Miércoles, 10 de marzo de 2010 | Hoy
OPINIóN
Por José Pablo Feinmann
En mi contratapa del domingo pasado cometí un error que requiere inmediata reparación. Para ejemplificar la relación de “burgo” con lo que será luego la “ciudad” y marcar la relación de la “ciudad” con el capitalismo que, contrariamente al feudalismo que permanece en el “feudo”, se adueña de la “ciudad” y la transforma en su lugar prototípico acudí al ejemplo de la música de George Gershwin. Por un descuido inexplicable denominé a este compositor como “el más grande músico del imperialismo norteamericano”. De ninguna manera. Gershwin es el músico del capitalismo norteamericano. Así nace su música: como expresión de la pujanza y del nervio de una ciudad que él ama, Nueva York. Dije que las primeras diecisiete notas de la Rhapsody in blue parecen ir en busca de los rascacielos. Que a su concierto para piano pensaba llamarlo New Yor Concerto y a su Segunda Rapsodia, Manhattan Rhapsody. Fue el compositor urbano por excelencia. Como Piazzolla es el nuestro. Imperialista jamás. Si la música de Gershwin es –desde hace décadas– universal eso no se debe al imperialismo norteamericano (un monstruo que se expande hoy en Irak y planea hacerlo en Irán y acaba de entregarle un Oscar a la bella señora Bigelow, talentosa directora y primera mujer que gana ese premio y que deterioró su triunfo y hasta el de su género con un homenaje y una exaltación de las fuerzas imperiales que hoy siguen matando y torturando en países que, ante todo, desconocen por completo), sino a su excepcional, deleitable jerarquía. Gershwin es un patrimonio de la humanidad. De todos los jazzmen de este mundo y de todos los que se siguen deslumbrando por el modo en que unió dos lenguajes –el del jazz y el de la música llamada “seria”– con la hondura y la brillantez que sus poderosas dotes mozartianas le permitieron. Aclarado está.
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