espectador: en la obra de Gasalla, en el show de Peter Gabriel y el de Radiohead, en el estreno de la peli de Gieco, Sebastián Schindel y Federico Molnar. Se lo ve más gordo, tranquilo, lento, algo perdido, siempre acompañado.
A uno de esos acompañantes, Gieco sólo le deja un saludo breve y sin mayores inflexiones. Alguna vez le dedicó “Cantorcito de contramano”, y León no es un tipo que se baje de sus convicciones. Un testigo de la escena está recordando aquello de “me gusta el mar, tengo alma de marinero” y “donde empieza mi bandera se terminan las demás”, justo cuando le suena la alarma de SMS.
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–Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?
–Espero que en mucho: quiero que dejen de mandarme correo basura por el celular.
–Creo que no lo entiendo, señor.
–Es fácil de entender: si yo recibo una y otra vez en mi casilla de mail promociones que no solicité, se llama spam, o correo basura. Los SMS que me mandan ustedes son exactamente eso, y quiero que dejen de enviarlos. Que los bloqueen, o algo.
–Señor, esos mensajes no pueden ser bloqueados. Lo único que puedo ofrecerle es bloquear su teléfono en el horario que usted me indique.
–No, yo no quiero que me bloqueen el teléfono. Quiero que dejen de mandarme los mensajes de TeleRompe.
–Pero, señor, si no le enviamos los mensajes, ¿cómo se va a enterar de nuestras ofertas?
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La semana, una semana de emociones fuertes, se termina. El cronista está buscando el punto final, el concepto, la esquiva frase elegante para cerrar su columna. El maldito aparato suena otra vez. “Ahora podes descargarte el ringtone de Operación Gran Hermano. Envia gratis un SMS al...” Cierra el archivo de texto, y se pone a pensar planes para ponerle un buen caño a TeleRompe.
Se buscan cómplices.
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