Miércoles, 10 de marzo de 2010 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA A MARIANA ENRIQUEZ
Tras las novelas Bajar es lo peor y Cómo desaparecer completamente, la autora entrega doce cuentos de magnetismo inmediato.
Por Silvina Friera
La avenida Rivadavia canta su soleado mantra de las tres de la tarde frente al Parque Rivadavia. Tras la tersa ilusión de ese horizonte verde que se recorta desde la ventana del bar El Coleccionista, con las ramas de los árboles que se bambolean con discreción y los puestos de libros como casitas inglesas en miniatura que esperan las visitas que desacomoden las estanterías, la mirada y los pensamientos de Mariana Enriquez podrían socavar ese aparente velo de parsimonia del paisaje hasta encontrar, en el centro o en los confines de ese marco, una grieta o una fuga hacia lo “sobrenatural”. Este desplazamiento desde lo real hacia esas zonas vedadas a la razón –donde lo extraño, lo anómalo, lo siniestro o como prefiera llamarse, se despliega con una entonación natural que hace tambalear las fronteras– impera en los doce cuentos de Los peligros de fumar en la cama (Emecé). Más que el miedo en sí que disparan algunos de los relatos –eso dependerá del morbo en sangre del imaginario de cada lector–, lo que sorprende es cómo esas voces adolescentes experimentan con ese “otro mundo” arraigado en lo cotidiano. En “El desentierro de la angelita”, la protagonista tiene que lidiar con una herencia atípica: la aparición al lado de su cama, una noche de tormenta, de la hermana “número diez u once” de su abuela, que murió a los pocos meses de nacida. Después del susto inicial, esa narradora en primera persona, perseguida por la angelita, destila un humor negro pocas veces paladeado por estos pagos rioplatenses, muy cosecha Enriquez, una vuelta de tuerca que hace que la etiqueta “terror” se quede corta. “Con los guantes puestos la agarré del cogotito y apreté. No es muy coherente intentar ahorcar a un muerto, pero no se puede estar desesperado y ser razonable al mismo tiempo.” Hay varias perlas más de este estilo para sacarse el sombrero, como la atribulada Elina de “El mirador”, que pensaba en cómo morir mientras hacía actividades prácticas. “¿Podré clavarme el pincel en la yugular?”, se pregunta.
Mientras Enriquez espera la gaseosa y el tostado, cuenta que todos los relatos tienen “algo que pasó de verdad”, anécdotas que le contaron, “un hecho cierto que después dispara lo sobrenatural”. La escritora tuvo una abuela a la que no le gustaba la lluvia y enterraba botellas en el patio del fondo de su casa; muchas veces jugó con sus amigas al juego de la copa, como en el extraordinario “Cuando hablábamos con los muertos”, que aborda de refilón, como dando rodeos, el tópico de los desaparecidos. “Hice un esfuerzo consciente por recordar pequeñas historias: cuanto más macabras, mejor. Es algo que vengo juntando más allá de este libro porque manoseando ese material sabía que podía encontrar cuentos. Traté de recuperar conversaciones con abuelos, cosas que me contaron o que se decían; fue como escarbar en el terreno de la memoria personal”, dice Enriquez.
–¿Los jóvenes se llevan mejor con lo “sobrenatural”, con esos fenómenos fronterizos que cuesta explicar?
–La adolescencia es una etapa más experimental, la niñez también, pero en la niñez todavía hay más cuidados del adulto; en cambio, el adolescente está muy solo y tiene más secretos ante los padres, tiene una vida que está empezando y no siempre quiere contar a los demás. Los adolescentes están más ansiosos de rarezas; es el momento de mayor fanatismo, el más intenso de la vida. Y están más abiertos a esas rarezas; por eso me gusta escribir sobre adolescentes.
–¿En la adolescencia estaba más disponible a estas “rarezas” o ahora es igual?
–Estaba más disponible en la adolescencia; ahora me sigue gustando más desde lo documental. Me encanta visitar cementerios, elijo las tumbas, saco fotos; es totalmente morboso (risas). Cuando era adolescente hubiera jugado a asustarme, me hubiera quedado por la noche o hasta me hubiera animado a robar un hueso. Ahora es otro tipo de atracción.
–¿Qué documenta en el cementerio?
–Depende del cementerio; estuve en los cementerios de la Patagonia y cada tumba tenía al lado una casita, como una casita de muñecas, y no entendía qué era. Después me di cuenta de que esas casitas se usan para que las velas no se apaguen por el viento. Cada cementerio habla muchísimo de los vivos, cada lugar tiene su particularidad. En la Patagonia me obsesioné con las casitas para las velas.
–¿Se viene un libro sobre los cementerios?
–Sí, a full, quiero hacer un libro de viajes: tengo cementerios de acá, de Australia, de Perú... Sé que es una locura, pero hace mucho que estoy con ganas. Empezó como un gusto oscuro, un poco inconfesable.
–Es cierto que los cementerios hablan más de los vivos que de los muertos, pero ¿por qué al mismo tiempo los vivos tienen una relación tan negadora con la muerte?
–No sé, es rarísimo. En la Argentina hay un cementerio como el de Recoleta, que si algo hace es celebrar la muerte, no negarla. La negación de la muerte en nuestra cultura es parte de la esquizofrenia de las ciudades. Si vas a los cementerios del norte, están totalmente integrados con la sociedad. En cambio, acá escuchás “no me hablen de eso, qué horror los cementerios” y te encontrás con los monumentos más espectaculares. También tiene que ver con algo que llamo “el miedo a morirse capitalista”; hay una cosa de juventud eterna, de cirugías estéticas, de consumo sin fin, de agotamiento de recursos, como si las cosas no se fueran a terminar. Pero se terminan. Esta es una teoría que se me ocurre recién: negar la muerte tiene que ver con el consumo sin fin. Si te vas a morir, ¿para qué querés todo esto?... no te lo vas a llevar a la tumba. Una condición necesaria de cambiar un auto por año es pensar que no te vas a morir en el auto, me parece...
–En varios cuentos algunas de las adolescentes toman pastillas para dormir. ¿Por qué el interés por esa relación entre el sueño y los químicos que ayudan a conciliarlo?
–A lo mejor personalmente porque tuve insomnio mucho tiempo; después empecé a pensar en el insomnio como un lugar muy extraño, como fuera del tiempo, fuera de los ritmos de los demás, que te hace estar en la vida como un zombie, que tiene una connotación metafórica con los muertos-vivos. El insomnio es un lugar de atención muy extrema. Y está muy relacionado con la locura, que a mí me interesa en especial en la adolescencia porque es el momento en que suele manifestarse. Hay una línea muy fina entre el adolescente que está experimentando y el adolescente que está teniendo un problema de salud mental; esa ambigüedad y esa confusión me interesaba trabajar. No sé cuántas de las chicas de los cuentos están locas en serio o qué...
Enriquez mantiene unos segundos la sonrisa, acaso por algún recuerdo inconfesable de la adolescente que fue, y sacude una pequeña porción del tostado que tiene en su mano derecha, abrazado por sus anillos negros. El miedo en la docena de cuentos de Los peligros de fumar en la cama no anida en ese ciruja cuyo carrito es vehículo de una maldición espeluznante en un barrio de clase media baja, ni el fantasma de los desaparecidos, ni esa adolescente filmada que se toca hasta la autoflagelación –lo que la lastima es un ente maligno “fuera de foco”–, ni esa muchacha fóbica cuyo ínfimo avance consiste en ir al quiosco sola “sin la seguridad de morir en el trayecto”. El miedo madre soterrado es una suerte de moratoria del “síndrome de Peter Pan”: el pasaje siniestro de la adolescencia a la adultez. Se siente, sobre todo, en “Chicos que faltan”. “En ese cuento, los chicos vuelven a aparecer con la misma edad; después de me di cuenta de que es un refuerzo importante de ese no querer crecer”, admite.
–¿Qué le genera miedo hoy?
—(Piensa.) No me dan miedo para nada las cosas sobrenaturales. Me dan mucho más miedo las cuestiones político-militares, una guerra civil o una situación de violencia en general, no me refiero a la Argentina en particular. Personalmente, me da miedo la locura, las enfermedades mentales; un terreno que me interesa mucho trabajar, pero que no me gusta nada en la vida real porque me perturba. No es que me siento cómoda con esa visión romántica del escritor loco... no, nada de eso.
–A partir del cuento “El aljibe”, ¿se puede explicar y racionalizar cada miedo?
–No, no se puede, es una deformación del psicoanálisis. Hoy se tiende a estar ansioso porque sí; yo traté que en ese cuento la explicación fuera el mal y listo, no otra cosa; a lo mejor como reacción al exceso de tratar de explicar que “esto me pasa por...” llega un momento en que me pone nerviosa, sobre todo porque si no lo puedo racionalizar, si no puedo destrabar este problema, miedo, trauma o lo que sea, soy una inútil. Hay un lugar adonde no estoy llegando, no estoy haciendo bien mi análisis o no estoy tomando las pastillas adecuadas o soy una negadora; pero siempre cae la culpa en vos, si no podés desanudar un problema.
–En ese mismo cuento, la bruja, “La Señora”, cuando la consultan dice: “No podía fluidar, no podía limpiar”. ¿Dicen eso las brujas o curanderos?
–Eso es lo que dicen, hablan así (risas). No hablé con fines terapéuticos, pero alguna vez acompañé a alguien; conozco gente que se relaciona con pocos prejuicios con el mundo de los curanderos. Me acuerdo de que una persona usó el “no podía fluidar” para explicar un daño. Ahora se usa también “no podía filtrar”.
–Por algunas atmósferas varios cuentos están más en consonancia con algunos relatos de Silvina Ocampo, por ejemplo, que con el terror de género de la literatura norteamericana, ¿no?
–Totalmente; varias veces me preguntaron por las influencias. Leo mucho género, pero los cuentos que primero me impactaron, probablemente por la cercanía cultural y de lenguaje, son los cuentos de Silvina Ocampo y de Cortázar. Para mí son cuentos de terror, con todos los adornos que le quieran hacer. Alejandra Pizarnik también; para mí escribe poemas de terror, aunque sé que lo que estoy diciendo es una barbaridad teórica (risas). Ese fue el primer imaginario porque podía reconocerlo mucho más que otros escritores norteamericanos que me vuelven loca, como Peter Straub o Stephen King; con ellos tengo otro deslumbramiento que no tiene tanto que ver con reconocer una estética. Hay cuentos de Cortázar que son de terror a secas, como “La puerta condenada”. Me acuerdo de haberlo leído y decir: “Esto es lo que me gusta”. Esa cosa de humor negro que aparece en los cuentos me viene de Silvina Ocampo, no del cine, porque odio el cine de terror. Si pasa eso, si alguien compara mis cuentos con el cine de terror norteamericano, es un problema del texto (risas).
–El hecho de que la tradición de terror esté inscripta en apenas un par de nombres, Cortázar, Ocampo, Pizarnik, ¿le daba más libertad a la hora de escribir?
–Yo soy medio salvaje con este tema, no me fijo mucho en la tradición en general, salvo en el buen sentido. No me pesa porque no creo estar a la altura de nadie. Entonces hago mi camino y la tradición está ahí, pero no puedo pensarla como mochila o como modelo a seguir. Yo hago lo que me gusta: de acá tomo y nada más.
–Hay un cuento con una inflexión social y política muy fuerte, “El carrito”. ¿De qué modo apareció ese relato?
–Ese cuento surgió por una acumulación de argumentos reaccionarios que escuché de la clase media baja y que me dan mucho miedo, porque ese barrio del cuento es un barrio de clase obrera, pero odian más a los pobres que en un barrio de clase media. Eso me parece terrorífico. Eso que es terrorífico de verdad en el cuento lo hice terrorífico sobrenatural. El componente de castigo funciona en tanto maldición. Esta cosa crecientemente reaccionara de la clase media baja me da miedo; me parecen gárgolas, vehículos del mal.
–¿Por qué decidió abordar el tema de los desaparecidos a partir del juego de la copa en “Cuando hablábamos con los muertos”?
–El disparador fue real. Por un lado está mi propia experiencia con mis amigas cuando jugábamos a la copa. Hay muchos cuentos con voces de mujeres colectivas, sobre todo de adolescentes que funcionan medio en cardumen. Por otro lado, le venía dando vueltas hace rato al tema de los desaparecidos, pero no sabía cómo entrarle, para no meterme en una discusión literaria que no me interesa sobre cómo se cuentan los años ’70, pero que sí me interesa políticamente. Lo que pasó realmente fue que conocí a familiares de desaparecidos que en un momento se pusieron a jugar al juego de la copa, no sé bien para qué porque no me lo contaron nunca en profundidad. Pero preguntaban dónde estaban los cuerpos de los padres, tíos o parientes. Fui juntando todos estos materiales y probé a ver qué salía. El cuento me gustó sobre todo porque era sincero y tenía que ver también con mi experiencia de ser niña en dictadura y crecer con esos fantasmas. Primero dudé en ponerlo, pero después lo incluí al final porque quería que tuviera un lugar importante.
Al género cuento, que le sienta como anillo al dedo, llegó para superar un “trauma”. En sus novelas, Bajar es lo peor y Cómo desaparecer completamente, las voces protagonistas son varones. “Me costaba mucho encontrar una voz femenina que no fuera la mía. No sólo no me gustaba, sino que me frustraba, me preguntaba cómo podía ser que no pudiera escribir desde la voz de una mujer”, recuerda. “Traté de probar con voces de mujeres en relatos más cortos para ver si me controlaba más. Y funcionó. Si un cuento no funciona, te das cuenta enseguida; son a lo sumo quince días de amargura, contra tres años o más de amargura con una novela. Suena muy utilitarista, pero la literatura tiene mucho de trabajo concreto, trabajo hinchapelotas. El cuento te proporciona una satisfacción inmediata.”
–“Cuando hablábamos con los muertos” es mejor título para el conjunto del libro, ¿no?
–Sí, pero era mucho. Los peligros de fumar en la cama es un poco más fino (risas).
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